A 50 años del viaje secreto de Kissinger a China: la trama oculta de una política revolucionaria

El 9 de julio de 1971, el asesor de Seguridad Nacional del gobierno de Nixon aterrizó en Beijing. Las consecuencias de ese encuentro se proyectan hasta nuestros días

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Hanry Kissinger en China
Hanry Kissinger en China

Corría el mes de julio de 1971, hace exactamente cinco décadas, cuando Henry Kissinger, en su capacidad de asesor de Seguridad Nacional, viajó secretamente a China. El desplazamiento del hombre más influyente de la Administración Nixon abriría las puertas a una política revolucionaria cuyas consecuencias se proyectan hasta nuestros días.

Pero el viaje de un miembro del gobierno norteamericano a la República Popular a comienzos de los años setenta requería una preparación muy sofisticada. Washington no reconocía al gobierno de Mao Tse Tung como el legítimo titular del poder en China al tiempo que estaba comprometido con el régimen de Chiang Kai-Chek en Taiwán.

Una política realista introduciría modificaciones fundamentales. Antes de ser elegido Presidente, Richard Nixon había escrito un ensayo titulado “Asia After Vietnam” -publicado en la edición de otoño de 1967 de Foreign Affairs- anticipando que “en el largo plazo sencillamente no podemos permitirnos dejar para siempre a China fuera de la familia de naciones, para que alimente sus fantasías, agudice sus odios y amenace a sus vecinos. En este pequeño planeta, no hay lugar para que los mil millones de habitantes del pueblo potencialmente más capaz vivan en airado aislamiento”. Admirador del sistema de balance de poder, Nixon había repetido su argumento central sobre el beneficio que los Estados Unidos y el mundo obtendrían atrayendo a China. Una convicción a la que había arribado en virtud de la importancia objetiva de un país de la escala de la República Popular. Al tiempo que veía en China una forma de contrabalancear el poder de la entonces ascendente Unión Soviética.

Al otro lado del mundo, a similares conclusiones había arribado el líder de la República Popular. Según relató su médico Li Zhisui en su obra “The Private Life of Chairman Mao” (1994), el “Gran Timonel” le confió que buscaría acercarse a los Estados Unidos. Convencido de que el enemigo principal de China no eran los Estados Unidos sino la Unión Soviética y que la mayor amenaza a la seguridad de Beijing no provenía de Washington sino de Moscú, Mao le hizo una inquietante confesión. Explicó que a diferencia de los soviéticos, los norteamericanos nunca habían apetecido partes del territorio chino. Incluso aventuró que dado que Nixon era “un derechista de larga data” y “el líder de los anticomunistas”, negociar con él podía ser muy provechoso. Mao graficó: “Me gustan los derechistas. Dicen lo que piensan. No como los izquierdistas, que dicen una cosa y piensan otra”.

Kissinger lo explicó así: “Después de someter a su inmenso país a la borrachera ideológica y a la terrible sangría de la Revolución Cultural, Mao se encontraba entonces en situación de dar cierto sentido práctico a la política exterior china”.

Acaso el acercamiento entre los Estados Unidos y China era una idea a la que le había llegado su hora. Una serie de incidentes en la frontera entre China y la Unión Soviética contribuyeron a generar la oportunidad. En 1969, escaramuzas entre fuerzas chinas y soviéticas en el río Ussuri convirtieron al cisma sino-soviético, insinuado desde hacía por lo menos una década, en una realidad.

Dos años antes, durante la cumbre de Glassboro, el premier soviético Alexei Kosygin le había confiado al entonces Presidente Lyndon B. Johnson que en el Kremlin reinaba una “creciente inquietud” por la política “aventurera” de Mao, que se convertiría en una fuente de preocupaciones crecientes para los soviéticos en las décadas siguientes. Kosygin explicó que Mao y los chinos “eran gente muy peligrosa”. Una convicción que se había reforzado pocos años antes cuando China había completado su programa nuclear. En 1962, además, había protagonizado una guerra con India, un aliado de Moscú.

