Volver a Perón

La mirada del ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires sobre un nuevo aniversario del fallecimiento del tres veces presidente de la República Argentina

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“Que buen vasallo sería si buen señor tuviera”

Cid Campeador

Hoy recordamos a Perón, en un nuevo aniversario de su desaparición física. ¿Cuál es el sentido de reflexionar sobre su figura histórica? ¿Hay algo más allá del mero ritual recordatorio y de la realización reiterada de ceremonias evocatorias de su memoria?

Elegimos pensar a Perón desde el siglo XXI, desde esta coyuntura que nos sitúa en un tiempo histórico concreto. El ejercicio de recordar a Perón como un mero compromiso con el calendario resulta no solo innecesario sino, fundamentalmente, una práctica que vacía de sentido la dimensión de su memoria y de su legado. La efeméride peroniana así concebida entraña el peligro de transformarse en una repetición irreflexiva de rituales que pierden emotividad y significado histórico. La memoria histórica se ejerce para mantener viva la llama de la irreverencia y no para diluir mediante ceremonias insulsas a la potencia disruptiva de un movimiento nacido para cambiar la historia y no para consagrar un conformismo petulante y autocomplaciente.

Perón tiene una resonancia única en nuestros corazones porque nos remite a una historia de realizaciones tangibles que dignificaron la vida de los trabajadores. Perón tiene la rima perfecta, la cadencia y musicalidad expresada por las masas trabajadoras que invocaban ese apellido como un conjuro contra la injusticia, contra la indignidad, contra la opresión inveterada de décadas de olvido. Y por si fuera poco también estaba Evita, esa fuerza avasallante que daba un aura de sacralidad al anhelo de redención de un pueblo que se reconocía a sí mismo como sujeto político capaz de asumir las riendas de su propio destino.

Perón y el peronismo fueron el hecho maldito de la Argentina oligárquica. Perón y el peronismo fueron la fuerza modernizadora que aceleró el proceso industrializador para cambiar la estructura social de un país estratificado. El legado de esa historia se expresa en la conciencia nacional, que no es más que la firme convicción de saber que las cosas pueden ser distintas, que las cosas pueden cambiar para mejor.

La memoria de Perón nunca tuvo olor a naftalina porque no refiere a un pasado muerto sino a una llaga viva, que es la llaga doliente de la injusticia social. Recordar a Perón es asumir que hay sueños pendientes de realización, que hay una causa inconclusa, que hay un ideario vigente. La memoria supone mucho más que refrescar anécdotas, desempolvar acontecimientos tapados por la bruma del olvido o reflotar una emotividad oxidada por el paso del tiempo. Recordar a Perón es asumir un compromiso con los desposeídos de hoy, con esos compatriotas que no cambiaron su estatus para bien sino para peor. Recordar a Perón es juramentarse a recuperar la movilidad social ascendente a partir de desplegar realizaciones concretas desde la práctica de gobierno. Recordar a Perón es hacer una promesa: no vamos a bajar los brazos hasta ver realizado el sueño de una Argentina soberana, justa, feliz.

El recuerdo del General no puede quedar circunscripto a una ceremonia de gélidos rituales ejecutados por hombres y mujeres resignados a la grisura de una realidad que postulan como un hecho social inmodificable. Recordar a Perón es justamente lo contrario: es tocar esa cuerda oculta que nos permita asumir la necesidad de no repetir las mismas recetas tantas veces fracasadas.

Recordar a Perón es suscribir un compromiso para hacer crujir las estructuras institucionalizadas de la desigualdad, la opresión y la injusticia. Por eso necesitamos volver a él. A su doctrina. A su legado. A sus lecciones de conducción política. Al repaso de su obra de gobierno. Al ejemplo de un liderazgo diseñado para sumar y no para restar, para multiplicar y no para dividir.

Volver a Perón es comprender que somos nacionales y populares, y no socialdemócratas. Que somos criollos, y no europeístas. Que somos hijos de la cultura del trabajo, del esfuerzo y la disciplina, y no hijos de la cultura hippie. Que nos gusta hacer más que decir, realizar antes que prometer.

Volver a Perón es recuperar el vértigo nestoriano del decisionismo diario, y abandonar velozmente el fatalismo insípido de las decisiones siempre postergadas. Volver a Perón es asumir que tenemos una deuda con nuestro Pueblo, y que no alcanza con el plan de vacunación para darnos por satisfechos. Volver a Perón es redescubrir el arte de la conducción como la capacidad de persuadir al distinto, al diferente, y no de interpelar al propio repitiendo el manual del convencido. Volver a Perón es reflexionar acerca de la justicia social como un valor irrenunciable que exige algo más que enorgullecernos vanamente porque ampliamos el reparto de las tarjetas alimentarias. Volver a Perón es redescubrir la política internacional como el ámbito de realización más excelso de la política, para así animarnos a dejar la chapucería y la improvisación constante en temas en los que nos jugamos el destino como Nación. Volver a Perón es recordar que gobernar es generar trabajo, y no eternizar planes sociales. Volver a Perón es asumir que los proyectos se ensanchan construyendo legitimidad, y que no se debilitan consagrando cenáculos y capillas en las que entran pocos y sobran muchos.

Para Perón la única verdad era la realidad, pero esa realidad (esa verdad) nunca fue concebida como algo eterno, pétreo, inmodificable. La realidad es el punto de partida de la política, que es el arte de transformar lo dado, aquello que se postula como eterno pero que no es más que provisorio. Perón es un hacedor que desafió al destino y a una historia que algunos pretendían escrita de antemano. Esa vocación transformadora que muchos señalan como la característica distintiva de nuestro movimiento merece ser honrada con una práctica también transformadora en el aquí y ahora. La cultura de siempre deslindar responsabilidades en el contexto o en los demás pertenece a una insulsa tradición de la resignación fatalista que nada tiene que ver con nuestras raíces ni con nuestro verdadero ADN. Las transformaciones anunciadas una y otra vez pero que nunca se concretan terminan generando un profundo descrédito en la política misma, lo que alimenta perversamente el discurso del imposibilismo según el cual desde la función pública sólo se pueden introducir algunos cambios meramente cosméticos o superficiales. ¿O acaso no se modifica lo que en verdad no se quiere modificar, acudiendo a un repertorio de excusas repetidas para no asumir explícitamente que no hay voluntad de hacer lo tantas veces prometido?

Volver a Perón es recuperar esa capacidad de transformar una realidad que es insatisfactoria, que nos duele, que nos incomoda. Volver a Perón es recuperar el sentido primigenio del Frente de Todos, para que la diversidad y heterogeneidad de la coalición sean entendidos como un aporte para el fortalecimiento de nuestra vocación transformadora y no la excusa perfecta para que todo siga igual. El peronismo es eso: una mixturación de diversos recorridos sintetizados en el liderazgo de Perón. Radicales, conservadores, socialistas, nacionalistas católicos, comunistas, anarcosindicalistas y tantas otras identidades se amalgamaron en una fuerza política definida como un movimiento policlasista y multicolor, y no como un partido político a la vieja usanza. Perón nunca se excusó en esa diversidad sino todo lo contrario: se alimentó de ella para fortalecer las condiciones de su liderazgo.

Recuperar el debate de ideas desde la provocación fraternal y bienintencionada también es volver a Perón. Dejemos la autocomplacencia a un costado, antes que la realidad se imponga en forma inapelable.

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