Hoy recordamos el 9 de julio de 1816 como la jornada en la que plasmamos nuestra decisión de ser libres e independientes. Esa expresión de voluntad necesitó ser refrendada a lo largo de 200 años de historia. Hoy nos toca a nosotros dar continuidad a esa vocación de ser un pueblo emancipado y soberano.
Hoy, como en 1816, tenemos por delante un abanico enorme de posibilidades y de futuros probables. La coyuntura, como en 1816, encierra acechanzas y peligros que dificultan nuestro margen de maniobra, pero que en forma alguna tornan inevitable que las cosas se sucedan en única dirección. Hoy, como en 1816, somos nosotros los dueños de qué hacer con nosotros mismos.
Esta fecha resulta propicia para desgranar algunas reflexiones. El dato distintivo de nuestro país es la enorme crisis dirigencial que genera un estado de confusión en relación a cada tema del quehacer público.
Buena parte de nuestros dirigentes evidencian conductas fluctuantes, inestables y sinuosas que se traducen en un ir y venir constante. Las ideas duran lo que un suspiro porque no hay convicciones firmas que las respalden. Lo que se dice hoy difiere de lo que se dijo ayer y de lo que se dirá mañana.
Cuando no hay un horizonte de valores compartidos se impone el individualismo más burdo, y la política se convierte en un juego de especulaciones cortoplacistas dirigidas a la obtención de beneficios facciosos. Este comportamiento explica la ruptura del pacto de convivencia democrática, lo que da lugar al agravio, la injuria y la práctica de denunciar cualquier cosa. Las ideas pierden densidad y se vuelven provisorias, porque se transforman en un bien transable en el escenario del mercado electoral.
La mercantilización de las relaciones sociales llegó hace rato a la política, que se convirtió en buena medida en un juego de oferta y demanda regido por la búsqueda del beneficio personal y de corto plazo. No importan las ideas ni las convicciones sino la tajada individual. No pretendo generalizar, pero esta es la realidad dominante de nuestra dirigencia. La grieta, concepto tantas veces invocado, representa y sintetiza la falta de compromiso de la dirigencia con objetivos comunes y compartidos de realización colectiva.
No hay horizonte claro porque no hay liderazgos que nos dirijan en una dirección definida. Andamos a la deriva porque la dirigencia quedó atrapada en discusiones menores, absurdas la mayoría de las veces, referidas a intereses propios y no al interés de la Nación en su conjunto. La dirigencia no dirige, los liderazgos no lideran y la ciudadanía anda a la deriva a la espera de poner fin a la tanta desintegración, anomia y desesperanza.
Esta es acaso la gran diferencia respecto de nuestros próceres. Es cierto que la historia de nuestra independencia tuvo sus claroscuros. En el Congreso de Tucumán se reunieron republicanos y monárquicos, hombres decididos a brindar un respaldo decisivo a la gesta sanmartiniana en pleno proceso de organización y otros que transmitían dudas respecto de las posibilidades de éxito de dicha empresa. Pero había algo que trascendía esas diferencias y era la existencia de acuerdos mínimos, elementales, que hicieron posible que nos constituyéramos como un pueblo libre y soberano.
Recuperar el sentido de Nación requiere un acto de grandeza, generosidad y desprendimiento por parte de la dirigencia. La dirigencia argentina, desde 1983, supo anudar consensos alrededor de un puñado de temas que se erigieron en políticas de estado: la defensa de la democracia y el respeto a los derechos humanos. Pero no hay mucho más. Allí se agotó la generosidad dirigencial y las diferencias o matices se convirtieron en un abismo existencial que nos hace parecer enemigos antes que adversarios.
Todos conocemos las respuestas a buena parte de nuestros problemas, pero no podemos avanzar en la resolución de los mismos porque la política se vació de valores y de ideas para convertirse en un simple juego de disputa por porciones de un poder institucional cada vez más débil en su capacidad de transformar.
