Deng Xiaoping, el creador de la China moderna

El protagonista indiscutido de los cien años de historia del Partido Comunista Chino es Mao Tse Tung. Sin embargo, no fue el hombre fundamental en la modernización del país

Guardar
REUTERS/Thomas Peter
REUTERS/Thomas Peter

Protagonista indiscutido en la historia de los cien años del Partido Comunista Chino, Mao Tse Tung es sin dudas el hombre fundamental de la China del siglo XX. Pero acaso si hubo un individuo cuya acción fue decisiva en la modernización de China, ese hombre probablemente no fue Mao, sino Deng Xiaoping.

Menos conocido que el icónico Mao, Deng nació en 1904 en Guangán, en la provincia sureña de Sichuan. Su larga vida atravesaría el final de la era imperial, la revolución republicana, las luchas de los señores de la guerra que siguieron a la caída de la última dinastía, las invasiones extranjeras, la guerra civil, el triunfo del Comunismo y las protestas pro-democráticas de 1989.

Buscando “aprender el conocimiento y las verdades de Occidente con el fin de salvar a China”, logró viajar a Francia en 1920. Una compleja relación combinaba una mezcla de admiración y rechazo por la cultura occidental. China acumulaba para entonces un siglo de “humillación” iniciado por la guerra del Opio. En Francia, forjaría amistad con otro hombre clave del PCCH: Chou En-Lai. Para 1926, la policía francesa lo tenía “fichado” como activista comunista. Escapando de París, llegaría a Moscú, donde encontraría una Rusia en plena ebullición política. Pero sólo permanecería brevemente en territorio soviético. Un tren lo depositaría en Ulan Bator (Mongolia). Junto a otros estudiantes atravesaría el desierto de Gobi en un camión ruso cargado de armamentos para luego completar su peregrinación hasta Xi´an a caballo. Poco después conocería a Mao Zedong en Wuhan -una ciudad que adquiriría triste fama en nuestro tiempo cuando estalló la pandemia del COVID- dando inicio a una larga y compleja relación.

En los años que siguieron, una lucha interminable entre los Nacionalistas y Comunistas tuvo lugar. En 1928, el Kuomitang dirigido por Chiang-Kai-Chek propinó una fuerte derrota a los comunistas y logró establecer un gobierno central en Nanjing con la pretensión de unificar al país. Pero los comunistas no se rindieron. En 1934, Deng participaría de aquella epopeya que pasaría a la Historia como la “Larga Marcha”. Pobres de comida, pertrechos y aparejos pero dotados de una inmensa fuerza espiritual, conseguirían forjar para siempre un hito fundamental en la mitología del PCCH, convirtiendo en héroes a sus protagonistas.

Pero los tiempos turbulentos no se agotarían. La invasión japonesa a Manchuria y la Segunda Guerra Mundial suspendieron por un tiempo la guerra civil, pero ésta se reiniciaría tras la derrota del Japón en agosto de 1945. Junto a Mao, Deng lucharía por el triunfo del PCCH y el desplazamiento de Chiang, ansiada meta que alcanzarían en 1949. La fundación de la República Popular convirtió a Deng en alcalde de Chongqing. Luego conseguiría tomar Chengdú, la última posesión de los nacionalistas, quienes huyeron a la isla de Formosa (Taiwán). Poco después, Deng tendría un rol decisivo en la “liberación” del Tibet para luego ocupar diversas posiciones ministeriales en el gobierno central.

Para entonces Mao parecía obsesionado en lograr una rápida industrialización. Copiando a Stalin, instaló una comisión de planificación centralizada, un riguroso sistema de estadísticas y un sinnúmero de “ministerios industriales”, al tiempo que no ahorraría en vidas humanas para conseguir sus objetivos. Pero una a una, sus iniciativas chocarían contra la realidad. La meta prometida de alcanzar un nivel de desarrollo similar al del Reino Unido en tan sólo quince años se probó imposible de cumplir. El sistema socialista no era suficientemente eficaz para crear la China rica y moderna que Mao había imaginado. Al primer plan quinquenal (1953-1957) seguirían los fracasos del “Gran Salto Adelante” (1958) y de la “Revolución Cultural” (1966). El caos pareció apoderarse del país y Mao se entregó a una serie de purgas maquilladas detrás de pretendidas campañas anti-corrupción y anti-derechistas. Para entonces, estaba afectado de la enfermedad que casi inevitablemente ataca a todos los dictadores. Una profunda paranoia se había apoderado del líder. Al tiempo que su tercera esposa, la controvertida Jiang Qing, adquiría una influencia creciente al punto que se suponía que lo manipulaba y esperaba su muerte para tomar el control del país. Dramáticas hambrunas completarían la catástrofe y decenas de millones de chinos perderían sus vidas como consecuencia de las delirantes políticas del gobierno.

