No hace mucho fue publicado el libro Los noventa, la Argentina de Menem, coordinado por Eduardo Menem y Carlos Corach y escrito por, además de los nombrados, varias destacadas personalidades que cumplieron funciones de jerarquía en el gobierno (entre ellos Domingo Cavallo, Alieto Guadagni, Horacio Liendo). Dejando a salvo que “me corresponden las generales de la ley”, ya que también integro la lista de autores, puedo recomendar la lectura de esta obra que, con seriedad, datos objetivos, y testimonios de primera mano, sale a confrontar con la “leyenda negra” que el “relato” construyó sobre aquellos años 90′.
Alguna vez Perón, todavía en el exilio y acusado de tirano, déspota, corruptor de menores, ladrón, filo nazi (me acuerdo que La Prensa diario lo llamaba “el tirano prófugo cripto-nazi-fascista-nipo-falangista, ¿recurrirían a tan trabajada calificación porque el uso escrito o verbal de la palabra “Perón” y otras alusivas a la “segunda dictadura” –la primera era adjudicada a Rosas- estaba penado por la ley?) dijo algo así como: “No es que nosotros hayamos sido muy buen gobierno, sino que los que nos siguieron fueron un desastre”. Lo que siguió al menemismo fue tan pero tan malo que… bueno, así estamos. Marginalidad, pobreza, inflación, destrucción de los servicios públicos mientras regresamos a la elefantiasis estatal, y hay más en la lista. Claro que hay culpas exógenas, como la pandemia y sus efectos colaterales de destrucción económica, pero también las hay endógenas que vienen ya de tiempo atrás.
Menem impulsó una revolución en Argentina, la que, en el sentido al que me referirá, fracasó.
Primero debo explicar el empleo del término revolución, especialmente porque tal nombre ha sido muy manoseado en la Argentina; pensemos en la llamada “libertadora” de 1955, en realidad “fusiladora”, como primera gran experiencia del terrorismo de Estado en nuestro país, o en la irrespetuosamente autodenominada “Argentina” de 1966, poco más que un sistema autoritario que terminó con no mayor pretensión (fracasada) que la de impedir el regreso triunfal de Perón.
Por revolución puede entenderse un fenómeno (no necesariamente violento) que cambia de manera radical la situación imperante con anterioridad. Existieron grandes revoluciones políticas (como la Americana -del norte- y la Francesa, ambas de fines del siglo XVIII, ambas también culturales e institucionales), otras especialmente institucionales, como las hispanoamericanas del siglo XIX, otras económicas y sociales (como la Revolución Industrial), otras que revolucionaron todo (como la Rusa de 1917). Estas han sido de trascendencia histórica, pero también están las que no por carecer de tal trascendencia, dejaron de tener impacto en sus lugares y épocas, como la peronista de 1945 para la Argentina, o la cubana en los 60′ del siglo pasado.
Es también posible clasificar a las revoluciones con las siguientes categorías, según su grado o modalidad de éxito en el tiempo (es decir, sin referencia a la toma inmediata del poder): triunfantes; fracasadas en principio pero triunfantes a largo plazo; fracasadas totales.
Ha sido triunfante la Americana, no solo porque logró la independencia de la Corona inglesa, sino porque instaló un nuevo sistema institucional (el constitucionalismo moderno) que terminó imponiéndose en casi todo el mundo, especialmente a partir de las victorias en la Segunda Guerra Mundial y, luego, en la Guerra Fría. Fue triunfante a largo plazo la Revolución Francesa, en cuanto esparció sus contenidos ideológicos en Europa y en toda América, a pesar del terror jacobino que inmediatamente generó y las sucesivas dictaduras bonapartistas que siguieron. Fracasó la Revolución Rusa o Soviética, sin que parezca probable que sus ideas inspiradoras puedan tener éxito a largo plazo, como en cambio ocurrió con la Francesa.
La menemista fue una revolución –destaquemos: pacífica, democrática, respetuosa de derechos y libertades- porque modificó de raíz el sistema económico social argentino, especialmente en lo que hace a las relaciones del Estado con la Sociedad.
Desde 1955 en adelante el Estado no había dejado de aumentar su tamaño y, de manera casi exponencial, su ineficiencia (gasto excesivo de recursos) y su ineficacia (fracaso en la obtención de los resultados). Era un gordo fofo: cuanto más grasoso más enfermo e inútil. Los gobiernos militares ampliaron la dimensión del Estado ultra-regulador, ultra-empresario, tendencia que los ocasionales (hasta 1983) gobiernos civiles no supieron o no pudieron revertir. Al amparo de una legislación que permitía al Estado hacerse propietario de empresas quebradas (asumiendo las deudas, por supuesto) para proteger las fuentes de trabajo, el sector público se engrosó con una variada gama de empresas comerciales, ninguna de ellas de verdadero interés público. El Estado benefactor (en aquella “militarocracia”) no sólo “salvó” los puestos de trabajo existentes –que él mismo había puesto en peligro como consecuencia de erradas políticas económicas- sino que los amplió en una medida que no guardó relación alguna con la productividad y éxito de la empresa (desempleo encubierto).
