La estación de las novias olvidadas

Los valores perdidos que debemos rescatar

Cerremos los ojos y tratemos de rememorar pasado. Ahora, busquemos en él a esas pequeñas cosas, hasta insignificantes, que nos ordenaban el día. No estoy hablando de posiciones políticas (todas respetables), ni de suertes económicas (siempre hubo potentados y carenciados) y menos aún si en el gobierno teníamos botas o congreso. Quiero que recuerde junto a mí, esos valores que, en delicado y sutil equilibrio, eran parte de la vida del más común de los mortales que transitaba por esta tierra. Es probable que le esté tendiendo una trampa, ya que para viajar a ese pasado, usted debiera tener hoy arriba de los cuarenta o cincuenta años y, si tiene menos, bien le vendrá saber que existió un momento de nuestra historia en que los tramoyistas eran mucho menos en cantidad y en grado de esquilme que los actuales, que el apretón de manos podía cerrar acuerdos sin firmas certificadas en escribanos de ilustres despachos, que la energía del pueblo estaba toda detrás del trabajo como único medio de progreso y que el estudio era el espacio de la búsqueda del crecimiento asegurado. Le ruego que rememore junto a mí, los atardeceres con sillas sacadas a la fresca de las veredas, por el mero hecho de intercambiar simples chismeríos con los vecinos de la cuadra, mientras los chicos jugábamos con total tranquilidad. Acuérdese de sus miedos en los momentos en que debía llevar su boletín de calificaciones a los viejos, sabiendo que alguna que otra nota estaba por debajo de lo esperado. Quizás en su barrio, tenía al poli de siempre que conocía cada casa y cada cara y que actuaba casi como tutor de todos nosotros. No teníamos tarjetas de crédito ni programa de puntos y beneficios, pero bien a resguardo estaba la libreta del almacén, donde detallada y casi a manera de un Excel de alta gama, nuestro amigo el comerciante fiador nos iba escribiendo las deudas que tendrían el unívoco vencimiento de los primeros días posteriores al cobro del sueldo. No quiero extenderme en lugares comunes. Entienda bien, que lo que busco con estas nostalgias es la provocación pura, para que esos nimios gestos puedan volver de alguna manera. Esa sumatoria de pequeñeces nos daba como resultante el funcionamiento progresista de un país. No me venga con que no se puede. Sé bien que todo pasado no fue mejor. No todo lo que viene del chiquicientos era miel y armonía. Donde había esfuerzos había sufrimientos, donde había carencias, había cierta desesperanza y su hermana directa, la triste resignación. Pero le puedo asegurar, que donde había un sueño, había un camino para intentar llegar a él.

Stanislav Plutenko nació en la Rusia de 1961, quizás en su niñez jugó glorificando a Gagarin o a la perra Laika. Sin duda, sus libertades fueron mucho menores que las que teníamos en nuestras Pampas. Conocí a Plutenko gracias a una estrella de las redes sociales (@MamaMacana), quien con su sutileza, buen gusto e ironía siempre postea disparos al corazón que se alojan en las mentes de los pibes sensibles de las barriadas. Plutenko estudió en la Universidad de Nacional de Economía de Moscú, a pesar de eso, los pinceles pudieron más que las fórmulas econométricas y a los lienzos se dedicó. Mi tributo es a él y a su genial cuadro “La estación de las novias olvidadas”. Pintura que provoca aperturas de baleros y en mi caso me desembarcó en una metáfora sobre todo lo que hemos dejado atrás, pero que, sin embargo, debiéramos ir al rescate. Quizás demasiadas sinapsis para un hombre fruto de escuelas públicas y donde se comía lo que había en la mesa. Cada novia olvidada en esa estación de tren es un valor que hemos dejado sepultado. Las veo dibujadas con distinción, altivas, serias, no están tristes y sus miradas están dirigidas al tren que partió o al tren que vendrá. Un romántico utópico prefiere quedarse con esta última idea. Lo bueno siempre debiera estar por venir.

