En este año y tres meses de pandemia, hay sensaciones de nuestra vivencia del tiempo que son muy paradójicas. Por un lado, sentimos que nuestras vidas quedaron en suspenso o, peor, que nos robaron todo este tiempo. Y por otro lado, sentimos que la vida en sí misma apareció en todo su relieve como ese tesoro urgente, frágil e inmediato que nunca está seguro. Esa ilusión de la estabilidad cuando todo transcurre más o menos organizado fue arrancada de cuajo por la pandemia.
Cuando ayer a la mañana me enteré del colapso del edificio en Miami, además del estupor y la conmoción que nos despierta una tragedia, la preocupación por las vidas en peligro, el relato conmovedor de cómo se salvaron casi de milagro los actores Gimena Accardi y Nicolás Vázquez, la angustia por los compatriotas que no aparecen, también me pasó que descubrí que el estado de alerta ante la desgracia ya se convirtió un poco en el estado en que vivimos desde que comenzó la pandemia.
Lamentablemente, no falta un evento extraordinario para que estemos en ese estado de expectativa, esperando datos de fallecimientos todos los días. O porque simplemente nos las tuvimos que arreglar para adaptarnos a medidas de supervivencia para nosotros y nuestras familias. Y sumar a eso la preocupación sobre cómo las autoridades gestionan el problema y la solución del problema, si es que la gestionan.
La pandemia puso como nunca en una relación directa de resultados a los gobernantes y a los ciudadanos. A mí no me gusta decir a los gobernados. ¿Qué sería una relación directa? Hay vacunas o no hay vacunas. Respetan nuestros derechos según la Constitución o no los respetan.
Y de pronto los gobiernos, ni aquí ni allá ni en ningún lado, se encontraron con la situación en la que no pueden culpar a otro y no pueden manipular. No alcanzan los relatos. Hay solución o no hay solución. Porque la ecuación de la gente en una situación de urgencia como la que vivimos, de dilemas existenciales donde hay que asegurarse la sobrevida, es la ecuación de sus pérdidas en tiempo de pérdidas. Adivinen, en este contexto, quién paga las ineficiencias de los que tendrían que hacer las cosas bien.
Ayer esta ecuación de pérdidas arrojó una paradoja en el dato de la desocupación. No es que bajó sino que hay tantos desalentados de buscar trabajo y no encontrarlo, que no aparecen como activos porque dejaron de buscarlo.
Este estado de shock prolongado en que nos puso la pandemia se sumó a la crisis crónica que en cámara lenta pero dolorosa nos ofrece hoy un recorrido circular donde parecemos haber regresado al drama del 2001 con toda la sensación del déjà vu pero con un agravamiento de las condiciones para salir de ahí. No porque no haya oportunidades sino porque nuestro país parece empeñarse en hacer todo lo contrario a lo que parecería sensato.
Ayer eso se vio reflejado en varias cosas. Entre ellas, una nueva caída al subsuelo peor que la esperada. Se descartaba que Argentina iba a volver a ser mercado de frontera luego de ser mercado emergente, estando al lado de China y Brasil. Pero no, descendió más todavía a una esfera de países que tienen una categoría propia y que están solos si se analizan sus mercados. Compartimos situación con Jamaica, Líbano, Palestina, Trinidad y Tobago, entre otros.
Para explicar el porqué de esta caída en forma simplificada, podríamos decir que difícilmente seamos considerados mercado si somos el reino del cepo a los ojos de la sociedad Morgan Stanley Capital International. Argentina no es ni mercado de frontera porque es el reino del cepo.
Y lo que vemos los ciudadanos es que todo ese poder que con cepos acapara al Estado asfixiando al mercado, que somos todos los que producimos algo en este país, redunda en menos economía, menos crecimiento y más miseria. En eso que le pasa al que deja de buscar trabajo: en más desaliento. Sin mencionar la pandemia institucional.
Ayer un grupo de intelectuales que incluye a Beatriz Sarlo, Juan José Sebreli y Santiago Kovadloff denunció al Gobierno por autoritarismo y habló de “descomposición democrática”. Advierten que si el kirchnerismo suma bancas, vaciará “la última gota de democracia”.
Quiero volver ahora a la sensación que le describía al comienzo de esta reflexión. De estar desde hace un año y tres meses en estado de shock esperando el nuevo saldo de tragedia como si este fuera nuestro nuevo estado permanente.
Ayer, el mismo presidente que pidió superpoderes por la crisis sanitaria, dijo sorprendentemente que la puerta de salida de la pandemia no está lejos. Ojalá así sea. Lamentablemente lo que si parece lejos con este rumbo en lo institucional y en lo económico, es la puerta de salida de la decadencia.
* Editorial de Cristina Pérez en Confesiones en la noche por radio Mitre
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