La experiencia de estar en contacto con la vida y la obra de Horacio González -con sus libros, sus clases y conversaciones; con sus artículos periodísticos, entrevistas y conferencias, con su gestión como funcionario público- significó cosas distintas para las diversas generaciones que se sucedieron en la Argentina contemporánea. ¿Qué pudo significar para aquellos y aquellas que lo conocimos como una figura en cierta forma consagrada, a su manera sui generis, como un ensayista de conocimiento incomparable, como un lector interminable, como un baqueano de esa conciencia nacional desgarrada que solo él podía narrar con detalle, como una suerte de personificación andante de esa torre de Babel que es el pensamiento argentino?
Hace no tanto tiempo, aunque hoy el recuerdo parezca ya muy lejano, un grupo de jóvenes profesionales e intelectuales agrupados en Agenda Argentina tuvimos la oportunidad de conversar con él. No era algo extraño. Siempre fue una persona extremadamente generosa para la conversación. De ese encuentro recordamos con mucha fuerza la impronta del pensamiento crítico, con la que nos sentimos atraídos y convocados al intercambio de palabras con Horacio, indudablemente un referente generacional en ese sentido.
Por un lado, la crítica como modo de aproximación a la realidad, como rescate de la necesidad de evadir la alienación, como reapropiación siempre inacabada de una búsqueda personal y colectiva. Entre otras cosas nos dijo, en esa última conversación, que “las palabras pesan”, que el lenguaje esconde una serie de capas de sentido que es preciso desentrañar; que la liviandad posmoderna de que todo se puede decir, hacer o deshacer, sin responsabilidades, es solo una manera ideológica de traducir al neoliberalismo. Pero que lejos de vivir un “puro presente”, una góndola conceptual en la que cada día se puede tomar un concepto, una idea o una teoría, como si fuera una remera, ponérsela y al día siguiente sacársela para elegir una nueva, en realidad, las tradiciones ideológicas existen, perviven, se continúan y se transforman, se anudan y se enfrentan, por momentos de forma subterránea y por momentos en la superficie, visiblemente. La lucha por la memoria histórica, así, se entrelazaba para él con la crítica del sentido común.
En especial para nuestra generación Horacio fue un puente, un camino, una forma de entrar en contacto con las ideas y los debates previos a la dictadura, de los años sesenta y los años setenta, con las relaciones volcánicas del pensamiento nacional-popular y de las izquierdas, con ese peronismo de izquierda que sabíamos que había existido pero que en nuestra primera adolescencia parecía enterrado por el avance arrollador del fin de las ideologías. También nos mostró una cosa más en ese rescate de tradiciones nacionales: que era preciso hacerlo de forma desobediente, que no había un modelo a seguir ni una experiencia que deba ser idealizada.
Así aprendimos que el pensamiento crítico debe animarse de nuevo a conceptualizar, a producir y crear, más que a reproducir. Y esta criticidad no debe limitarse a los otros, a lo ajeno, al que está enfrente. Es también una crítica de nuestras propias premisas, supuestos y modos de acción política.
Reflexionábamos con Horacio acerca de que en los últimos meses hemos dedicado mucho tiempo en analizar la radicalización de las derechas, sus nuevos discursos y estrategias. Sin embargo, desde el campo popular nos sigue costando entusiasmar con nuevas utopías. Paradójicamente, pareciera que las nuevas derechas, con sus libertarios a la cabeza, logran presentarse como “outsiders” “antisistemas” y configurar así una “épica rebelde” mientras que las izquierdas y los gobiernos populares quedan atrapados en una suerte de status quo políticamente correcto, incapaz de ir más allá de satisfacer demandas inmediatas.
En definitiva, para cambiar esta dinámica, resulta necesario aportar a la construcción de utopías y reflexionar acerca de los desafíos, discursos y prácticas de una Argentina atravesada por la crisis sanitaria, económica y social sin precedentes en la historia. En ese sentido se torna clave apostar a una nueva imaginación política; esto significa pensar en prospectiva, es decir, no solo hacer un diagnóstico de la situación actual sino que planten escenarios posibles, que propongan una narrativa de futuros deseables y realizables.
Finalmente, en ese último encuentro, también hablamos de la militancia, como forma de la crítica, ya no solo en el terreno de las ideas, sino también en el de la práctica política. La militancia como estilo de vida, como alternativa al modo vital del neoliberalismo, como experiencia de realización y de des-alienación. Nos recomendó que leyéramos “La organización permanente” de Damián Selci, libro de lectura imprescindible para pensar las nuevas tareas emancipatorias de la militancia concebida como auto-creación política de responsabilidad absoluta en la cual la patria es el otro militante, el otro protagonista de la historia y del futuro. Y, sabiendo que quizás tocaba un nervio central en nosotros y nosotras, nos insistió en la importancia del debate como eje de construcción del Frente de Todos. En la necesidad de no callar la existencia de matices, diferencias y disputas, en ponerlas en palabras, en encontrar formas de encauzarlas y manifestarlas, sin la ingenuidad de adaptarlas a formatos importados de la construcción política frentista, pero intentando reflexionar sobre qué caminos podría encontrar el tránsito de una coalición gobernante sobre la base de la experiencia realmente existente de nuestro país.
Nos queda, con mucha tristeza, la posibilidad de releerlo, de repensar el legado que nos deja. Y de apropiarnos de ese espíritu desobediente, inquieto, curioso y punzante.
*Los autores Nahuel Sosa (sociólogo) y Ulises Bosia (filósofo) son integrantes del colectivo de pensamiento Agenda Argentina.
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