Me preguntaba por qué el presidente no puede responder sin ofensas a quien se le opone o lo critica. Es muy curioso porque ayer el mandatario volvió a usar un término que ya había utilizado en uno de los peores momentos de este año. Puntualmente, cuando la Corte falló a favor de la autonomía de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y su consiguiente potestad para decidir sobre la presencialidad de las clases. En ese momento Alberto Fernández apuntó contra la Justicia diciendo: “No saben lo que me apena ver la decrepitud del derecho convertido en sentencias”. Decrepitud.
Hoy, luego de las expresiones por las que muchos países hermanos lo consideraron racista, dijo, según cita el periodista Román Lejtman en Infobae, que los que lo critican no entienden lo que estaba diciendo. Y que “esa falta de entendimiento es una muestra de decrepitud de la sociedad argentina”. De-cre-pi-tud.
El Presidente, en un punto, defendió su ofensa, o la desconoció como tal, lo que implica algo así como reiterarla y persistir en ella. Un acto que de por sí desprecia al ofendido, que los hay. Y volvió a usar esa palabra, “decrepitud”.
“Decrepitud” significa “el estado de lo decrépito” o “algo muy disminuido en sus facultades físicas a causa de la vejez”. También refiere a “un estado de decadencia o deterioro”.
Primero, me intriga saber si el Presidente está ofendiendo también a los viejos o simplemente tilda de decadentes a los que lo contradicen. Podría probar con argumentos o con algo más simple, que es pedir disculpas sin bronca. Hay grandeza y humanidad en aceptar un error o aprender de la experiencia fallida. El Presidente podría reflexionar incluso sobre el costado evolutivo del error, que es padre de tantos aprendizajes a diferencia de la necedad que muestran por lo contrario los tercos, los porfiados, que se empeñan incluso en defender su ignorancia.
Pero esto me lleva a pensar si acaso no sería muy necesario que el Presidente reflexionara de verdad y en serio sobre la decadencia y la decrepitud, porque quizás es lo que estremece hondamente a nuestra nación. A la nación que él preside.
¿Qué, si no la decadencia, puede llevar a un gobierno a defender que las escuelas estén cerradas por una pelea de ‘chiquitaje’, como lo es cualquier pelea electoral, si en el medio está el bienestar integral de los chicos? Y quiero decirlo en términos de evidencia, como lo señaló hoy el colega Ignacio Ortelli de Clarín: ”Para los que trataban de ‘asesinos’ a los que pedían abrir las escuelas, las cerraron el 15 de abril con 24.999 casos y 383 muertos; se abren con 26.934 y 689 muertos”. Es decir, con más casos y más muertos. Que alguien lo explique.
¿Quién repara o devuelve ese tiempo de padecimientos de los niños y sus familias producido por la arbitrariedad? ¿Quién repara, como diría Hamlet, “las afrentas del soberbio, la tardanza de la ley, las insolencias del poder”? Cuando la verdadera decadencia, que nos quema, debería urgirlo el Presidente, él sólo la encuentra en los otros, en los que no piensan como él. Esos decrépitos. El infierno es el otro. La Patria son los nuestros.
Qué tiempos aquellos en que, como Sísifo, ciego y castigado por los dioses, solíamos subir la piedra hasta la cima de la montaña y luego la dejábamos caer, destruyendo nuestro propio esfuerza, perdiendo una vez más esa última oportunidad. Esta semana recordamos esa imagen elegida por el autor de El Atroz Encanto de Ser Argentinos Marcos Aguinis, para describir la trágica paradoja de Argentina, empeñada en autodestruirse como si no hubiera consecuencias, como si la oportunidad de subir y arrojar la piedra fuera perpetua.
El tiempo que nos toca nos anoticia de un agravamiento de aquella tragedia. Hemos agotado a Sísifo. Ya ni siquiera subimos la piedra para arrojarla. Directamente nos quedamos abajo.
Argentina es un país encerrado en discusiones del pasado, sofocado por cepos, con números insoportables de pobreza y con un gobierno que defendió cerrar escuelas cuando abiertas son más necesarias que nunca.
Presidente, hágase enemigo de esa decadencia, no de quienes piensan distinto. No sabe cuánto necesita eso el país. Porque, como sí escribió Octavio Paz, “no hay puertas, hay espejos. Inútil, cerrar los ojos”.
*Editorial de Cristina Pérez en “Confesiones en la noche” - Radio Mitre
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