El denominador común en las distintas escuelas bioéticas radica en intentar dirimir las problemáticas mediante principios que salvaguarden aquello que cada una considera preciso de proteger y garantizar. Particularmente en la ya extendida bioética principista, desde el informe Belmont y a través de la clásica obra de Beauchamp y Childress, su propuesta es resolver normativamente las decisiones bajo cuatro principios: no maleficencia, beneficencia, autonomía y justicia. Y donde el primero y el tercero son considerados más relevantes para la clínica. Por ello, quienes propugnan la eutanasia o suicidio asistido, se fundan principalmente bajo el principio de autonomía, entendido como la autodeterminación o libertad de acción por motivación propia, sin estar sometida a coacción ni restricción de terceros. En este sentido, aquel acto tanático es uno autónomo movilizado por diversos factores pero principalmente cuando el paciente o terceros deciden que frente al dominio patológico, frecuentemente terminal e irreversible, el estado o sufrimiento del paciente no es aceptado considerándose indigno, demandando una acción directa para terminar su vida. En otras palabras, aquel acto tanático profesionalizado es concebido como libertad y un bien solidario para el paciente y sus familiares, sin soslayar el ahorro en costos y cargas de los cuidados paliativos.
Pero esta argumentación, fundada en la autonomía y la idea que la pérdida de las capacidades o el sufrimiento por patologías socavan la dignidad de la persona humana, subvierte las propias definiciones sobre las cuales pretende fundarse. La dignidad de la persona en lugar de ser inherente, ahora se la identificaría con la calidad de vida, condicionada hedonística o estéticamente por su operatividad, salud o apariencia. Luego, al decaer estas, también la dignidad. Pero en verdad es la dignidad la que impulsa a buscar la mejor calidad de vida posible, y no la calidad como patrón para establecer la dignidad del sujeto. Un moribundo, inconsciente o sufriente y con sus capacidad gravemente comprometidas, nunca pierde su condición de persona y por tanto tampoco su dignidad demandado un trato acorde, impidiendo tanto la eugenesia como la eutanasia. Esta hiperatrofiada autonomía considerada por Marcuse como la esencia constitutiva de la existencia humana, al escindirse de la dignidad, convierte al acto tanático en uno veterinario, dado que pierde la exigencia previa de respetar aquello inherente a la persona. Más, invocar la autonomía para justificar la muerte voluntaria de un paciente, como indica Kass, viola el significado esencial de la medicina, ya que tratar el sufrimiento eliminando al que sufre, es un contrasentido de la acción médica paliativa. Al médico no le compete atender la solicitud de muerte del paciente, sino la de asistirlo mitigando el sufrimiento mediante cuidados paliativos. Y como se comprueba frecuentemente, aliviar el sufrimiento neutraliza la solicitud de muerte.
Fuera de la actual primacía de la cultura emotivista, supliendo las argumentaciones por ejemplos siempre extremos y minoritarios pero de gran impacto sentimental; a la hora de justificar racionalmente la moral, para Kant, el mayor eticista de la laicidad moderna, la dignidad de la persona radica en ser un fin en sí mismo, nunca un medio, y cuya libertad no es la indeterminación de su voluntad o arbitrio sino la posibilidad de actuar conforme al deber, a la ley moral. Luego, resulta falaz el deber de respetar y cumplir toda voluntad de quien no desee continuar viviendo, aun cuando no entraña ningún daño a otro y sin que esté obligado a ello. Porque implica la negación de los otros principios, el de beneficencia, el de no maleficencia y también el de justicia, dado que en lugar de garantizar el acceso universal a los cuidados paliativos, se pretende posibilitar el acabar con los pacientes en lugar de atenderlos conforme a su inherente dignidad humana.
Por ello, aquí se deroga la dignidad de la persona y se repudia la vida cuando su balance es negativo. En otras palabras, aún para la bioética principista, sus principios como marco referencial para la toma de decisiones son motivados por una subyacente demanda de respeto a la dignidad de la persona. Tal como indican R. Andorno y J. Ballesteros, la promoción de la autonomía es porque se considera al humano como sujeto, no como objeto, y ello es por su intrínseca dignidad. La misma Declaración Universal de DDHH, establece que el principio biojurídico de la libertad, justicia y paz tienen como base la dignidad inalienable y sin gradación alguna de la persona, y no al revés. Sin el presupuesto de la dignidad, la autonomía o libertad deviene en mera irrestricción animal desiderativa.
Luego, si la autonomía se adquiere y la justicia, beneficencia y no maleficencia son predicados morales sobre intenciones conductivas, todos ellos deben ordenarse a la dignidad como su fundamento y razón de ser. De lo contrario, como demuestra R. German, toda petición autónoma del paciente o tercero, impropia o no, deberá ser cumplida obligatoriamente por el personal de salud. Por eso el error consiste en justificar el acto autónomo por sí mismo, autorizando en este caso la eutanasia por el simple hecho de ser voluntario, privado y sin daño a terceros. Y aquí Serrano Ruiz demuestra que es por el mismo deber del Estado en proteger a las personas más vulnerables, que se limita toda decisión contra su propia dignidad aun cuando sea autónoma. De lo contrario, no se tomarían medidas para impedir que voluntariamente los ciudadanos se vendan como esclavos o comercien con sus propios órganos, o que contraigan adicciones así como disminuir la tasa del suicidio adolescente. Y en ninguna de estas situaciones, ni el Estado ni la sociedad plantean estar contrariando la autonomía individual. En palabras de Levinas, la dignidad humana vale por sí misma y no por lo que uno subjetivamente piensa, única forma de evitar su instrumentación y degradación. Nadie cuestiona la importancia de respetar las motivaciones e intereses de los pacientes, pero el límite es su absolutismo desechando su incompatibilidad con los demás principios, convirtiéndose en abusiva e ilícita, a decir de B. Russell, la esquizofrenia del hombre moderno.
Luego y desde la propia bioética principista, se evita el suicidio asistido así como también el ensañamiento terapéutico, manteniendo el equilibrio entre sus propios principios distinguiendo, como afirma D. Gracia, dos niveles éticos. Uno de mínima y exigible por ley, conformado por la no maleficencia y la justicia; y otro de máxima dependiendo de las particulares escalas de valores, constituido por la autonomía y beneficencia vinculante moral e internamente para cada sujeto. El equilibrio radica en mantener estos dos niveles dado que negando el nivel de máxima y convirtiendo todo en obligaciones perfectas, devendría en paternalismo o totalitarismo. Y el extremo opuesto, negando la existencia del nivel de mínima, todo se torna en un relativismo subjetivo, deviniendo en anarquismo individualista.
Bajo este equilibrio y respetando todos los principios de la misma bioética principista, lejos de acelerar el proceso tanático, la solución radica en no obstaculizar o desobstruir aquello que impide una inminente y apremiante muerte del paciente, cuando todo posible proceder e instrumentación médica conforma sólo la prolongación de un irreversible proceso agónico, sufriente y tortuoso, manteniendo artificialmente algunas funciones orgánicas. Este proceder incluye el rechazo de tratamientos no vitales aún no implementados o de los no vitales ya implementados. De esta forma se exime tanto al paciente, personal de salud y terceros, de suicidio, homicidio y responsabilidad moral respectivamente.
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