Casi inmediatamente después de desembarcar en la Casa Blanca, la Administración Nixon comenzó a enviar señales de estar dispuesta a conversar con los líderes chinos. En enero de 1970, el embajador norteamericano en Polonia Walter Stoessel mantuvo un informal encuentro con su par Lei Yang, charge d´affaires de la República Popular. Encuentros como éste habían tenido lugar anteriormente, esporádicamente, en diferentes países. Consistían en la lectura de comunicados que no lograban destrabar las enojosas disputas que separaban a ambas potencias. El irritante asunto de Taiwán lo impedía una y otra vez. Pero esta vez Stoessel recibió instrucciones de Washington de leer un mensaje en que se transmitirían las intenciones de la nueva Administración. Asegurando que “los Estados Unidos no perseguía el objetivo de unirse en ningún condominio con la Unión Soviética en contra de China” adelantaría que Washington “estaba dispuesto” a “considerar” enviar a un representante. El delegado chino, sorprendentemente, leyó un comunicado que, en lo esencial, contenía un mensaje similar. Un primer paso había sido dado.

El 1 de octubre de ese año, en lo que pareció ser un estudiado mensaje, Mao y su premier Chou En-Lai buscaron enviar una señal a los norteamericanos. La oportunidad la brindó el acto de celebración de la fundación de la República Popular. El líder eligió posar junto al escritor Edward Snow en Tiananmen y ser fotografiado durante el desfile con el que se conmemoraba su día nacional. Kissinger señaló tiempo después: “Era un acto sin precedentes; ningún norteamericano había sido así honrado. El inescrutable presidente estaba tratando de decir algo”. En definitiva, “tal como dijo más tarde Snow, nada de lo que los dirigentes chinos hacen en público está desprovisto de un propósito”. Cuatro días más tarde, en una entrevista en Time, Nixon reconoció que “si hay algo que me gustaría hacer antes de morir, es ir a China”. No obstante, la fotografía de Mao junto a Snow recién sería publicada en la portada del People´s Daily el 25 de diciembre. Los chinos tenían sus tiempos.

La Casa Blanca exploró otros caminos. El vigesimoquinto aniversario de las Naciones Unidas atrajo numerosos jefes de Estado a los Estados Unidos. Nixon pidió a su par pakistaní Yahya Khan -quien pronto viajaría a Beijing- transmitir a los jerarcas chinos que Washington consideraba un acercamiento con China como “esencial”. Días después, la visita de Estado que el presidente de Rumania Nicolae Ceaucescu realizó a Washington brindaría una nueva oportunidad. En una entrevista en Blair House, Kissinger confió al dictador rumano que el gobierno norteamericano buscaba abrir comunicaciones con Beijing y le pidió “pasar el mensaje”. Para entonces Ceaucescu mantenía distantes relaciones con el Kremlin. Un extremo que en 1968 había convertido a Rumania en el único miembro del Pacto de Varsovia que no adhirió a la violenta represión que puso fin a la “Primavera de Praga”, en lo que constituyó un abierto desafío a la llamada “Doctrina Brezhnev” de soberanía limitada de los países satélites de la URSS.

Otro canal fue habilitado, en la capital francesa, a través del legendario general Vernon Walters. En tanto, en abril de 1971, el People´s Daily publicó la entrevista en la que Mao le adelantó a Snow que su gobierno estaba dispuesto a “dar la bienvenida” a Nixon ya sea que quisiera viajar en su calidad de Jefe de Estado o de simple turista. Pero entonces un hecho aparentemente insignificante estaba a punto de tener lugar: un equipo de Ping Pong norteamericano fue invitado a visitar China llegando a ser recibidos por Chou en el Great Hall of People. La inocente invitación para participar en una competencia deportiva abriría las puertas a nuevos desarrollos. La heterodoxa herramienta de la Ping Pong Diplomacy aceleraría el deshielo en las relaciones entre Washington y Beijing.

