Con el declarado propósito de mantener artificialmente bajos los costos de la energía, el Gobierno Nacional ha venido desplegando una política altamente perjudicial. Al hacerlo, ha reiterado la delirante política energética impulsada desde hace casi dos décadas, con algunos intentos de reversión incompletos.
La cuestión energética ha estado atravesada durante décadas por un falso dilema entre un nacionalismo a ultranza y un liberalismo extremo. Pero la contracara de esos extremos no es uno u otro, sino una aproximación pragmática a la problemática.
Pocas veces se intentaron políticas realistas. En el tramo final de su gobierno, el general Juan Perón llegó a firmar un contrato de exploración y explotación con la Standard Oil de California. Eran tiempos en que Perón intentaba un acercamiento a los EEUU. Entonces, sus principales oponentes fueron los diputados radicales, nucleados en el legendario bloque de los 44. Entre ellos sobresalía un joven y talentoso diputado por la Capital: Arturo Frondizi. Su recordada obra “Petróleo y Política” condensaba una formidable crítica a la política de concesiones del gobierno peronista. Sin embargo, tres años más tarde, ya como presidente, Frondizi lanzaría su ambiciosa “Batalla del Petróleo”, consiguiendo a través de una reedición de los contratos de Perón, importantes inversiones en la materia, consiguiendo en pocos años el anhelado autoabastecimiento.
El gobierno de Arturo Illia anularía aquellas concesiones en 1963, en un error del que muchos años más tarde se arrepentiría el propio presidente Raúl Alfonsín que en aquel momento era diputado nacional. Alfonsín realizó aquel reconocimiento sobre el grave error histórico que significó la anulación de los contratos petroleros por parte de Illia el 7 de agosto de 1987, durante un encuentro en Olivos con empresarios argentinos y brasileños, entre los que se encontraban Franco Macri, Carlos Bulgheroni, Carlos Tramutola y Julio Werthein.
En los años 90 el país alcanzó un récord de generación de energía a través de una modernización del sector y gracias a una importantísima llegada de inversiones extranjeras. El país se convirtió en pocos años en exportador neto de energía y logró revertir décadas de desinversión.
Pero la salida de la convertibilidad y la gran devaluación de 2001/2002 alteró gravemente la macroeconomía argentina y con el objeto de paliar los graves efectos de la pérdida violenta del poder adquisitivo del salario las autoridades de entonces congelaron las tarifas de la energía. Los efectos iniciales de esa política, sin embargo, lograron disimularse mediante un aumento de los subsidios al sector que pretendían compensar a las empresas de generación y distribución que de la noche a la mañana habían visto reducirse significativamente sus ingresos. A lo largo de los tres lustros siguientes, los gobiernos que se sucedieron insistieron por ese camino. El valor de la energía, sin embargo, tiene componentes internacionales que impiden desacoplar completamente los precios internos con respecto a aquellos.
Durante algún tiempo, estas distorsiones parecieron disimularse gracias a que la salida de la convertibilidad había coincidido con un aumento vertiginoso de los precios de los commodities en el mundo -explicado en buena medida por el ingreso de China a la OMC y el fenomenal incremento de la demanda de ese país y del Asia en su conjunto- que naturalmente empujó el crecimiento de la economía de casi la totalidad de los países emergentes en la primera década del siglo. Pero aquellos tiempos de bonanza se agotaron rápidamente y ya a partir de 2008/2009 comenzaron a acumularse graves desbarajustes macroeconómicos cuya expresión más patente es la altísima inflación argentina, una de las más altas en un mundo en que prácticamente todos los gobiernos han logrado eliminar el flagelo inflacionario.
Una prueba de las enormes distorsiones en el sector lo ofrece el hecho de que mientras la devaluación del peso argentino entre diciembre de 2001 y diciembre de 2015 fue de más del mil por ciento, las facturas de gas en las áreas residenciales metropolitanas aumentaron tan sólo el 175 por ciento. No hace falta ser un experto en energía para advertir que en ese marco macroeconómico, resulta inimaginable que puedan existir condiciones para la inversión en el sector.
Naturalmente, buena parte de esa brecha se ha cubierto con sucesivos subsidios a los efectos de evitar “tarifazos” o ajustes brutales en el costo de la energía. Detrás de esa política se esconde la causa principal de la emisión monetaria causante de la inflación persistente que aqueja al país.
A su vez, esa política ha llevado -contrariamente a la declamada voluntad de “proteger a los sectores populares”- a la injusta realidad de beneficiar proporcionalmente más a los ricos que a los pobres y más a los habitantes del centro del país que a los que viven en la periferia. Esta situación adquiere un perjuicio aún mayor en aquellas regiones geográficas no alcanzadas por los servicios públicos. Estas distorsiones han provocado además el hecho de emitir mensajes contradictorios a los consumidores despertando un dispendio y derroche excesivo por parte de quienes creen que la energía es prácticamente regalada.
Una política como la existente sólo puede generar un déficit permanente en materia de inversiones en el sector. Ello redunda en cortes en el suministro eléctrico -que serían infinitamente más frecuentes si no fuera por la interminable recesión derivada de la cuarentena y las medidas gubernamentales- como los argentinos soportamos a fines de los años 80 o en tiempos más recientes.
Esta política energética demencial se transformó con los años en un verdadero Talón de Aquiles para la economía argentina dado que los subsidios relativamente comprensibles de comienzos de los 2000 se transformaron en una de las principales erogaciones del Estado consolidando una carga insoportable para el aparato productivo.
En tanto, con la llegada de la Administración Fernández-Kirchner en diciembre de 2019, la política de congelamiento de tarifas energéticas y subsidios ha vuelto a su esplendor. Pero esta política a su vez tiene lugar en un escenario infinitamente más complejo que el de los primeros años de la Administración Kirchner (2003-2007) cuando una combinación de factores virtuosos permitieron a la Argentina “disimular” los efectos negativos de una política que ya estaba destinada a fracasar.
Un informe elaborado por el ex secretario de Energía Daniel Montamat -con una claridad que le es propia- señala que la demanda eléctrica decreció en 2020 un 1,3 por ciento con respecto al año anterior. Desagregado, ese indicador refleja un aumento del 8 por ciento en el consumo residencial -como consecuencia de la extensa cuarentena- mientras que el sector comercial y de industrias pequeñas experimentó una caída de 5,1 por ciento al tiempo que el sector industrial decreció en un 11,5 por ciento. La misma consultora estima que los subsidios energéticos podrían alcanzar los nueve mil millones de dólares en 2021 (fueron seis mil millones en 2020) y que las importaciones de Gas Natural Licuado se duplicarán este año con respecto al año anterior. Otras distorsiones como la brecha entre el dólar oficial y el paralelo contribuyen al desorden macroeconómico.
En síntesis, el Gobierno Nacional ha desplegado desde su asunción una suerte de restauración de la política energética de las administraciones Kirchner (2003-2015) reiterando los errores que nos han traído hasta este presente de pobreza y postergación, al tiempo que repite una aproximación a la economía y a la política exterior basada en prejuicios ideológicos.
Una vez más, se insiste en el error de aplicar recetas equivocadas que ya fracasaron tantas veces en el pasado. Ellos se derivan fundamentalmente del sacrificio del largo plazo en pos de un rédito inmediato. Una práctica que implica uno de los vicios más repetidos de nuestros gobiernos y que ha tendido un largo camino al fracaso empedrado con buenas intenciones de corto plazo.
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