Vivimos en un país que tiene casi un 50% de pobreza. Ello supone la consagración de una desigualdad intolerable que disuelve y fulmina los lazos de sociabilidad, poniendo en jaque las condiciones de posibilidad de una convivencia armónica. La pobreza, en definitiva, corroe la paz social porque lleva en sus entrañas la semilla de enfrentamientos estériles entre quienes debiéramos estar hermanados por un destino de integración para todos, y no atravesados por una lucha descomedida para ver quien queda adentro o afuera del sistema de producción y consumo.
La ilusión de construir burbujas de bienestar que nos prodiguen educación, salud, seguridad y paz social resulta una proyección del pensamiento mágico: no es posible la realización individual en una sociedad que se desintegra. No soy ni pretendo ser alarmista sino tan solo señalar con firmeza que la deriva del país nos lleva a un lugar de mucho dolor social, consolidando situaciones estructurales que pueden llevar demasiados años para ser revertidas.
La Argentina de hoy necesita que asumamos con claridad algunos objetivos comunes, que deben ser objetivos compartidos con carácter de políticas de estado y no meras intenciones de tal o cual partido. A tal fin considero la necesidad de reflexionar sobre las siguientes cuestiones:
Debemos comenzar por el principio y señalar la necesidad de terminar con las falsas antinomias. Hace tiempo ya que no logramos ponernos de acuerdo en absolutamente nada, ni tan siquiera en temas menores. La práctica reiterada de ideologizar cada tema de la agenda pública está desquiciando la convivencia de todos los días, impidiendo que construyamos acuerdos estructurales y de largo plazo referidos al modelo de desarrollo, la planificación territorial, el estímulo a las cadenas de valor o el sistema educativo que necesitamos para el siglo XXI.
No hay grupo social, pequeño o grande, que no esté atravesado por distintos tipos de conflictos. De algún modo la conflictividad es la fuerza dinamizadora de la historia. Pero en Argentina hemos exagerado y hecho una parodia de esta idea, generando divisiones artificiales e innecesarias que están provocando un enorme daño al arrastrarnos al barro de los agravios permanentes.
No postulo que nos hagamos los zonzos ante la diversidad de intereses muchas veces contrapuestos entre los distintos grupos y sectores sociales. Simplemente postulo la necesidad imperiosa de procesar estas cuestiones de otro modo, no perdiendo de vista que estamos todos en el mismo barco. Las diferencias no deben ser el comienzo de querellas interminables que deriven en odios inveterados. La diferencias necesitan ser procesadas y resueltas construyendo puentes de entendimiento que alumbren nuevos consensos. Necesitamos que el barco llamado Argentina llegue a destino y no andar tirando gente por la borda para seguir siempre a la deriva.
Las falsas antinomias generan falsas divisiones, generando heridas que lastiman al cuerpo social y que debilitan el sentimiento de pertenencia a una misma comunidad de destino. Debemos construir una síntesis de las tantas contradicciones que nos atraviesan, y que esa síntesis sea el punto de partida para acometer juntos el abordaje de los desafíos aún pendientes. La no resolución de este problema hará imposible el abordaje de otras cuestiones, por eso es que resulta primordial reafirmar la voluntad de poner fin a tantas disensiones y enfrentamientos fútiles para luego sí asumir el compromiso colectivo de salir juntos del estancamiento y atraso que nos aqueja e involucra a todos por igual.
Necesitamos afirmar la voluntad de construir un capitalismo productivo nacional. El capitalismo es la forma de organización económica que permite producir riqueza, crecer, generar trabajo y construir bienestar. Necesita de un sector privado que invierta, que asuma riesgos, que se erija como actor dinamizador de la actividad económica. Y todo ello requiere la presencia de un Estado que genere las políticas públicas que hagan posible un horizonte de negocios razonable para todos, como asimismo que se asuma como árbitro componedor de eventuales asimetrías y desigualdades.
No hay Nación sin producción ni generación de cadenas de valor. El conocimiento ha derivado hacia el desarrollo de nuevas capacidades, hacia la robótica, la nanotecnología, la inteligencia artificial, la biotecnología y tantas renovadas manifestaciones del quehacer humano.
