El menemismo, la peor versión del colonialismo

Durante los 90 el Estado se convirtió en un botín de guerra. Aquello que era de todos, fruto de décadas de esfuerzo, fue entregado al mejor postor

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Carlos Menem y Domingo Cavallo
Carlos Menem y Domingo Cavallo

Si los setenta fueron la violencia ideologizada que llevó a la derrota de la democracia, los noventa implicaron la peor versión del colonialismo que llevó a la disolución definitiva a la sociedad integrada ya agraviada con el último golpe.

La distorsión de algunos conceptos en los setenta se expresa al decir “treinta mil”, cuando la cifra de muertos fue desmesurada pero no llegó a diez mil. Y para disimular los noventa se habla de “setenta años” cuando la miseria tiene tan sólo cuarenta y cinco, se inicia con Martínez de Hoz-Cavallo y se completa con Menem, Cavallo y Dromi.

El último golpe nos encuentra con USD 6 mil millones de deuda externa y 4 por ciento de pobreza pero con juegos de bancos y financieras llevarán la deuda a la proximidad de los USD 50 mil millones sin aportar nada. Por eso los propagadores liberales agreden la memoria de José Ber Gelbard para evitar asumir las miserias sembradas por su antecesor Martínez de Hoz.

Don Raúl Alfonsín intentó enfrentar las deformaciones de la dictadura, con aciertos y errores fue el último invalorable esfuerzo de la política para conducir la sociedad. Los juicios a los militares y la reivindicación de los derechos humanos fueron logros para una sociedad pacificada.

Entonces vendrá Menem y regalará el Estado a los privados; aquello que era de todos, fruto de décadas de esfuerzo, es entregado al mejor postor. No fue privatización, solo saqueo, robo a mano alzada de un Parlamento manejado a fuerza de prebendas económicas y deformación ideológica.

La tesis central era “el Estado es mal administrador” en consecuencia, lo convierto en botín sin guerra. Cuando nos asaltan, según el consenso de Washington, resulta que nos están “privatizando”. Es el clásico “dame lo de todos que me lo llevo para casa”. Casi no hubo inversiones, en algunos casos se quedaron con la caja e iniciaron la fuga de capitales que terminaría en esta deuda impagable generada en esa insensatez.

Desde la televisión, Bernardo Neustadt convencía a “Doña Rosa” deque era mejor el privado que el Estado. La luz, los teléfonos, el gas, el juego, los aeropuertos, las rutas, las jubilaciones, todo pasaba a manos privadas y comenzábamos a pagar por aquello que era nuestro. Riquezas que nadie generaba obligaban a pedir prestado para que se lleven ganancias que no existían. Por eso mienten cuando toman como eje los años de la inflación porque el nervio de nuestra decadencia está en la deuda que generan el golpe de Estado y las privatizaciones.

Sumemos también el hecho de eliminar las regulaciones que limitaban excesos. Desregulamos todo y la riqueza dejó de crecer, pero inició el patético proceso de concentrarse en pocas manos. Surgieron algunos centenares de nuevos ricos sobre millones de nuevos pobres. El Estado pagaba las jubilaciones y los privados se quedaban con los aportes, un talento deslumbrante para el robo. Recuerdo haberle preguntado a un liberal en serio como Don Juan Alemán si ese sistema era viable, me quedó claro que estaba demasiado alejado de nuestra posibilidad de financiación.

Si tomamos el país que recibió Menem y el que habitamos hoy duele todavía el daño hecho. Nadie puede negar que con las privatizaciones, tema del cual no podemos hablar sin tocar desmesurados intereses, decidimos destruir la clase media y convertirla en clase baja. Los Kirchner participaron de esa fiesta, ellos entre otros se ocuparon de la destrucción de YPF.

Ningún otro país decidió destruir el ferrocarril ni regalar industrias expulsando obreros que después debería subsidiar. Decenas de empresas pasaron de manos del Estado o de empresarios nacionales a manos de empresas extranjeras. Vendíamos todo para terminar incrementando la misma deuda. De pronto nuestro sueño de ser Nación se había derrumbado en la frívola voluntad de ser colonia. Décadas imitando el modelo europeo capaz de integrar a todos sus habitantes, de hacerse cargo de la educación y la salud y de pronto, nos deslumbra el modelo americano, sistema donde la riqueza no tiene límites mientras tampoco los tiene la pobreza, sistema donde nadie se hace cargo del ciudadano.

Los noventa son el fin de la Argentina próspera, de la integración social y del sistema distributivo más justo y amplio del continente, fruto del esfuerzo de conservadores, radicales y peronistas. Es la década en la que se inicia esta destrucción que nunca se detuvo ni se va a detener mientras esa miserable visión siga vigente, donde los caídos se agolpan en nuestras calles y los jóvenes deciden emigrar.

Recordemos que con Alfonsín votamos una ayuda con las “cajas pan” que no llegaba al millón de necesitados e imaginábamos coyuntural. A lo largo de los años 90, destruyeron una sociedad sin jamás hacerse cargo de su patética obra. Son ellos quienes sustituyen el prestigio de la política por figuras de la farándula, donde el Estado deja de ser responsable del destino colectivo para convertirse en el instrumento de los grupos de interés. Nunca asumieron que la suma de las codicias privadas no da una patria, sino que genera la decadencia de una sociedad. La iniciativa privada es motor productivo, pero nunca conducción colectiva. Y la política es un arte eterno que no puede ni debe ser suplantado por la limitada mirada de la economía y los intereses privados. Los noventa son la consumación de la traición a la patria y el intento de volvernos colonia. La fotografía del ex ministro con el dueño del laboratorio sintetiza hoy como nadie la descripción de esa década. Muestra que esa mirada colonial sigue tristemente vigente y sus patéticos frutos están a la vista.

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