El Presidente envió al Congreso un proyecto para que se le deleguen facultades extraordinarias, para tomar las decisiones vinculadas con el combate a la pandemia.
Hasta ahora ha venido ejerciendo esas facultades de manera autónoma, a través de decretos de necesidad y urgencia que le permitieron alterar el ejercicio de derechos individuales, sin el adecuado control del Congreso ni del Poder Judicial. Las crecientes críticas a esta modalidad, y la comodidad de no verse compelido a reiterar decretos cada cierta cantidad de días, probablemente fueron las principales motivaciones para pedir esos poderes.
Como el Parlamento no aprobó el proyecto de ley que pretendía otorgar al Presidente tales facultades delegadas, entonces se dictó un nuevo Decreto de Necesidad y Urgencia en reemplazo del que vencía ayer, para disponer prohibiciones, regulaciones y permisos por un tiempo más.
Bastante se ha dicho sobre los cuestionamientos constitucionales que pueden merecer estos decretos reiterados desde hace más de un año. El artículo 99, inc. 3° de la Constitución los prohíbe, salvo cuando el Congreso no pudiera reunirse y se tratare de una situación excepcional de necesidad y urgencia. Probablemente el primero de los decretos, allá por el 20 de marzo del año pasado, pudo haber cumplido estos requisitos. El Congreso había decidido dejar de sesionar por temor al contagio, y era necesario tomar decisiones urgentes en un mundo que estaba cerrando fronteras y suspendiendo transportes.
Pero desde el momento en que el parlamento encontró el modo de sesionar de manera virtual, ya la asunción por el Poder Ejecutivo de facultades que involucran la reglamentación del ejercicio de derechos, necesariamente debió cesar, y el Legislativo retomar sus atribuciones.
Tras un año de gobernar por decreto la pandemia, el Ejecutivo ha ensayado ahora la otra solución que prevé la Constitución en su artículo 76, es decir, la delegación legislativa, que si bien también está en principio prohibida, se autoriza en los casos de administración o emergencia pública, con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca.
Esa solución que parece razonable, es la que el Congreso no autorizó, al menos en los términos en que se redactó el proyecto por el oficialismo.
De este modo, parece hoy más claro que nunca que estos periódicos decretos de necesidad y urgencia que dicta el gobierno para enfrentar la pandemia, son inconstitucionales. Ya es claro que desde hace más de un año, el Presidente gobierna al margen de la Constitución.
Esta situación tiene una gravedad institucional enorme. Pero no es menos grave la responsabilidad del propio Congreso, a quien corresponde asumir las facultades que la Constitución pone en su cabeza.
Las alternativas que tiene el Legislativo son dos: 1) o asume de manera directa la elaboración de las disposiciones necesarias para enfrentar al virus (y sus modificaciones periódicas), 2) o procede a una delegación legislativa dentro de los términos y límites del artículo 76.
Lo primero parece bastante inconveniente, en un Congreso que funciona como dos grupos enfrentados a los que no les es sencillo dialogar, en especial si tienen que adaptarse a las cambiantes situaciones que el virus propone.
Lo más sensato es discutir una delegación legislativa, no como el cheque en blanco que pretende el Ejecutivo (pues eso es lo mismo que permitir que siga gobernando por decreto), sino con un marco de reglas claras, un control parlamentario para verificar que esas reglas se cumplan, un tiempo de ejecución acotado, y sometido también al control judicial de constitucionalidad y en especial de razonabilidad (es decir, que en el ejercicio de esas facultades delegadas no se alteren los derechos individuales, según dispone el art. 28 CN).
En lo relativo al marco legal para enfrentar al virus, hoy el Congreso está tan en falta como el Poder Ejecutivo. Ambos parecen muy cómodos, el Presidente monopolizando un poder que la Constitución no le da, y el Congreso quitándose una responsabilidad de encima y mirando para otro lado.
Las consecuencias de gobernar al margen de la Constitución son conocidas y muy peligrosas. La falta de institucionalidad no sólo es más grave que la crisis económica, sino que también es su causa principal.
Argentina, como alguna vez indicó Carlos Nino en el título de un famoso libro, es un país al margen de la ley. Naturalizar los excesos y desviaciones constitucionales de los gobernantes, conduce necesariamente al autoritarismo. Lo que hace algunas décadas no hubiese sido tolerado por la sociedad, hoy es moneda corriente, y la pobreza, miseria, falta de inversión y producción, abusos, corrupción y emigración de los más talentosos, son consecuencia directa de la falta de reglas razonables y un gobierno que se someta a ellas.
La gente ha dejado de cuestionarse si lo que el gobierno hace es legítimo o no. Hoy la preocupación pasa por si le permitirá abrir los comercios por un par de horas más, o mandar a sus hijos a la escuela.
El miedo al virus naturalizó el rompimiento de las reglas y la entrega de los derechos al gobierno. La falta de reglas a las que deba someterse el gobierno naturalizó el autoritarismo. Finalmente, en un país que ha venido coqueteando con el autoritarismo desde hace un siglo, la estocada final parece que la dará el temor al contagio de un virus.
Es muy fácil romper instituciones, mucho más difícil es recomponerlas. Hemos vivido entre crisis gravísimas y enormes esfuerzos para recuperarnos, hasta caer en nuevas crisis. Es indispensable volver a establecer reglas claras a las que el propio gobierno se someta, si no queremos que 2021 se sume a la lista de, sólo para mencionar los últimos hitos, 1975, 1989 y 2001.
Releer la Constitución y comenzar a cumplirla es un excelente primer paso para ello.
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