Nuevamente la patria nos convoca para recordar a uno de los máximos próceres de nuestra historia y a su decisión de crear el símbolo que resultó fundamental en nuestros primeros pasos como nación: la Bandera Nacional.
El General Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano es un arquetipo de virtudes y principios que lo hacen acreedor de la estima y la consideración unánime de los argentinos de hoy, de ayer y, seguramente, de mañana.
Abogado, ardiente revolucionario durante los sucesos de mayo, militar incansable por imperio de las circunstancias, ideólogo fuerte en la construcción de nuestras primeras leyes, ferviente impulsor de la educación y constante defensor de la causa nacional. Esencialmente un demócrata que creía que el nervio de las revoluciones consistía en el impulso de los pueblos. Sus cualidades humanas dieron contenido ético a la revolución, otorgándole sustento a la credibilidad y a la nobleza de los fines perseguidos.
Pero no es la intención de estas palabras hacer una recopilación histórica y de alabanzas repetidas en el tiempo. A Belgrano debemos tanto en nuestras primeras horas como patria libre pero más allá de ese aporte invalorable le debemos el honor de haber creado el símbolo que nos unió como hermanos y conciudadanos; aquel que encarna, al mismo tiempo, las glorias de su pasado, sus ideales de hoy y la grandeza que le reserva el porvenir. Quizás él nunca imaginó la relevancia que tomaría con el tiempo este símbolo de unidad.
La bandera es todo, es la Patria misma. Sin ella hubiera sido imposible pensar en un país unido y fuerte; sin ella, el esfuerzo y el coraje para definir la emancipación y el territorio que hoy ocupa la república Argentina hubieran sido inertes; sin ella hubiera sido imposible llevar el mensaje de libertad al Alto Perú, Chile, Paraguay y la Banda Oriental. Fue la bandera que en los albores del siglo XX enarboló el General Savio en Altos Hornos Zapla y el General Mosconi en Yacimientos Petrolíferos Fiscales; la misma que hace casi 40 años volvió a flamear en las Islas Malvinas, donde jóvenes argentinos, bajo su manto, se llenaron de gloria; la que nos representa ante el concierto de las naciones en organismos internacionales, la que flamea en nuestras embajadas, en misiones de mantenimiento de la paz y en el continente antártico. La que nos hace sentir orgullosos de ser argentinos. Díganme acaso si sus ojos no se han ahogado contadas veces al verla flamear mientras entonamos las estrofas de nuestro Himno.
La imagen de este símbolo nos tiene que servir para entender el verdadero sentido de nuestro patriotismo. Este tiempo que transcurrimos nos exige compromiso y responsabilidad. Los que convivimos cotidianamente en un ámbito donde tenemos a estos símbolos como sagrados debemos tenerlo bien presente. De qué vale una escarapela en el pecho si por ella no hemos dejado todo el esfuerzo necesario; de que vale ostentar un cargo, un título, una posición si no cumplimos con lo principal de eso que es ser un instrumento útil a los demás.
Hoy no solo recordamos a la bandera y a su creador, hoy debemos celebrar lo que ella irradia, lo que ella simboliza: el ideario de libertad con el que nació la patria, encarnado en los valores de Manuel Belgrano y nuestros próceres, nuestra fe, nuestros sueños, el compromiso con el bien común y el humilde respeto a nuestra madre patria y lo heredado de ella. Los colores están más allá de nuestras diferencias; esa bandera nos ha unido en batallas, luchas intelectuales y aun en la muerte. Ella nos salva del naufragio de la desintegración y del individualismo, por ella hemos aprendido a ser uno y sin unidad casi todo siempre resultará imposible.
Sintámonos argentinos de bien, seamos dignos de estos colores y del legado de su creador, que nuestro compromiso sea a conciencia, para que al caminar cotidiano lo acompañe la sensación de orgullo, de pertenencia y de servicio cumplido. Que así sea.
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