En el año en que nacía Plutenko y en que la URSS soñaba con ganarle la carrera espacial a la USA, en la calle Pichincha del Barrio de San Cristóbal se respiraba a conventillo y a calles de adoquines resbaladizos. De fondo, la campanita de un tranvía que se acercaba. Tiempos de bolsillos escasos y de ideales grandes. A veces, tratamos de guardar en algún pequeño cajón de nuestra mente, todo lo que supo a sinsabores o desventuras, pero allí están a manera de recordatorio para agradecer lo mucho que hoy tenemos. Vivíamos con mi familia todos muy apretados en la casa mis abuelos Tonín (el tano) y Lola (la catalana) y los domingos eran días de fiesta, ya que puntual y marcialmente venían de visita, para la pasta semanal, mis primos desde Ituzaingó, trenes y colectivos varios mediante. Yo con mis siete u ocho años y cerca del mediodía, me apropincuaba bien cerca del viejo pero magistral teléfono de baquelita negro. No se me dejaba levantarlo para atender, pero se me permitía avisar que ya estaba sonando, aunque su timbre tuviera el talante de un feroz graznido y se escuchara a la distancia. La cuestión era simple. Al llegar a Plaza Once vía el Tren Sarmiento, mis tíos corrían al teléfono público y con su sola y vibrante frase “Estamos en Once”, comenzaba la verdadera fiesta de la semana. El festín no era otra cosa que poner la cacerola con agua sobre la hornalla a querosén, donde luego se pondrían la pasta amasada el día anterior. En la otra hornalla, con cacerola de barro, recalentar el tuco con albóndigas, auténtico llamador de olores y señuelo para robos a escondidas con pedacitos de pan escapando del grito de los abuelos y el consentimiento tácito de los viejos. Esta acuarela familiar tiene una protagonista, Doña Lola, mi abuela paterna, quizás una de las modelos del cuadro de Plutenko. Ella tenía ya el agua, el tuco preparado y ya estaban los fideos listos, sin saber a ciencia cierta cuántos manducaríamos en la mesa de los platos apretados. Si el teléfono sonaba, ella dejaba lo que estaba haciendo y se preparaba para la arremetida final. Si el teléfono no sonaba, para mí era sinónimo de guardarme la alegría y para Lola era el momento en que disimuladamente retiraba cinco platos de la mesa. Eso era todo. Y así esperar hasta el otro domingo. No había otra forma de comunicarse, no teníamos mensajes de texto ni grupo de WhatsApp y sin embargo el amor estaba tendido cada domingo en esa mesa de la Calle Pichincha.

Unos años después, ya idos de ese departamento y de alguna manera esforzada con casa alquilada en los fondos de Lanús, se me dio pasar un domingo a saludar a mi abuela. Creo que fui solo y mi adolescencia ya chocaba con mi temprana adultez. Era domingo cerca del mediodía y le quería dar la sorpresa. El estupor fue mío, ya que descubrí la mesa tendida para 12 personas, cuando en realidad seríamos solamente dos, ella y yo, fallecido ya mi abuelo Antonio y ausente el resto de la familia. Ella seguía manteniendo la esperanza de la asistencia perfecta de sus hijos y nietos. Y lo más increíble de la historia, es que a los pocos meses estando por allí pasé un jueves o viernes… ¡Y la mesa ya estaba puesta para doce personas!, cuando las familias ya se habían disgregado, mudado o cada uno ya andaba por otros caminos. Decididamente mi abuela era un personaje de Plutenko. Estaba sola en la estación y esperaba. Su mirada se depositaba en los años idos de familias unidas, tumultuosas, forjadas a la sombra del trabajo.

La nostalgia puede ser algo triste en sí misma. Pero si dichos recuerdos se nos han quedado grabados a manera de educación y ejemplos, nuestro camino puede ser virtuoso. Los valores que han partido y que muchos esperamos que vuelvan, van más allá de los patrañeros de turno, de los arribistas que siempre caen parados o de los que creen que sin esfuerzo se pueden conseguir hazañas. El éxito es consecuencia directa del empeño. Ahora le pregunto: ¿se quedará allí caído y mustio esperando el tren que quizás vuelva o saldrá a buscar por él? Siempre preferí al que corre hacia el riesgo y no al que se queda en el tranquilo.

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