Mas allá de las contradicciones propias de un país que atravesó proscripciones, golpes de Estado y dictaduras, la Argentina tuvo durante gran parte del siglo XX una diplomacia coherente, con algunas políticas de Estado (Malvinas, descolonización, apertura a las exportaciones agrícolo-ganaderas, Tratado Antártico, adscripción a valores occidentales).
Con el arribo de la democracia en 1983 y el derrumbe definitivo de las dictaduras latinoamericanas, el Universo diplomático se agrandó, no solo a nivel regional, sino también universal debido al desmembramiento de la Unión Soviética. Ello fue aprovechado para institucionalizar la hegemonía de los Estados Unidos con la aparición a nivel mundial de la defensa de los derechos humanos (les droits de l´homme de la Revolución Francesa) y que se rescataron a nivel internacional en la Carta de San Francisco, que creó las Naciones Unidas, que si bien ya existían no había mecanismo de castigo a quienes los violaban.
En la nueva etapa internacional que se inicia en el gobierno de James Carter, los derechos humanos son utilizados como estrategia política para derrocar a la Unión Soviética y sirvieron para desenmascarar a las dictaduras latinoamericanas. En ese momento se consolida el avance de los organismos de protección, como la Comisión de Derechos humanos de la ONU o la Comisión interamericana de la OEA. Además, se crearon nuevos mecanismos de defensa de los derechos humanos, como la Corte de derechos humanos de la Unión Europea, la Corte Penal Internacional o la Corte Interamericana, que le fueron otorgando capacidad jurídica y validez universal a la cuestión.
Por último, el desarrollo de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) fue creciendo, convirtiéndose las mismas en sujetos de derecho, con influencia en las decisiones de los órganos de control.
La aparición de una China Popular poderosa económica y tecnológicamente, sumada a la pérdida de competitividad de las economías occidentales, hicieron que, desde de las usinas del pensamiento estratégico del partido demócrata de los Estados Unidos, reaparecieran los derechos humanos como herramienta política ofensiva que pone a los países que no practican la democracia liberal representativa en una situación incómoda y a la defensiva.
Convengamos que en todos los países se violan los derechos humanos. No hay excepciones. El tema es el nivel de violación y la complicidad del poder político con esas violaciones y es ahí donde las diferencias son claramente perceptibles, pese a que haya muchas arbitrariedades en quienes los juzgan, destacando a quienes no son países amigos, de quienes no lo son.
La Argentina, desde el regreso democrático y a instancia de una Cancillería activa, comprendió rápidamente que la democracia alcanzada se debía sostenerse a nivel internacional con la publicidad de hechos de defensa de los derechos humanos de gran trascendencia local y que suponían un claro castigo para aquellos que los habían violado, como fue el caso del juicio a las Juntas militares.
Ello tuvo una enorme repercusión internacional y sitúo a la Argentina en la primera fila de aquellos países que respetaban los derechos humanos y que los protegían. De esta manera, colocó a nuestro país a la cabeza de la región, acercándose a una alianza con los países europeos occidentales.
Esta posición argentina fue, con algunas excepciones, mantenida por todas los cancillerías que se sucedieron y así llegamos a la actualidad, donde el gobierno del presidente Joe Biden decidió utilizar nuevamente en forma activa a los derechos humanos como instrumento de política diplomática activa.
Más allá de que Cuba, Venezuela y Nicaragua entren en el radar de la diplomacia norteamericana, el objetivo más importante es el de la República Popular China.
No es que no haya otras regiones o Estados pasibles de sanciones o recriminaciones, en el marco multilateral o regional, pero estos son dentro de Latinoamérica los países indicados.
En esos casos no hay dudas de que son Estados que llevan adelante políticas de oposición a la democracia liberal y a las libertades fundamentales.
En ese marco y de acuerdo a los antecedentes históricos, la Argentina debería haber acompañado la Resolución como hicieron la mayoría de los Estados con los que comparte las ideas democráticas y con los que la Argentina que tiene relaciones estrechas, como los Miembros del Mercosur y los países de la Unión Europea, donde se necesita su apoyo para lograr inversiones que movilicen nuestra economía.
No se trata aquí a formar parte de grupos de países que se movilizan para criticar la supuesta violación de los derechos humanos en Nicaragua o en Venezuela. Se trata de mirar el mundo con ojos argentinos, como decía Arturo Jauretche, y analizar cada situación y fijar nuestra posición, teniendo en cuenta el interés argentino, sin subordinarse nadie, pero tampoco enfrentar provocativamente a quien nos puede dañar.
En política exterior es infantil juzgar los hechos con el prisma del orgullo nacional o peor, por conveniencias de política interior. La política exterior, lo decía Juan Perón, es la más importante, quizás la única política a la que un gobierno debe ocuparse.
El caso de Nicaragua es muy claro. Por un lado, hay violaciones de derechos humanos comprobadas por el Alto Comisionado (y compartidas en el Consejo de Derechos Humanos de Ginebra por la Argentina). Por otro lado, había una Resolución de condena al gobierno de Ortega por esas violaciones. Tercero, nuestros vecinos en el Mercosur votaban todos a favor de la Resolución.
¿Cuál debía ser nuestra posición? Votar condenando al gobierno de Ortega. Formaba parte de nuestro interés nacional, no importaba si compartíamos la resolución con tal gobierno, ni si con ello se fortalecía un secretario de una Organización, lo importante era saber dónde se encontraba nuestro interés nacional.
Cada caso es un desafío y nuestra conducta debe responder solamente a nuestra conveniencia como Nación, lo que significa tener una conducción diplomática realista. El tema es saber que hay que priorizar y para ello hay que estudiar y trabajar en estos temas.
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