Mientras el mundo se debate en el desafío de cuánto tiempo más nos llevará superar la Pandemia, el tsunami de hallazgos y creaciones científico tecnológicas que conlleva la Cuarta Revolución Industrial y lo que algunos expertos ya anuncian como la Quinta en plena incubación, no se detiene en desafiar estructuras, procesos y realidades que solíamos transitar. La transformación digital penetra en personas, organizaciones y Estados, desbordando los marcos bajo los que venían funcionando y presionándolos a cambiar antes que la obsolescencia y la irrelevancia los invada.
Pero más allá de nuestras actividades, esas maneras de producir, trabajar, comercializar, descansar o estudiar (entre tantas otras), lo que también se encuentra en el camino de la transformación a partir del creciente conocimiento y las nuevas tecnologías que somos capaces de generar, es la condición humana misma y sus principales aspectos o dimensiones. Sabemos que la evolución nos ha ido modificando a lo largo de la historia, en nuestra biología, capacidades, valores y aspiraciones. Y que muchos laberintos, creencias indemostrables o supersticiones sobre temas constitutivos de la humanidad, se han ido disipando a partir de los avances de la ciencia. Pero también que, como seres tan complejos que habitamos un Universo desconocido aún, son muchos los enigmas que nos desvelan y que podrían ser esclarecidos en el futuro si, como pregonaba ese gran científico humanista del Siglo XX que fue Bertrand Russell, no debiera haber misterios en la condición humana, sino sólo problemas a resolver a través del avance del conocimiento que no reconoce de límites.
El primero de esos misterios a develar tiene que ver con aquello que pueda existir en nuestra biología más allá de ese órgano fantástico del que cada día conocemos un poquito más, el cerebro. Sabemos que en sólo un kilo y medio de materia gris hay cien mil millones de células nerviosas capaces de formar medio trillón de conexiones. Sinapsis, neurotransmisores, plasticidad, todo ello forma parte ya de nuestro conocimiento acerca de esa morada tan sorprendente de la sensibilidad y el intelecto humano. Y si bien la neurociencia tiene mucha tarea por delante aún, en los próximos años quizás seamos capaces de saber con evidencias, más allá de las creencias, en qué consisten y dónde residen elementos que usualmente se denominan como conciencia, mente o alma. Hace poco, la revista Science ha definido que comprender qué es la conciencia es el segundo reto más importante de la ciencia. ¿Será este componente desconocido aún el que nos convierte en seres excepcionales, capaces de mucho más que disparar impulsos eléctricos para pensar, hacer, aprender y sentir? ¿Será aquí donde descansa un activo intangible y espiritual que nos permite saber que existimos, que venimos de un pasado, tenemos un futuro y vamos a morir? Quizás en este aspecto de la Humanidad nunca se acaben los misterios en su totalidad, pero seguro que en los próximos años sabremos mucho más al respecto.
Por otro lado, y ante el impacto global de la Pandemia, se actualiza el debate sobre otro de nuestros misterios más profundos: la naturaleza humana. Constituye un apasionado dilema si somos esencialmente buenos y llegamos al mundo con un componente moral que simplemente se activa al existir o si somos arrojados al mundo como una tabla rasa, como expresa Steven Pinker, pero con las condiciones para convertirnos en seres morales (y buenos) a partir de la educación y la cultura. El histórico contrapunto entre Hobbes y Rousseau acerca de si en nuestra naturaleza prima egoísmo o altruismo, se renueva con nuevos autores, abordajes y experimentos. ¿Es el espíritu de cooperación y la empatía lo que mejor nos define como expresa el autor holandés Rutger Bregman en su nuevo libro “Humanidad”? ¿Es la compasión que traemos dentro la que nos evita caer en la deshumanización como plantea el filósofo español José Antonio Marina? ¿Es el poliamor en sentido amplio (hacia todas las especies de la Tierra) que plantea Jorge Carrión, el sentimiento moral más propio, en plena recuperación en estos tiempos de transformación luego de décadas de desvarío? O simplemente, ¿son todas opiniones y expresiones de deseos para darnos esperanzas frente a nuestra naturaleza hostil siempre a punto de estallar? También aquí, seguramente las ciencias de la vida, la psicología del comportamiento y por qué no la filosofía despojada de sus viejas limitaciones, nos aporten conocimientos más certeros en las próximas décadas.
