El otro día, charlando con mi amiga More, nos preguntábamos qué escenas frecuentes de nuestra adolescencia, hoy ya no suceden (al menos tanto). “Amiga, los tipos pelaban pija en cualquier lado. El tachero, un viejo en el subte, cualquier chabón en la calle te podía mostrar la pija y vos tenías que hacer como si nada. Como si fuese normal. ¡Y no era normal! Para colmo éramos afortunadas de que no pasara a mayores. ¿Qué más tenía que pasar?”. Esto nos hizo darnos cuenta de que la mayoría de nosotras vio sin consentimiento el pene de un desconocido mucho antes de ver el pene de un pibe que nos gustara. No me había percatado de esto hasta que mi amiga lo puso en esas palabras y me produjo estremecimiento, asco y un miedo que, producto del encierro, hace tiempo no sentía.
More me contó que le pasó más de una vez, pero que hubo una que al día de hoy sigue llamándole la atención cómo reaccionó, mejor dicho cómo no nadie en ese contexto reaccionó. Estaremos hablando de unos cinco años atrás; ella había salido de su casa a las seis y media de la mañana un día como cualquier otro para ir al colegio caminando. En el trayecto, un semáforo se puso en rojo y una moto, para esquivar los autos frenados, se acercó al cordón de la vereda y frenó a la espera de la luz verde. Se ubicó a muy pocos metros de More que caminaba sola y las personas que estaban por ahí, eran más zombies madrugadores que gente yendo a trabajar. El hombre de la moto, sin más, la miró a More que estaba con los auriculares aún medio dormida y, en un movimiento veloz, casi imperceptible, se bajó los pantalones y le mostró su pene erecto. More, con trece años de edad, vio un pito por primera vez, vio ese pito sin consentimiento alguno.
Por otro lado, mi amiga Carla tenía doce años cuando se tomó por primera vez un colectivo. Estaba con la mamá sentada a dos o tres asientos de diferencia porque no había más lugar. De pronto, tuvo la sensación de que alguien le acariciaba el hombro, como si la estuvieran llamando para saludarla. Cuando se dio la vuelta para mirar, vio que un tipo tenía el pene apoyado en su hombro y, como si fuera poco, se estaba masturbando.
Estos niveles de “monstruosidad” eluden cualquier tipo de lógica, sin embargo, es la normalidad que acontece y aconteció siempre. El consentimiento como tal, con todo lo que eso significa, es una fuerza que nadie debería poder vulnerar. Es nuestra arma protectora, nuestra herramienta de decisión y elección. Tanto en la situación de More como en la de Carla, ambas se quedaron más sorprendidas por la no-reacción del entorno que por el momento en sí mismo. ¿Cómo puede ser que nadie haga nada al respecto? ¿Cómo pudimos permitir que un señor adulto le muestre su pene, sin consentimiento, a una nena o a una mujer? Me aturde que hubiera testigos pasivos de esas escenas. Y más me aturde que los siga habiendo.
Uno de los mayores “poderes” de crecer es saber (al menos un poco más) a lo que nos enfrentamos. Poder divisar qué peligros corremos como individuos en esta vida. Yo tengo muy claro los míos como mujer. Sé que salir a la calle me convierte en un ser indefenso, lábil, frágil. Sé que salir con un chico que no conozco puede terminar mal; en coger sin querer hacerlo, en ser manoseada sin querer serlo, en un beso no deseado, en insistencias y en que no quiera ponerse el forro. Sé las consecuencias de subir una foto desnuda o en malla, las consecuencias de ponerme una pollera corta y también las consecuencias de decir lo que pienso como mujer. Todo esto existe, son miedos y riesgos compartidos. Pero una piba que recién comienza su etapa de adolescente, ¿Lo sabe? Me y les pregunto: ¿las nuevas generaciones saben a lo que se exponen? Me aterra pensar que esas cosas siguen pasando, en que aún hay muchísimos tipos sueltos pensando que pueden mostrar su pene a las mujeres cuando se les da la gana. Tipos que piensan que pueden masturbarse en un taxi, en un tren, en una sala de espera o en el cine. Tipos que piensan que pueden hacerse pasar por pendejos para encontrarse con menores de edad.
Hace unos días le pregunté a la hija de un amigo, si sabía a qué riesgos se enfrenta como mujer en esta sociedad, mejor dicho, si sabía que se enfrenta a ciertos riesgos como mujer en este mundo. Ella, con trece años, me dijo: “Claro que lo sé, a mí me da miedo caminar en la calle sola. Y eso lo descubrí el otro día que volví a mi casa desde el colegio por primera vez. Estaba caminando cuando un chabón más grande se frenó con su bicicleta en frente mío, bloqueándome el paso y empezó a decirme cosas como que yo era muy linda. Me cagué toda, no sabía qué hacer así que caminé como si nada…”. Cuando me lo contó quise salir corriendo a abrazarla, pedirle que no hiciera como si nada, plantarme frente a ese tipo (además de mandarlo a la re mil fruta que lo parió) explicarle que no puede hablarle así a una niña (ya no tan niña) de trece años. No puede, no debe, no no y no. Pero… ¿De qué serviría mi presencia en esa situación? Yo también soy mujer, años más años menos, a fin de cuentas corremos el mismo peligro.
¿Tal vez la experiencia? ¿La viveza de saber por qué calles caminar y por qué calles no? No, no importa dónde caminemos, en tanto y cuánto no contemos con una presencia masculina al lado nuestro, corremos peligro. Y lo único que cambia al crecer es que nos acostumbramos a ese miedo, pero sigue estando presente de igual modo. No se va con la edad ni con el tiempo. Más bien todo lo contrario, crece como un tumor maligno, hace metástasis al volvernos más y más conscientes de que eso existe y tiene poder. “Me quedé re shockeada. Nunca me había pasado eso. Me dio mucho miedo. Cuando estoy en el colectivo y me mira un hombre me da miedo. No sé cómo reaccionaría si esos tipos se me empezaran a acercar, eso también me da mucho miedo”.
Miedo, miedo y más miedo. ¿Dónde está el futuro y la evolución si las nuevas generaciones siguen teniendo los mismos miedos que teníamos nosotres de adolescentes? Pienso en cuando yo tenía esa edad y lo cierto es que no tenía ni la más pálida idea de que todo eso que a mí me generaba malestar significaba un peligro real, que era mucho más grande que un miedo personal, era un miedo cultural, colectivo. Yo también crecí pensando que todas esas sensaciones feas y de incomodidad eran mi culpa. La verdad nos da más herramientas para cuidarnos, la consciencia nos da más percepción, el tiempo, astucia, pero nada de todo eso nos quita el estremecimiento que nos produce sentir que cualquier tipo podría ser una amenaza.
Me niego a ver crecer a la hija de mi amigo bajo el régimen del miedo. Me niego a ver crecer a sus amigas creyendo que sus polleras son causa de un abuso. Me niego a ver crecer a las nuevas generaciones haciendo como si nada. Y por eso insisto e insistimos en el feminismo como nueva normalidad; todes somos, de manera única, la misma materia y como consecuencia de esa igualdad, que hoy resulta idílica y lejana, es que podremos caminar por las calles libremente. Es que ningún tipo va a mostrarnos nunca jamás su pene sin nuestro consentimiento porque “qué pito vemos” debería ser únicamente decisión nuestra.
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