Francisco habló. Lo hizo a través de un video-mensaje dirigido a la Conferencia Internacional del Trabajo en el que desgranó 27 minutos de reflexiones referidas al momento actual de la humanidad, las aceleradas transformaciones en el mundo del trabajo, la situación de los más vulnerables, los riesgos del aislacionismo, la cultura del descarte, el desempleo juvenil, las desigualdades e injusticias sufridas por las mujeres y tantísimos otros temas.
Fue una pieza signada por la precisión, claridad y rigor conceptual que rigen el pensamiento pontificio, tan alejado de la improvisación balbuceante que evidencian otros liderazgos. Sus reflexiones son audaces e inquietantes, en tanto dan justo en el blanco de los dilemas existenciales que sacuden a la humanidad en un momento crucial de su existencia.
Así actúan los verdaderos líderes: asumiendo un compromiso con su propio tiempo histórico, construyendo doctrina, ofreciendo un horizonte de esperanza a quienes caen en el desasosiego y reafirmando la existencia de valores axiológicos comunes aún en los momentos de mayor confusión.
La audacia de Francisco entronca con una línea de pensamiento doctrinario que lleva más de 100 años. Su pensamiento es orgánico, continuador de una rica tradición que se conoce como Doctrina Social de la Iglesia. Por eso es que llama la atención los ánimos exaltados de algunas voces que se alzaron escandalizadas ante la palabra del Papa. Y aquí quiero detenerme: la dimensión universal de su liderazgo espiritual parece no hacer mella en quienes despliegan cotidianamente una práctica canibalesca que agravia y mancilla sin ton ni son, a diestra y siniestra, buscando la polémica donde debiera haber, si no coincidencia, al menos respeto y consideración hacia el otro.
Las reflexiones ofrecidas por Francisco debieran motivar el pensamiento crítico y la posibilidad de contrastar nuestras convicciones con otras miradas, con otros enfoques. En definitiva ese es el espíritu de una verdadera democracia: el diálogo, el ejercicio de ir derivando conclusiones a partir de ponderar distintos puntos de vista en un juego de contrastes recíprocos destinados a alumbrar la verdad. Pero no. La palabra de Francisco fue la excusa para exhibir un arsenal de descalificaciones propias de una forma de concebir la política y el debate de ideas desde la injuria y el agravio como prácticas sistemáticas.
¿Qué hubo de novedoso en el mensaje papal para despertar tanta indignación? Nada. Concretamente el escándalo derivó de la opinión respecto del carácter de derecho secundario de la propiedad privada. Veamos qué dice la Iglesia.
León XIII, en 1891, dictó la primera encíclica social de la Iglesia y abordó estas cuestiones. Pío XI hizo lo propio en Quadragesimo Anno, Paulo VI en Gaudium et spes y Juan Pablo II en Centesimus Annus, donde se refirió expresamente al “destino universal de los bienes de la tierra” En definitiva: no hay nada nuevo bajo el sol sino una clara continuidad doctrinaria desplegada con una puntillosidad incluso literal.
En mi caso particular he expresado en tantísimas oportunidades que asumo mi responsabilidad como ministro de velar por la vida de las personas y también por el debido resguardo de la propiedad privada. Esta es inviolable y mi función es garantizarla. No son meras palabras, lo he demostrado en numerosas oportunidades como un compromiso inquebrantable.
Somos un país que necesita producir riqueza, es decir generar bienes para el disfrute y goce de hombres y mujeres que encuentren en el trabajo un modo de realización personal y familiar. La propiedad privada supone el señorío humano sobre esos bienes materiales y simbólicos, y ello hace posible superar las contingencias de la vida desde la posibilidad de construir bienestar y confort para el mejor despliegue de nuestro proyecto existencial.
Debatir sobre estos temas puede resultar ocioso a un ojo ajeno a nuestra idiosincrasia, porque hay cuestiones ya resueltas que no merecen más discusión. No se discute en el mundo desarrollado el valor de la propiedad privada como tampoco la necesidad de construir marcos regulatorios que la hagan compatible con su función social. Pero en esta Argentina hemos generalizado la práctica de exacerbar hasta extremos inconcebibles cada posición, imposibilitando la profundización de debates que derivan siempre hacia el grotesco y el patetismo.
El liderazgo espiritual de Francisco tiene una dimensión universal que no admite los reduccionismos canallescos construidos desde las trincheras de la política doméstica. Tanta ofuscación por sus palabras sólo cabe atribuirla a la ignorancia o tal vez a la mala fe de quienes pretenden derivar conclusiones que resultan exageradamente artificiosas y falaces.
Francisco me acercó a la espiritualidad con un vigor renovado. Lo que antes me parecía lejano comenzó a suscitar mi respeto. Comprendí que la fe no es mera superchería o falsa conciencia sino algo de una dimensión extraordinaria que está presente en todas las culturas, bajo distintos ropajes, y que se vincula con algo primordial de nuestra existencia. En mi militancia tomé contacto con los curas villeros, curas de los suburbios, impregnados de un compromiso total y absoluto con su credo, claro está, pero también con el prójimo, con el otro que sufre. Muchas veces escuché en política que debemos estar dispuestos a renunciar a todo para servir a los demás. Lo cierto es que esa frase de la política la vi reflejada de un modo único en esos curas de los que hablo, que eligen vivir en barrios alejados, en pequeñas viviendas al fondo de sus capillas despojadas de todo confort y verdaderamente austeras.
Ese mundo hizo replantearme muchos de mis prejuicios y comprender que hay muchas maneras de vivir la vida, muchas maneras de concebir la solidaridad, muchas maneras de pensarnos a nosotros mismos como seres que aspiramos a trascender y proyectarnos hacia algo mucho más grande que nuestra mera individualidad despojada de sentido.
No soy militante de la Iglesia. Nunca lo fui y tengo diferencias en muchísimas cuestiones. Pero no puedo escapar a la prédica de Francisco, a su corrosiva interpelación de un mundo que está destruyendo las condiciones de posibilidad de la vida humana sobre el planeta Tierra, con políticas pensadas desde el cortoplacismo más ramplón. Su mensaje merece un ejercicio de reflexión que nos permita reencontrar ese común denominador que nos hace hijos de una misma tierra.
Es el tiempo de hacer, más que nunca. Construir cercanía con el prójimo que sufre, dice Francisco en clave religiosa. Construir cercanía con el compatriota más humilde, podríamos decir nosotros en clave más mundana. Para ello debemos despojarnos de nuestras miserias y redescubrir que la realización individual no está disociada de la realización colectiva, y que la realización del conjunto es inconcebible sin la realización personal de cada uno de sus miembros. Ojalá la palabra de Francisco logre despabilarnos y así poder construir un mundo mejor.
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