El 12 de junio de 1956, al general Juan José Valle lo detuvieron, lo llevaron a la Casa de Gobierno, lo juzgaron sumarísimamente en la Escuela de Mecánica del Ejército, y lo fusilaron esa misma noche en el patio de la ex penitenciaría de Las Heras.
Ese mismo día también fusilaron a Juan Alberto Avalle, sindicado de matar en un atentado, dentro de un tren, a un oficial principal de la Policía Federal llamado Rafael Hernández.
Recién con la muerte de Valle el gobierno levantó la ley marcial, y cesaron las ejecuciones.
Pero para entonces ya habían sido más de treinta los civiles y militares involucrados en el movimiento que él había liderado que fueron pasados por las armas.
El general Valle le dejó a Aramburu una carta apresuradamente escrita, donde entre otras cosas le dijo:
“Ningún derecho, ni natural ni divino, justificará jamás tantas ejecuciones. Con fusilarme a mí, bastaba. Pero han querido escarmentar al pueblo. De aquí esta inconcebible y monstruosa ola de asesinatos”.
La carta terminaba así: “Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas, verán en mí a un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Que mi sangre sirva para unir a los argentinos. ¡Viva la patria!”.
Ley marcial
A las 0.30 del 9 de junio, por Radio del Estado y la Red Argentina de Radiodifusión, se difundió un decreto-ley implantando la ley marcial en todo el país.
El decreto llevaba la firma de Aramburu, de Isaac Rojas, y de los comandantes de las Fuerzas Armadas.
En la misma madrugada y por los mismos medios, se emitió éste comunicado de Rojas:
“Se comunica al pueblo de la República que a las 23 horas del día sábado se produjeron levantamientos en varias unidades militares de la provincia de Buenos Aires. El Ejército, la Marina y la Aeronáutica, apoyados por Gendarmería Nacional, la Prefectura y la Policía iniciaron operaciones para sofocar el intento de rebelión. Se ha declarado el imperio de la ley marcial en todo el territorio de la República. Se recomienda a la población tener calma y confianza en la fuerza y consolidación de la Revolución Libertadora”.
A las 17.30 del 10 de junio, la población escuchó por radio un comunicado de la Presidencia de la Nación solicitando la detención de los “ex” generales Juan José Valle y Raúl Tanco.
“Se recomienda a las autoridades militares y policiales de la Nación y de todas las provincias la captura de los ex generales Juan José Valle, por rebelión y malversación, y Raúl Tanco, por rebelión”, expresaba.
Comienzan las ejecuciones
El domingo 10 comenzaron las ejecuciones, y los diarios del día siguiente informaron:
“Por decreto suscripto por el primer mandatario, general Aramburu, y los ministros de las Fuerzas Armadas, se impuso la pena de muerte por fusilamiento a los coroneles retirados Alcibiades Eduardo Cortínez y Ricardo Salomón Ibateta, al teniente coronel (R) Oscar Lorenzo Cogorno, a los capitanes Dardo Néstor Cano y Eloy Luís Cano, al teniente primero Jorge Leopoldo Noriega, al teniente primero de banda Néstor Marcelo Videla, a los suboficiales principales Miguel Ángel Paolini y Ernesto Garecca, al sargento Hugo Eladio Quiroga y al cabo primero músico Miguel José Rodríguez. Por otro decreto similar, se impuso la misma pena al sargento ayudante de Infantería Isauro Costa, al sargento ayudante carpintero Luís Bugnelli, y al sargento músico Luciano Isaías Rojas. Todas las ejecuciones fueron ya cumplidas”.
Ese mismo día 11 de junio, los periódicos de todo el país también difundieron ésta información sobre otros fusilamientos que se habían producido en Avellaneda:
“Fueron fusilados en Avellaneda el teniente coronel (RE) Valentín Irigoyen por haber sido encontrado con un transmisor portátil y proclamas revolucionarias, el capitán (RE) Jorge Miguel Costales por comandar un grupo civil perturbador en Avellaneda, y los civiles Clemente Braulio Oz, Norberto Oz, Osvaldo Alberto, y Dante Lugo”.
Aclaración sobre fusilados
Ese 11 de junio, el gobierno consideró necesario hacer ésta aclaración sobre la serie de fusilamientos que se estaban realizando en distintos lugares de Buenos Aires:
“No fue fusilado el teniente coronel Valentín Irigoyen, quien figuraba en la nómina de los ejecutados el sábado 9 de junio, en Lanús. El mismo todavía está prófugo. La inclusión de su nombre se debe a que en la lista de fusilados figura el coronel José Albino Yrigoyen, quien sí es uno de los ejecutados”.
