La Argentina atraviesa en estos días una curiosa situación que ya es casi parte del ser nacional. El precio de los productos que el país le vende al mundo está en niveles altísimos. Eso le genera al Estado, y al país, fuertes e inesperados ingresos en dólares. Además, como producto de su asistencia en el marco de la pandemia, el Fondo Monetario Internacional enviará otros 4 mil millones de dólares que permiten pasar este año sin cancelar vencimientos y, al mismo tiempo, sin entrar en default. Ese aumento de la disponibilidad de divisas convive con otros factores que alivian la situación. Nadie puede comprar dólares para ahorrar, o para distribuir dividendos, las importaciones están controladas hace tres años, casi nadie necesita dólares para viajar al exterior. Todo esto permitió que Martín Guzmán, describiera la situación cambiaria con una expresión optimista. “Estamos robustos”, dijo el ministro.
En este contexto, lo lógico sería que ningún particular ni ninguna empresa quisiera comprar dólares. Al fin y al cabo, si el Gobierno controla la situación, ¿por qué alguien querría invertir en un bien cuyo precio caerá en comparación con el resto de los precios de la economía?
Sin embargo, los dólares paralelos han subido fuerte esta semana. A lo largo de los últimos ocho meses, además, la brecha entre el oficial y los paralelos nunca bajó del cincuenta por ciento y ahora supera el 70.
Ese tipo de paradoja es un clásico de la historia argentina. El dólar ha sacudido a casi todos los gobiernos y toda la sociedad sabe que, sus movimientos, incluso a pesar de estar tan alto, expresan la existencia de un problema no resuelto que, a la corta o a la larga, complicarán su vida aún más de lo que ya está complicada. Tal vez los movimientos del dólar no se deban a la situación de este presente “robusto”, sino a historias del pasado. Cualquiera que haya vivido la historia de las últimas décadas sabe que, tarde o temprano, el dólar sube. Si se dispara, comprá porque sube. Si se queda quieto, comprá también porque sabe que va a subir. Contra eso, no se puede hacer nada. Pero en esa dinámica el “presente” puede tranquilizar la situación o empeorarla, azuzar a los fantasmas para que aparezcan una y otra vez.
Un ejemplo de esto es lo que ocurre en la negociación con los acreedores externos. Es evidente que el Gobierno no quiere ir al default. Por eso, ha pagado ya varios vencimientos y ahora pactó la postergación de otro con el Club de París, a cambio de un pago menor y de intereses cuyo monto aún no se conocen. No quiere ir al default, entre otras razones, porque eso provocaría una tensión tremenda sobre el mercado cambiario, que podría trasladarse a depósitos y a los precios. Lo que existe en el fondo es un razonamiento sencillo: la ruptura con los acreedores generaría una estampida producto de la desconfianza extrema en el país.
Si esa lógica fuera correcta, ¿no sería razonable cerrar un acuerdo rápido? Si la ruptura generaría desconfianza y la posibilidad de una nueva corrida contra el país, ¿no debería ocurrir lo contrario si existiera un acuerdo? Y en este punto, el Gobierno se enreda. No termina de romper, pero no termina de acordar. Entra en un camino de incertidumbre. Se están discutiendo números. No parece tan difícil. Parece evidente que las diferencias internas impiden ese acuerdo. Entonces, no se rompe, no se acuerda, y el problema se patea para adelante. Se evita la estampida del default pero se estimula la fuga por goteo que se expresa en el precio de los dólares alternativos.
Sería muy distinto si el Gobierno no creyera que las cosas funcionan así en el mundo. Si Alberto Fernández pensara, por ejemplo, como Nicolás Maduro, cortaría todos los lazos. Pero eso no lo hicieron ni Cristina Kirchner cuando fue Presidenta, ni Axel Kicillof cuando fue ministro de Economía. Todos ellos creen que una ruptura perjudica al país. Por lo tanto, saben que un acuerdo lo alivia. Pero no terminan de firmarlo. En el medio, la confianza de cualquier inversor, externo o interno, se debilita. Pero no porque los números actuales sean o no robustos. Sería peor que lo fueran. Pero mientras tanto, todos conocen la historia argentina y, como sucede con muchas personas, tal vez les cueste entender qué quiere el Gobierno.
