Hacia una nueva sociedad libre de violencias: a 11 años de la Ley de Matrimonio Igualitario

Desde su sanción, de acuerdo con datos de la Federación Argentina LGBT, 20.244 parejas pudieron contraer matrimonio, derecho del que tristemente no gozan las personas homosexuales en la mayor parte del mundo

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“Queremos los mismos derechos, con el mismo nombre”. Esa consigna nos planteaban las organizaciones por los derechos LGBTIQ+ hace más de diez años. No es, sin embargo, una lucha que hayan comenzado al calor del debate parlamentario: al contario. Desde los años noventa, la agrupación Asociación Gays por los Derechos Civiles, liderada por Carlos Jáuregui venía impulsando un proyecto de matrimonio civil. Desoídos, estos grupos no tiraron la toalla y continuaron buscando alternativas, cuando no haciendo malabares, para que sus vínculos amorosos sean reconocidos por el Estado en los mismos términos que los heterosexuales, con todos sus derechos asociados (cobertura de salud, pensión, herencia, entre otros). Tomaron dos vías, subóptimas, ante la alternativa de no tener nada. Por un lado, la Comunidad Homosexual Argentina impulsó y logró aprobar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un proyecto de ley de unión civil (2002). Por el otro, la siempre inquieta María Rachid, integrante de la Federación Argentina LGBT y La Fulana, y hoy compañera mía en Identidad, fue con su entonces pareja al Registro Civil, pidió turno para casarse y, ante la negativa, presentó un recurso de amparo para que se dictara la inconstitucionalidad la ley que prohibía el matrimonio entre personas del mismo sexo. Ocho parejas más las siguieron, concretándose por la vía judicial lo que en el Congreso no avanzaba.

Este atraso legal no era solamente eso. En la vida cotidiana de miles de personas, implicaba esconder su orientación sexual a sus familias, en sus lugares de trabajo, en sus círculos amistosos, en sus espacios religiosos y en los ámbitos deportivos: morderse la lengua ante la insidiosa pregunta de “¿Para cuándo el novio?”, en el caso de las mujeres, y tolerar con una angustia silenciosa el desgraciadamente clásico “Puto”, como insulto, en los grupos de varones. La cantidad de vidas que tuvieron que ser vividas detrás de una fachada, o en la precaria realidad de la discriminación permanente, es imposible de contar. Lo que sí cuentan sus protagonistas es el auto-odio que sintieron, castigados por una sociedad heteronormativa, durante muchos años de armario. Una esfera tan preciada en la vida de cualquier persona, como ser el ejercicio libre del amor, estaba, en cierto modo, privatizada. La mentira, en algunos casos, la marginación, en otros, la vergüenza, en todos. Por eso es que el Orgullo, con mayúscula, fue su respuesta política.

No conformes con entrar por la ventana de los amparos o del poco incomodante estatus de la unión civil, las y los homosexuales argentinos tuvieron en 2010 su cita con la historia. Y no faltaron. Enfrente, no tenían una mayoría desinformada. Tuvieron que convencer a ingentes cantidades de familias, académicos, dirigentes y otras organizaciones de que su reclamo era necesario y urgente. Una solidaridad inusitada apareció como respuesta, la misma que se reeditó en movilizaciones posteriores como Ni Una Menos o la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito, aquella que es, en definitiva, la esencia de la política como herramienta de transformación. Del otro lado, aguardaban las cúpulas eclasiásticas y sectores no desdeñables del poder territorial tradicional. Pero los grupos LGBTIQ+ desplegaron toda su creatividad en jornadas de debate, eventos artísticos, eslóganes, marchas y festivales para hacer ver que el libreto del amor no podía haber terminado de ser escrito en el siglo XIX –nuestro Código Civil de entonces, había sido sancionado en 1871-. De los 240 Diputadas y Diputados que asistimos a la votación en mayo, solo 126 nos expresamos favorablemente. Hoy nos sorprende que hubiera 110 que lo hicieran en contra, pero eso ilustra la cantidad de cajones que compone el doloroso clóset del que habla Bruno Bimbi en su último libro. Una distribución aún más estrecha (33 a favor; 27 en contra; 3 abstenciones) nos encontraríamos ese 15 de julio a las 4 de la mañana luego de la votación en el Senado. Pero el Matrimonio Igualitario era Ley. Y la sociedad argentina, ya no era la misma. La violencia empezó a tener un nombre de difusión masiva: el homo-odio. Ya no eran “opiniones”, “puntos de vista”, “no tener una postura tomada”, “chistes”. Se empezó a reconocer una discriminación que estaba soterrada, y muchos avances y reclamos avanzaron el paralelo, como la Ley de Identidad de Género. Las personas casadas según el nuevo régimen pudieron a partir de entonces adoptar hijos/as como las otras, dándose a partir de 2010 un doble mecanismo de restitución de derechos: a los adultos, la posibilidad de casarse con quien quisieran; a los menores de edad, la de contar con una familia que los pueda y quiera criar. Es difícil pensar un ejemplo más palmario del amor venciendo al odio.

Ese Orgullo, que hasta 2010 era solo de una parte, desde ese momento puede ser visto como un Orgullo de la sociedad argentina toda, que se convertía, hace once años, en el primer país latinoamericano en permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, y el número diez en el mundo, antes que Dinamarca (2012), el Reino Unido (2013), Francia (2013), Nueva Zelanda (2013), Finlandia (2015), Estados Unidos (2015), Austria (2020) o Suiza (2020), lejos de la mirada subdesarrollada que quienes pregonan el odio en sus distintas formas nos quieren devolver de nosotros mismos. Desde su sanción, de acuerdo con datos de la Federación Argentina LGBT, 20.244 parejas pudieron contraer matrimonio, derecho del que tristemente no gozan las personas homosexuales en la mayor parte del mundo: solo en 30 de 195 países en el mundo existen leyes como la nuestra.

Este dato, así como el reciente crimen de odio que se llevó la vida de Samuel Muñiz en España, nos recuerda que el camino hacia una sociedad libre de violencias aún merece ser recorrido y desmalezado. En mi rol de titular del INADI, pude constatar una realidad que todavía tenemos que seguir cambiando a través de la información, la educación y la escucha: la tercera causa por la que más se recibieron denuncias en el período 2008-2019 fue la pertenencia al colectivo LGBTI, y, en tiempos tan recientes como agosto de 2020, tuvimos que lanzar un comunicado llamando la atención a los bancos de donación de sangre por utilizar las categorías de “varones que tengan o hayan tenido relaciones entre hombres” y “mujeres que tengan o hayan tenido pareja sexual hombre que tiene también sexo con hombres”. Es por eso de suma importancia que existan herramientas como la Ley Micaela, que ponen en la situación de formarse y actualizarse a las personas que ejercen funciones públicas, y la Educación Sexual Integral, que propone un abordaje basado en los derechos de la totalidad de nuestras prácticas afectivas. Todavía nos queda, a quienes queremos una sociedad libre de violencias, mucho trabajo por hacer. Pero hay buenas noticias: tenemos memorables ejemplos, y vamos en el sentido correcto.

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