En ese mismo comunicado también se dio a conocer los nombres de otros que habían sido fusilados durante el día 11 en las ciudades de San Martín y Lanús, respectivamente:
“En San Martín: Vicente Rodríguez, Nicolás Carranza, Carlos Alberto Crisazo, Francisco Garibotte, y Reinaldo Benavídez. En Lanús: Coronel José Albino Yrigoyen, capitán (RE) Jorge Miguel Costales, Clemente Braulio Ross, Norberto Ross, Osvaldo Alberto Albedro y Dante Hipólito Lugo”.
Los diarios de ese día 11 de junio también aportaron informaciones como la siguiente:
“Partió de regreso a la Capital Federal el general Lamberdi, quien presidió el tribunal militar que juzgó en forma sumaria a los insurrectos detenidos en la ciudad de Santa Rosa (La Pampa).
Allí se dispuso el fusilamiento del cabecilla de la intentona sediciosa en dicha provincia, capitán Walter Phillipeaux, quien fue traído desde Mercedes (San Luís), donde fue detenido ayer en plena fuga”.
Los pelotones de fusilamiento recién dejaron de trabajar el 13 de junio, con el fusilamiento del general Valle.
El recuerdo de Jorge Antonio
El empresario Jorge Antonio, quien al momento de producirse aquellos hechos estaba preso en el penal de Ushuaia, ofreció este testimonio sobre la rebelión de los militares peronistas:
“La idea central era traerlo de nuevo a Perón dentro de las 48 horas y poner en vigencia la Constitución de 1949. Valle había puesto fecha y hora al levantamiento: 23 horas del 9 de junio de 1956. Esa noche, doce civiles que formaban parte de la conspiración se reunieron en una casa de la calle Yrigoyen y Carlos Tejedor, en Florida, Buenos Aires, para escuchar por radio la proclama revolucionaria que sería la señal de inicio del levantamiento.
Pero alrededor de las 11 de la noche, un grupo de uniformados encabezados por el propio jefe de la Policía de Buenos Aires, José Desiderio Suárez, entró a la carga al lugar. Los llevaron a todos para matarlos en un descampado. Fueron los primeros fusilados, pese a que en el instante en que fueron detenidos aún no estaba vigente la ley marcial.
Alguien los delató. Las guarniciones del Ejército que debían ser copadas no estaban, como se esperaba, desprevenidas. El factor sorpresa no funcionó. A las 10 de la noche el gobierno ya estaba en conocimiento de lo que iba a pasar, y los estaban esperando. Habían sido traicionados.
El plan consistía en tomar una radio de Lanús para emitir la proclama revolucionaria. Simultáneamente, atacarían las guarniciones militares de La Plata, Campo de Mayo, la Escuela de Mecánica de la Armada, el cuartel de Santa Rosa, en La Pampa, y el Regimiento de Granaderos a Caballo, en Palermo.
Nada de eso se cumplió.
Ejecuciones legales
Aunque injustas e innecesarias, las ejecuciones ordenadas por la “revolución fusiladora” tenían un soporte legal que venía del gobierno anterior, es decir, del gobierno de Perón.
Fue Perón quien propició y dejó leyes que autorizaban el fusilamiento de todo militar o civil que se levantara contra el gobierno.
El 1° de septiembre de 1948, en lo que denominó Doctrina de Defensa Nacional (DDF), la Cámara de Senadores de la Nación sancionó la ley 13.234 de organización de la Nación para tiempos de guerra, publicada en el Boletín Oficial el 10 de ese mes.
La misma disponía que “todo oficial de las Fuerzas Armadas en actividad, y cumpliendo acto de servicio, podrá ordenar juicio sumarísimo con atribuciones para aplicar o no pena muerte por fusilamiento a todo perturbador de la tranquilidad pública”.
En septiembre de 1951, se sublevó el general Benjamín Menéndez, para impedir la reelección de Perón.
Éste golpe fue un completo fracaso. Comenzó a la mañana y a la tarde ya todo había terminado. Ni siquiera hubo enfrentamientos.
Sofocado el movimiento, Perón firmó un decreto ordenando el fusilamiento de todo militar sorprendido con las armas en las manos, y declaró al país en “estado de guerra interno”.
Con esa declaración, Perón cometió una verdadera herejía jurídica porque constitucionalmente no había nada que autorizara una figura como la de estado de guerra interna. Menos aún la pena de muerte, expresamente prohibida por la Constitución.
A los pocos días, el 16 de octubre de 1951, vino la ley 14.117 que modificaba el Código de Justicia Militar, cuyo artículo 643 pasaba a establecer que “los culpables de rebelión militar, en todos los casos, serán reprimidos con pena de muerte”.
Perón jamás imaginó que todos esos instrumentos legales después se volverían, como un boomerang, contra su propia gente.
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