Otro elemento no menor de este cocktail es la política exterior. En solo dos meses, el Gobierno respaldó la denuncia de Michelle Bachelet en la ONU por las espantosas violaciones a los derechos humanos en Nicaragua. Luego se negó a firmar una declaración similar en la OEA. Después mandó a llamar al embajador argentino, aparentemente para tomar distancia del dictador Daniel Ortega. Posteriormente, ¡en el mismo día!, el embajador argentino en la ONU se pronunció a favor de otra declaración de Bachelet, pero no la votó. Pocos temas son tan claros como lo que ocurre en Nicaragua y pocas conductas tan extrañas como las del Gobierno argentino.
Lo que sucede en Nicaragua, o en Venezuela, o el alineamiento de ambos países con Cuba, es un desafío a la manera de vida que eligió Latinoamérica desde que en los años ochenta la democracia volvió a la mayoría de los países. ¿Cómo será visto por quien debe decidir una inversión en la Argentina este tipo de vaivenes? Tal vez las miradas sean prejuiciosas, ideológicas o ignorantes. Pero, en todo caso, con esos defectos hay que lidiar si alguien cree que es importante que un país consiga financiación e inversiones.
Es una estrategia rara. Durante los doce años que gobernaron Nestor y Cristina Kirchner y los casi dos de Alberto Fernández, la democracia funcionó a pleno. ¿Por qué pagan el costo de su cercanía o su ambivalencia frente a represores o dictadores?
Estas situaciones de indefinición se repiten en muchas áreas de la gestión. Si alguien pretendiera invertir en energía, en el sector agropecuario, en el sistema de salud o en telecomunicaciones, por dar sólo cuatro ejemplos, tendrá que descifrar un jeroglífico: qué quiere hacer el Gobierno en cada una de esas áreas donde los conflictos y los tironeos se extienden interminablemente.
Y el problema más serio es que la Argentina no tiene mucho tiempo. El acuerdo con los acreedores privados pospuso muchos vencimientos para el próximo mandato presidencial. La Argentina no tendrá dinero entonces para pagarlos. Necesitará refinanciar. Para hacerlo en condiciones razonables debe bajar la tasa de interés que le cobran, que es altísima, justamente, por la desconfianza que existe en el país. Cada mes que pasa, es un mes menos que queda para lograr ese objetivo. Además, sería ingenuo creer que la presión aparece recién cuando un vencimiento queda impago. A medida que pasen los meses, el tic tac sonará más fuerte y aparecerán las presiones, la inestabilidad, los fantasmas de siempre. En este caso, tal vez, la cronosterapia sea un ejemplo de mala praxis.
Seguramente, Marín Guzmán tiene sus ideas sobre cómo conducir este proceso a largo plazo. Pero, como está visto, las ideas de Guzmán luego son sometidas a una revisión que las transforma en otra cosa. Y de otros lados del Frente de Todos aparecen otras ideas, algunas complementarias, otras contradictorias. A veces Guzmán gana, a veces pierde, y otras veces se produce un empate eterno: un “sí pero no”, repetido y exasperante. Mientras, la brecha no cae, la inflación es altísima, el dólar vuelve a moverse, y así. Tarde o temprano, la sociedad reclamará soluciones. Y, si no las hay, está claro quién pagará los platos rotos.
El Gobierno enfrenta en los próximos meses un desafío electoral muy duro. Los números sanitarios y económicos no dan alivio. La aparición de una nueva cepa del virus que obliga a vacunar con la segunda dosis en tiempo record permite percibir el riesgo de que lleguen las elecciones sin el problema de la pandemia resuelto. Debe contener el virus y, al mismo tiempo, impulsar la economía. De repente, la sociedad lo respalda y gana las elecciones. Pero puede pasar lo contrario.
En cualquier caso, con triunfo o derrota, el día después será complicadísimo.
¿No sería razonable que el pie izquierdo empiece a coordinar con el derecho?
Tic tac.
Como tantas veces en la historia argentina, no queda demasiado tiempo.
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