Consciente de la realidad, pero sin margen de maniobra para alterar el curso de los acontecimientos, Deng optó entonces por mantenerse en silencio. Y a pesar de sus recelos sobre el fracaso estrepitoso de las políticas económicas del “Gran Timonel”, sus intentos por apartarlo del día a día de la gestión gubernamental fueron infructuosos.

La economía experimentaba una persistente declinación. En 1962, cuando aun conservaba esperanzas de poder revertir algunas políticas de Mao, Deng pronunciaría su más recordado discurso. Hablando ante la Liga de la Juventud Comunista China, afirmó que “no importa el color del gato, sino que cace ratones”. Pero para Mao cualquier apartamiento de la economía centralmente planificada representaba una potencial amenaza. La mera posibilidad de que la sociedad retornara a conductas propias de la filosofía y la forma de vida de clase media era inadmisible.

El 16 de julio de 1966, con la pretendida intención de demostrar que conservaba su juventud, Mao se mostró nadando en las difíciles aguas del río Yangtze. Rodeado de guardaespaldas, a sus setenta y tres años, Mao se prestó a una estudiada sesión de fotografías que buscaban mostrarlo invencible y en capacidad de ejercer el poder en plenitud. Entonces, el culto a la personalidad de Mao alcanzó niveles inimaginables. La política moderada de Deng tendría que esperar mejor oportunidad.

Deng sería purgado poco después por considerárselo “derechista”. En 1968, Deng y su familia fueron arrestados y sometidos a un régimen de prisión domiciliaria. Despojado de todos sus cargos, fue enviado a la localidad de Nanchang, en la provincia de Jiangxi. Allí sería condenado a una vida espartana trabajando como operario en un taller. Su esposa sería empleada como limpiadora. Una tragedia familiar tendría lugar poco después. Su hijo mayor, Deng Pufang, quedó parapléjico tras haber sido arrojado por una ventana de la Universidad de Beijing por fanáticos Guardias Rojos.

En 1971, la tormentosa historia de la República Popular daría otro giro. En un misterioso accidente de aviación en Mongolia murió quien era hasta entonces el presunto sucesor elegido, el ministro de Defensa Lin Biao. Días antes, el líder había descubierto un supuesto complot motorizado por Lin para dar un golpe de Estado y hacerse del poder. De pronto, Deng interpretó que estaba frente a una nueva oportunidad. Fue entonces cuando, por razones que habilitaron numerosas especulaciones, Mao decidió “perdonar” a Deng por sus acciones “contrarrevolucionarias”.

La rehabilitación de Deng lo colocó en el cargo de vice-premier, bajo las órdenes de su antiguo colega Chou En-Lai. Sus funciones, sin embargo, se limitarían al campo de la política exterior dado que los asuntos domésticos se encontraban bajo el férreo control de Jiang Qing y sus adláteres, más tarde conocidos como la “Banda de los Cuatro”. En 1974, Deng fue enviado por Mao como delegado a una sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre cooperación para el desarrollo, convirtiéndose en el primer miembro de primera línea del gobierno chino en visitar los Estados Unidos. Por entonces, la República Popular era cortejada por la Administración Nixon en su revolucionaria política de acercamiento a China.

En 1975, fue ascendido a la posiciones de vice-chairman del Consejo Militar, del Comité Central, del Consejo de Administración Estatal y jefe de personal del Ejército de Liberación (PLA, por sus siglas en inglés). Jing Qing y sus partidarios juraron venganza. Las propuestas de modernización, eficiencia y lucha contra la corrupción de Deng eran intolerables. La muerte del premier Chou En-Lai, el 8 de enero de 1976, pareció dar oportunidad al ascenso de Deng como sucesor. Pero una vez más, la inefable esposa del líder se ocuparía de pulverizar sus chances y Mao terminó sorprendiendo a todos al nominar al poco conocido Hua Guofeng. La inesperada decisión decepcionó a los radicales. Acusado de complot, Deng sería removido una vez más de todas sus posiciones, en lo que pareció ser un respaldo a los ultras.

Pero a Mao le quedaban pocas semanas de vida. Murió en el 9 de septiembre de 1976, a los 82 años de edad. Apurados por tomar el poder, Jing Qing y sus secuaces pretendieron desplazar a Hua, obligando a éste a tomar medidas drásticas, ordenando su detención inmediata, bajo la acusación de haber instigado los excesos de la Revolución Cultural.