No queremos quedar rezagados del tren de la modernidad. El Estado necesita trabajar las 24 hs. para encontrar nichos productivos, diversificar mercados de exportación, destrabar las dificultades construidas por una burocracia kafkiana y fundamentalmente para dar respuesta a los requerimientos de los empresarios con vocación de invertir y producir en nuestro país.
Reconstruir las bases de un capitalismo competitivo, con un sesgo decididamente industrialista, capaz de generar trabajo e incorporar al consumo a quienes hoy apenas viven de los planes de asistencia social: ese es el horizonte que nos proponemos como objetivo estratégico de desarrollo nacional.
Tenemos que recuperar la moneda como lazo social de pertenencia a una misma comunidad. La inflación es el nombre de un fracaso: la desvalorización de la moneda propia porque la misma se vuelve insustancial por falta de respaldo y confianza.
Hay una verdad incontrastable: no hay Nación con una inflación del 50% que se prolonga a lo largo de los años. Las aventuras dolarizadoras no tardarán en aparecer en escena, como tampoco la compulsión a buscar refugio en otros activos mediante mecanismos de fuga del sistema financiero. Y no hablo solo de los grandes jugadores: cuando la inflación se consolida, hasta el pequeño trabajador piensa en proteger sus magros ingresos corriendo al dólar. No es posible hablar de un solo proyecto de inversión con estos índices inflacionarios. La estabilización de nuestro signo monetario como meta de mediano alcance es un requisito ineludible para pensar en una economía dinámica y vigorosa. No alcanza con las buenas intenciones sino que se requiere de un proyecto global que nos haga salir de la política del parche permanente.
Recuperar el trabajo como valor fundante de nuestra vida en común es otro de los objetivos. Los planes de asistencia social son necesarios para atemperar situaciones de dolor social que requieren la intervención decidida del Estado. Pero no pueden volverse eternos, porque eso supone cubrir con limosna el fracaso del Estado en la generación de un proceso virtuoso de desarrollo y trabajo. El trabajo está vinculado a la puesta en marcha de un proceso de agregación de valor a lo que producimos, para salir del lugar de proveedor de materia prima bruta. Políticas de estímulo impositivo, inversión en infraestructura y un Estado aliado que vigorice la dinámica mercadointernista y que diversifique mercados en el orden externo. Esos son pilares insustituibles de una política que impulse al trabajo como eje estructurador de la vida en sociedad. La mirada industrializadora a la usanza del siglo XX resulta si no obsoleta, al menos insuficiente para dar cuenta de las renovadas posibilidades del trabajo intelectual y de las ciencias aplicadas. Un Estado pujante e inteligente que caracterice correctamente el mundo en que vivimos es condición ineludible para recuperar la cultura del trabajo.
Modernizar los mecanismos de contralor impositivo para combatir la evasión y luego sí poder avanzar en una reducción de impuestos y tributos: la Argentina necesita combatir decididamente la evasión para hacer efectivo el principio de igualdad ante la ley. Es inadmisible que unos cumplan con sus obligaciones tributarias y otros no lo hagan, porque se generan situaciones de inequidad y una distorsión inadmisible de las reglas de juego. El mecanismo remanido de aumentar impuestos para achicar déficits se vuelve agobiante, mucho más cuando se verifican conductas discordantes entre quienes sí cumplen la ley y quienes la eluden sistemáticamente. Un país más justo necesita que todos cumplan por igual, y sin duda eso permitirá aligerar la carga impositiva.
Debemos asimismo definir un horizonte exportador para superar el cuello de botella de las restricciones externas: la Argentina tiene todo para consolidar un claro perfil exportador que genere trabajo en el orden interno y que a su vez provea las divisas necesarias para equilibrar los déficits de cuenta corriente. Las exportaciones requieren una política de planificación y de un Estado que ayude y estimule a una diversidad de sectores productivos con capacidad de colocar sus productos en el mundo. Infraestructura, fletes más baratos, disponibilidad de crédito y una diplomacia activa en el compromiso de abrir nuevos mercados deben ser algunos de los ítems vinculados a esta necesidad de robustecer el sesgo exportador del país.
