Frente a la primera gran protesta de los cubanos contra un régimen comunista, como lo definió el presidente de Cuba, Miguel DÍaz-Canel, su par argentino, Alberto Fernández admitió, con cierto candor: “No conozco la dimensión del problema, pero mantener bloqueos es lo menos humanitario”. Para no conocer la dimensión del problema, Fernández parece conocer muy bien la dimensión del problema. Se niega a opinar, siquiera a interpretar, la inédita protesta popular cubana, pero sí juzga en cambio el bloqueo a la isla.
Es una postura añeja, de los años 70, cuando Cuba daba el entrenamiento que pedían las guerrillas peronistas y marxistas de la Argentina, el mundo entero pedía el fin del bloqueo económico a Cuba, abastecida por la entonces URSS. El mundo cambió mucho en medio siglo. Cuba, no. Y el setentismo argentino, tampoco.
El Gobierno, que a veces exhibe algunas torpezas, como en el manejo de la pandemia, es en cambio sensato y atinado para mirar hacia otro lado cuando se violan derechos humanos y libertades individuales en países de los que se siente aliado, dictaduras como las de Venezuela y Nicaragua, o aún la de Cuba. En esos casos, el gobierno y sus representantes exhiben una llamativa neutralidad. “Esas cosas las tienen que resolver los pueblos”, dijo Fernández sobre las protestas cubanas.
Sin embargo, en mayo pasado el Presidente escribió el siguiente tuit sobre la realidad que se vivía entonces en Colombia: “Con preocupación observo la represión desatada ante las protestas sociales ocurridas en Colombia. Ruego porque el pueblo colombiano retome la paz social e insto a su gobierno a que, en resguardo de los derechos humanos, cese la singular violencia institucional que se ha ejercido”. El gobierno de Iván Duque, que debe haber considerado ese mensaje como una insolencia, le contestó a Fernández y le aseguró que “la institucionalidad democrática protege los derechos constitucionales de los colombianos”. Más allá de la leve grosería diplomática argentina, Fernández no juzgó hace un mes que los asuntos colombianos lo debían “resolver los pueblos”, como ahora juzga respecto de Cuba que, dicho sea de paso, alistó ya a una temible fuerza militar encargada de reprimir toda manifestación opositora. Da la impresión de que, en Cuba, todavía no ocurrió lo peor.
El Gobierno argentino esgrime una aparente imparcialidad con sus amigos si es que le es inevitable objetar algunas de sus conductas. No condenó las violaciones a los derechos humanos en Venezuela, pero en mayo pasado Fernández dijo: “Ese problema –el de los derechos humanos– poco a poco fue desapareciendo en Venezuela”, cuando es más que evidente que ese país enfrenta la crisis humanitaria, política y social más grave de su historia. El representante argentino en la OEA fue incapaz de emitir una condena al régimen del nicaragüense Daniel Ortega, que esgrimió la dudosa estrategia electoral, en todo caso hasta ahora con éxito, de encarcelar a todos los candidatos opositores capaces de presentarle batalla en las inminentes elecciones. En cambio, en la ONU, Argentina por una resolución a favor de la creación de una comisión que investigue eventuales violaciones a los derechos humanos cometidas por Israel en respuesta a los ataques del grupo guerrillero Hamas, al que el gobierno argentino ni siquiera mencionó.
No deja de ser contradictoria la posición de Fernández frente a las protestas cubanas y la reacción del gobierno de Díaz-Canel ante la inesperada rebeldía popular. Para Fernández, todo “lo deben resolver los pueblos”, pero para el heredero de Fidel Castro, su pueblo protestó manejado por y desde Estados Unidos. ¿Cómo resolver ese intríngulis populista?
Es también llamativa la defensa a ultranza que el gobierno argentino hace de regímenes que alteraron las bases de la democracia y se eternizaron en el poder: Cuba, desde 1959, el chavismo bolivariano desde finales de los 90, la dictadura nicaragüense de Ortega, desde 1984.
Si se trata de un recuerdo del futuro, estamos avisados.
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