Por su parte, el sector privado se encontró cada vez más ahogado con regulaciones de todo tipo y grado de inutilidad real, de manera que la autonomía de la voluntad en las relaciones contractuales conmutativas, en la práctica, fue reemplazado por la voluntad del regulador.
Como lo malo, si no se corrige, siempre termina peor, la situación explotó en los últimos años de la década del 80. Hay que decirlo porque hoy un porcentaje importante de la población no tiene (por razones etarias) recuerdos personales de la crisis: no había suficiente provisión de gas domiciliario, ni de combustible en las estaciones de servicio, ni de electricidad (por ej, organizábamos las clases en la universidad según el cronograma de cortes de energía diarios) ni teléfonos (todavía fijos) para las empresas y los domicilios (en realidad, casi no había servicio telefónico) las rutas estaban destruidas, la hiperinflación había llegado al 300% mensual.
Menem, con su revolución silenciosa (nunca fue pregonada como tal) corrigió de raíz aquella caótica situación, que ya no era producto de malos o desafortunados gobiernos sino de la estructura misma de la relación Estado-Sociedad. Menem sometió al gordo fofo a un entrenamiento y dieta intensivos, y consiguió, en poco tiempo, sin conflictos sociales y sin medidas autoritarias, un Estado delgado y musculoso que al año 1999 iba en camino seguro, aunque siempre difícil y con contratiempos, de llegar a lo que podríamos llamar una situación óptima de competitividad atlética.
La revolución menemista fue de concepción intelectual sencilla: la aplicación, según las exigencias de las circunstancias correctamente diagnosticadas, del principio de subsidiariedad, que fija los límites entre las competencias del Estado y la Sociedad y señala, sustancialmente, que el Estado no debe hacer lo que la Sociedad se encuentra en condiciones de hacer por sí misma sin afectación del Bien Común. Subsidiariedad con solidaridad, comenzando con lo primero: desterrar esa gran estafa a los más humildes que se llama inflación.
¿Neoliberalismo? A veces los nombres son solo etiquetas al servicio del “relato”. El Perón de 1952-1955 (luego de asentar las bases necesarias para lograr un Estado fuerte) comenzó el camino de la “nueva relación” y, claro, no lo podemos calificar de neoliberal. Tampoco a los Papas, desde Leon XIII a finales del siglo XIX a Francisco en nuestros días. La subsidiariedad es un principio cardinal en la doctrina social de la Iglesia, que encuentra sus fuentes en Santo Tomás de Aquino, quien ya en siglo XIII enseñaba que las funciones de la autoridad política con respecto a la sociedad son tres: corregir el desorden; perfeccionar en lo posible y suplir en lo que haga falta. Es decir, orientar, ayudar, facilitar, impulsar y solo cuando sea indispensable, suplantar. En definitiva, las funciones o competencias esenciales de Estado –educación, salud, seguridad, defensa, justicia, servicios públicos (que, en principio y cuando son de gestión empresarial, deben ser prestados por concesionarios privados)- son actividades de ayuda, de generación del “medio ambiente” necesario para que los particulares estudien, trabajen, inviertan. El gordo fofo, en cambio, había sobreactuado en la suplencia, desplazando a la actividad privada, aun sin verdadera necesidad, y haciendo mal la tarea, a la vez que era un fracaso total en lo que hacía a aquellos cometidos indispensables.
Hubo una revolución. ¿Pero triunfó? Si en lo inmediato, ya que hasta 1999 la “nueva relación” se fue estableciendo e implementando con éxito, pero no trascendió a su propio momento. Fue siendo literalmente demolida por las administraciones sucesivas, ya sea por incapacidad política (quizás Cavallo hubiese gestionado y superado la crisis del 2001 de haber contado con un marco político adecuado, basado en la autoridad presidencial) o bien por designio, auto justificado en las propias malas consecuencias de las acciones y omisiones “contrarrevolucionarias”.
Tengo esperanzas de que la revolución de los 90′ no haya fracasado de manera definitiva. Es que sus principios y políticas no nacieron de ideologías del momento, sino del sentido común y de la prudencia, que es la principal virtud política, la que permite llevar a la práctica las verdades que son evidentes por sí misma, entre ellas la relativa a la subsidiariedad y la solidaridad, amén del reconocimiento de la primacía de la persona y de la sociedad sobre el Estado.
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