Una invitación formal para que un enviado norteamericano visitara Beijing fue transmitida por el premier Chou en la tercera semana de abril, a través de Pakistán. Al recibir el mensaje, Kissinger corrió presuroso a informar a Nixon. El jefe de la Casa Blanca estaba en medio de una recepción de agasajo al presidente de Nicaragua Anastasio “Tachito” Somoza Debayle, pero Kissinger le pidió que saliera del salón por unos momentos. La noticia que tanto habían esperado había llegado finalmente. “Esta comunicación es la más importante que hemos recibido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial”, celebró.

Nixon debía ahora seleccionar a quién sería su enviado especial, en un viaje que debía mantenerse en secreto. Previsiblemente, el secretario de Estado William Rogers estaba descartado. Nixon estaba determinado a que el mundo supiera que la apertura a China era “su política” y no la del Departamento de Estado. Kissinger sería enviado después de que se descartara al gobernador de Nueva York Nelson Rockefeller, al embajador en Francia David Bruce y su par en las Naciones Unidas George H. W. Bush. En un episodio paradojal, el nombre de éste último fue suprimido por no considerárselo suficientemente “firme” como para negociar ante los chinos, cuando años después sería nombrado representante en Beijing y una década después llegaría nada menos que a la Presidencia de los EEUU.

Kissinger preparó su viaje detallada y cautelosamente en las semanas que siguieron. Uniendo lo útil con lo placentero, durante algunos días se encerró en la sofisticada localidad de Palm Springs para profundizar sus conocimientos sobre filosofía, arte y cultura china. Pero las cuestiones operativas resultaban acaso más urgentes. Cómo viajar a China sin ser detectado constituía el mayor desafío para el movedizo asesor de Seguridad Nacional. Fue entonces cuando un cable secreto fue enviado al embajador en Pakistán, Joseph Farland, en el que se le comunicaba que “debido a razones muy especiales, conocidas sólo por el Presidente y yo” se le instruía a “encontrar algún pretexto personal para poder hacer un viaje a los Estados Unidos para conferenciar conmigo”. Al tiempo que se le recordaba que “nuestra reunión deberá quedar completamente en secreto”.

Intrigado ante semejante convocatoria, el embajador Farland voló hasta Palm Springs, vía Los Ángeles. Durante horas, en el hirviente desierto californiano, planificarían meticulosamente los pormenores del viaje. Kissinger recordó en sus Memorias que la suerte había intervenido cuando el destino quiso que en esos momentos el embajador en Pakistán no fuera un miembro del Servicio Exterior. Explicó que un diplomático tradicional hubiera informado a sus superiores del Departamento de Estado antes de realizar ese traslado, situación que hubiera podido dejar expuesta toda la operación.

Kissinger le informó a Farland que, en el marco de una extensa gira, aprovecharía su escala en Pakistán para deslizarse dentro del territorio chino y llegar a Beijing. Desde luego, para evitar filtraciones, no llevaría periodistas en su avión. Kissinger llegaría a Islamabad un viernes por la mañana, donde se sometería a una larga serie de entrevistas planificadas por Farland para luego aceptar una oportuna “invitación” del presidente Yahya para pasar el fin de semana en algún lugar de descanso en las afueras de la ciudad. Esa inocente excusa le permitiría desaparecer de la vista de todos durante 48 horas, el tiempo que necesitaba para viajar a Beijing.