Poseedor de un acabado sentido del realismo político, Deng comenzó a halagar al heredero, empleando una técnica que antes había aplicado con Mao. Para ganarse el favor de Hua -quien entonces contaba cincuenta y cinco años- le auguró que podría liderar China “durante los siguientes quince o veinte años”. Y logró ser restituido en todos sus cargos, transformándose nada menos que en un hombre que había conseguido sobrevivir dos veces. Desde luego, es altamente probable que Deng no creyera en sus palabras y que solamente buscaba complacer al titular formal del poder.

En tanto, la ausencia de dinamismo de Hua y su falta de prestigio en las filas partidarias contribuyeron a que fuera Deng quien tomara las riendas del país. Hábilmente, a través de un sutil manejo del poder y sin pretender ocupar los cargos formales de la primera línea, a sus 74 años Deng lograría consolidarse como el nuevo hombre clave. Una vez en control del poder, lanzaría las reformas de apertura económica que alejarían a China del feudalismo.

Mao había cumplido el rol histórico de unificar al país, pero a costa de un atraso económico anacrónico. A través del programa de las “Cuatro Modernizaciones”, a partir de 1978 Deng desmantelaría las rígidas estructuras de la economía centralmente planificada y se le darían mayores márgenes de libertad a los individuos, algo que se verificó sustancialmente en el terreno de la agricultura.

En paralelo, terminaría de perfeccionar un cambio copernicano en la política exterior. En enero de 1979, llegó a los Estados Unidos para iniciar una histórica visita en la que junto con el Presidente Jimmy Carter, firmaría la normalización de relaciones diplomáticas plenas entre ambos países. Consolidaba así la política de acercamiento a Washington iniciada ya en tiempos de Mao a través de la audaz diplomacia de Richard Nixon y Henry Kissinger.

Líder indiscutido en los años 80, Deng sentó las bases del sistema que, en lo esencial, rige hasta nuestros días. Aquel basado en la instalación de un régimen socialista “con características chinas” que en los hechos equivale al mantenimiento de un gobierno no democrático pero dotado de una fuente de legitimación derivada de un modelo capitalista altamente competitivo.

A finales de esa década, sin embargo, un nuevo capítulo en la tumultuosa historia china mancharía su legado. Los tiempos se habían acelerado a escala mundial. Las bases del imperio soviético crujían y la caótica desintegración del poder del Kremlin aterrorizó a los jerarcas del Politburó chino. En la primavera de 1989 estalló una ola de protestas motorizadas por estudiantes con reclamos pro-democráticos. De pronto estimulados por las reformas de apertura lanzadas por el líder soviético Mikhail Gorbachov, las manifestaciones se tornaron violentas. Y Deng se vio obligado a lanzar una feroz represión. Las imágenes de la brutal respuesta de las fuerzas chinas contra la población en la Plaza de Tiananmen recorrieron el mundo.

Una ola de indignación, dentro y fuera de China, no impidió que Deng se aferrara a sus certezas. Convencido de que el sistema de partido único era el que mejor servía a los intereses de China, nunca pidió disculpas por el uso de la fuerza militar a la hora de apagar las protestas. A su vez, reafirmó que las potencias extranjeras debían abstenerse frente al irritante asunto de los Derechos Humanos en atención del principio de no injerencia en cuestiones internas.

En noviembre de 1989, Deng anunció su retiro. Al frente del gobierno quedaría Jiang Zemin, antiguo jefe partidario de Shanghai. Sin embargo, en 1992, en el ejercicio de su rol de “Patriarca”, Deng realizó una promocionada gira por el sur del país, con el objeto de inspeccionar las regiones en las que había aplicado sus tempranas reformas de apertura. Fue allí donde afirmó que “enriquecerse es glorioso”, abandonando las recetas socialistas. Consultado sobre su legado, Deng sostuvo que el setenta por ciento de sus acciones habían representado aciertos mientras que un treinta por ciento de las mismas habían implicado equivocaciones. Deng murió el 19 de febrero de 1997, a los 92 años. El New York Times tituló que había fallecido “el arquitecto de la China moderna”.

En momentos en que tantos sucumben fascinados ante los avances de la República Popular, acaso conviene evocar a ese hombre de talla diminuta pero de colosal envergadura histórica que fue Deng. Aquel estadista cuyas reformas pro-mercado llevaron a que en sólo cuatro décadas el país más poblado del planeta abandonara el feudalismo, elevara a cientos de millones a la sociedad de consumo y se convirtiera en la segunda potencia económica mundial.

SEGUIR LEYENDO

Guardar