Nada de lo dicho es posible sin la existencia de un plan estratégico de gobierno. Creo en la planificación estratégica, en las políticas pensadas a largo plazo. El cortoplacismo solo produce flores de un día que luego se marchitan. Recuerdo los planes quinquenales: eso era pensar un país a futuro. Esto no tiene nada que ver con ninguna cuestión ideológica de derecha o de izquierda. Planifica China, planifica Rusia, planifica EEUU, planifica la Unión Europea. Planifican a futuro los países exitosos para tener claridad de objetivos y así ordenar sus recursos racionalmente sin dilapidar energías en idas y vueltas innecesarias.
Transformar y modernizar el sistema educativo: la distorsión entre lo que sucede en las aulas y el mundo que nos espera afuera es cada vez mayor. Resulta impostergable una fuerte transformación del sistema educativo para vincularlo a los desafíos que asumamos como nación. Hay que volver a tener al menos una escuela técnica por ciudad, para formar técnicos con capacidad de vincularse al mundo de la producción y del trabajo. Necesitamos asimismo multiplicar las escuelas de formación agraria, para profundizar la formación de quienes se desempeñan al frente de una actividad que es pilar de la Argentina que somos. Necesitamos impulsar un debate profundo para que las universidades, en el marco de su autonomía, protagonicen también una reconversión de currículas y de oferta educativa en función de los objetivos de desarrollo estratégico que definamos como nación.
Realizar una fuerte convocatoria a la juventud a asumir un compromiso protagónico con la construcción del futuro: las invocaciones al sentimiento de Patria se vuelven abstractas cuando no se ofrece un horizonte de realización personal a nuestros jóvenes. Yo pertenezco a una generación que se sentía albergada por el sentimiento de Patria. Cuando cantábamos una canción patria a las 7,30 hs de la mañana mientras izábamos la bandera, antes de entrar a la escuela, nos sentíamos parte de un dispositivo educativo perteneciente a una nación que nos cobijaba, que nos brindaba una identidad a quienes más allá de nuestra condición social sabíamos que teníamos oportunidades de vida porque existía algo llamado movilidad social ascendente.
Hoy nuestros jóvenes cargan sobre la espalda el resultado de sucesivos fracasos que sedimentan en un fuerte sentimiento de desasosiego y desesperanza. Una nación que se olvida de sus jóvenes está condenada a estancarse, primero, para entrar en un declive inevitable, después. No habrá Patria mientras tengamos a la mitad de nuestros niños y jóvenes en situación de pobreza. Brindarles un sentimiento de patria seguramente requerirá un esfuerzo más importante que ofrecer un nuevo plan social para contener el descontento creciente que tiene que ver con lo material, claro, pero que también tiene hondas raíces en la falta de fe en algo que trascienda a tantos fracasos repetidos.
Nuestra obligación es ir a buscar a esos jóvenes, convocarlos, hacerlos sentir parte del desafío de concretar juntos la magna obra de la independencia que debe manifestarse en todos los órdenes de la vida: en lo político, en lo económico y en la posibilidad de construir una vida digna a partir de convivir en un mismo territorio, bajo una misma bandera, orgullosos de compartir la misma identidad y hermanados al abrazar una misma convicción: nadie se realiza en una comunidad que no se realiza.
Somos un país trunco en muchos de sus anhelos más sentidos. Hacerlos realidad será nuestro desafío para delinear definitivamente una Nación. Como la que soñaron nuestros próceres, esos mismos que no estuvieron de acuerdo en todo sino en lo primordial, en aquello que verdaderamente era importante: transitar un camino de libertad, independencia y soberanía para ser dueños de nuestras propias decisiones.
Nuestros próceres subordinaron sus intereses a la consecución de objetivos más importantes, renunciando a privilegios y ofrendando finalmente sus propias vidas para que naciera una patria. Ellos dieron el primer paso, acaso el más difícil. Nos legaron un territorio, una identidad y el esbozo de un Estado que pudiera ejercer su jurisdicción sobre ese país embrionario. Nuestra responsabilidad es construir definitivamente una Nación a partir de ese sustrato, de esa herencia recibida de manos de quienes lo dieron todo para las generaciones futuras. Estar a la altura de ese mandato es nuestro compromiso.
¡Viva la Patria!
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