Acompañado por su colaborador Winston Lord -quien años más tarde sería embajador en China y subsecretario de Estado- Kissinger despegó el día 1 desde la base Andrews. “Aquel día, yo y mis acompañantes nos introduciríamos en un abarrotado e incómodo avión para el viaje más trascendental de nuestras vidas”, recordó. En los días que siguieron, recorrió Saigón, Bangkok y Nueva Delhi, para luego llegar a Islamabad. Allí, cumpliendo a pie juntillas el plan trazado, simuló fuertes dolores de estómago. El gobierno anfitrión le ofrecería pasar el fin de semana en la residencia presidencial de Nathiagali, en las montañas. La coartada sería la excusa para evadirse y volar a Beijing sin ser descubierto. Convenientemente, el eficiente embajador Farland había despachado de vacaciones al personal de la Embajada en Islamabad, a los efectos de alejar riesgos. Kissinger reflexionó más tarde: “Casi con seguridad era la primera vez en la larga y distinguida historia del Servicio Exterior que un embajador se enorgullecía de tener a toda su gente clave fuera de la ciudad durante la visita de un enviado del Presidente”.

Rogers, mientras tanto, permanecía en la ignorancia. El secretario de Estado recién fue informado del viaje el jueves 8, mientras Kissinger estaba reunido con Yahya. Nixon recurrió a una mentira piadosa. Le aseguró que la invitación de los chinos recién había sido formulada estando Kissinger en Pakistán.

Al tanto de los planes secretos del enviado norteamericano, el presidente pakistaní facilitó todos los recursos a su disposición. En la madrugada del viernes 9, Kissinger fue conducido en vehículos militares al aeropuerto de Chaklala. Un Boeing 707 de Pakistan International Airlines (PIA) lo transportó hasta la capital china, mientras que el avión norteamericano que lo había traído quedó visiblemente estacionado en el sector militar del aeropuerto para disimular. Cinco horas más tarde, Kissinger aterrizó en Beijing.

El primer encuentro con Chou tuvo lugar en una casa de huéspedes ofrecida por las autoridades chinas. Kissinger recordó que quedó impactado por la serenidad y la capacidad de su interlocutor, quien acumulaba una experiencia inigualable de veintidós años como premier debajo de Mao. “No he conocido otro líder -con la excepción de De Gaulle- que tuviera una comprensión semejante de los acontecimientos mundiales”, recordó.

Al día siguiente, las reuniones se trasladaron a la Ciudad Prohibida y al Great Hall of People, uno de los dos monumentales edificios construidos en 1959 frente a la Plaza de Tiananmen para conmemorar el décimo aniversario de la fundación de la República Popular. Allí, Chou expresó su visión del mundo. Aseveró que Taiwán era parte de China y que las grandes potencias “conspiraban” contra su país. Chou no sólo mencionó a los EEUU y la URSS, sino también al “militarista” Japón y la “agresiva” India.

Pero Chou compartía plenamente la necesidad de un acercamiento. Una comunidad de intereses enlazaba a China con los Estados Unidos. “Nunca me imaginé que encontraría a un grupo de interlocutores más receptivo al estilo diplomático de Nixon que los gobernantes chinos”, relató Kissinger en sus Memorias. Manifestó que “mientras China tuviera más que temer de la Unión Soviética que de los Estados Unidos, su propio interés lo obligaría a cooperar con los Estados Unidos. En definitiva, Kissinger explicaría que “la posición de los Estados Unidos para negociar sería más fuerte cuanto más cerca estuvieran de ambos gigantes comunistas que lo que uno de ellos estuviera del otro”.

Kissinger regresó a Pakistán, donde agradeció las gestiones de Yahya -quien poco después fue derrocado- y abordó su propio avión para regresar a los EEUU. Para disimular, haría escalas en Teherán y en París. Mientras tanto, Nixon esperaba impaciente en su residencia de San Clemente (California) la llegada de Kissinger. El mundo se enteraría un día después. Más precisamente cuando, desde los estudios de la NBC en Los Ángeles, el Presidente hizo el anuncio que sorprendió al mundo. Informó que había enviado a su principal asesor a China y que había aceptado una invitación para viajar a Beijing, una visita que concretaría la última semana de febrero de 1972.

“The Week that Changed the World”, titularían los grandes diarios del mundo.

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