En cuanto a la inteligencia humana, ¿es realmente única e imposible de copiar o sólo es cuestión de tiempo para que la inteligencia artificial deje de estar confinada en dispositivos, aparatos y asistentes personales para convertirse en una verdadera inteligencia artificial general, omnipresente en nuestras vidas y comparable o incluso superior a la nuestra? Si bien todavía estamos lejos de computadoras capaces de replicar cómo piensan y sienten los humanos, los avances de los últimos años han sido significativos y es casi un consenso generalizado entre los expertos que, si no hay nada sobrenatural o místico que aún desconocemos en el cerebro humano, es sólo cuestión de tiempo que las redes neuronales digitales y otras tecnologías afines converjan en esa inteligencia artificial general tan temida. Más aún, si como expresa Santiago Billinkis, quizás el camino más probable no sea emular el cerebro humano, sino más bien dejar que las redes neuronales digitales sigan el camino más óptimo para lograr una inteligencia general tan robusta y flexible como la humana, de la misma manera que por ejemplo los aviones llegaron a ser la solución tecnológica para volar sin copiar la anatomía funcional de las aves. Pronto (¿próxima década?) lo sabremos.
Gran parte del orden mental y social que aún modela nuestras vidas tiene que ver con las categorías de tiempo y espacio, inalterables en su esencia a pesar de la cultura del cambio, la expansión de incertidumbre, la velocidad en que transcurren nuestros días, la renovada carrera espacial y las fases avanzadas de globalización que transitamos. Pero hace décadas que una dimensión del universo y la existencia anuncia misterios y secretos que esperan por respuestas más certeras de parte de la física cuántica, apuntalada cada vez más por los avances de la computación cuántica. Hemos sido capaces de adaptarnos desde aquel mundo antiguo y estable, donde el orden emanaba de los designios divinos (Dios), a aquel donde todas las expectativas estaban puestas en nuestra capacidad racional para acceder a la verdad objetiva de las cosas, al mundo moderno de las múltiples interpretaciones de la realidad que podemos tener las personas. Mientras lidiamos con el fenómeno de la posverdad y sus riesgos asociados, debemos preguntarnos qué pasaría en nuestro orden si algún día la capacidad computacional saca a la física cuántica de la teoría y los experimentos en pequeña escala, y comienza a demostrar que es factible trascender las barreras del tiempo y el espacio. Las últimas investigaciones del experto argentino Juan Maldacena en Princeton prueban que desde el punto de vista de la física teórica es posible generar la energía negativa necesaria para atravesar el tiempo y el espacio. Para este enorme misterio quizás debamos esperar varias décadas más, asomando al próximo siglo.
Finalmente, el diseño humano a través de la edición genética y las aplicaciones tecnológicas conectadas a nuestro cuerpo y mente configuran ese mundo afín a la ficción pero con crecientes capítulos de realidad conocido como transhumanismo. Sin lugar a dudas, el multifacético cruce entre biología humana y nuevas tecnologías augura un tiempo de enormes innovaciones y decisivos dilemas éticos en los próximos años. ¿Será la humanidad aumentada (y mejorada, tal vez) por los dispositivos tecnológicos una plataforma de soluciones y bienestar frente a las limitaciones y padecimientos que aún tenemos como especie? ¿O será el principio del fin, ese umbral donde las cosas se tornan incontrolables y la humanidad ya no es una categoría homogénea (en la diversidad), sino una cobertura capaz de contener a distintas combinaciones de biología y tecnología, con sus respectivas identidades y derechos? Tecnologías de edición genética como Crispr, dispositivos de conexión y estimulación cerebral como Neuralink o prototipos de Cyborgs como el británico Neil Harbisson (primer hombre reconocido como tal al tener una antena conectada a la cabeza que le permite resolver una patología congénita de visión), hace un tiempo que están entre nosotros. El gran misterio que sin dudas se develará en las próximas décadas es si la ubicuidad de estas tecnologías compatibles y conectadas con nuestra biología nos hará a todos un poco cyborgs, abriendo la era de lo que el joven divulgador John Cwaik llama el “homo tech”.
Estos y otros misterios de la condición y existencia humana están en vías de resolución. Auspiciadas por miedos, mandatos religiosos o excesivas regulaciones, serán estériles las iniciativas para bloquear este proceso. Avanzar en esta línea, ¿Nos hará mejores para construir bienestar individual y empujar el progreso colectivo? ¿Serán la fuente para hackear siglos de lenta evolución humana hacia una nueva y superadora especie? ¿Será acertado el pronóstico del científico de Harvard, Juan Enriquez, sobre la proximidad del “homo evolutis” capaz de apropiarse de las riendas de su propia evolución? Es el momento de apostar en serio por ello, sabiendo que somos capaces de construir una combinación virtuosa a escala planetaria entre innovación, protocolos éticos y regulación pública inteligente. Sólo desde allí estos misterios develados podrán conducir a una Humanidad mejor.
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