Yo no sé si los responsables elegidos en nuestra democracia aún sin respirador advierten la apatía melancólica en que millones de personas han caído en Argentina. Ya no es la tristeza elegante de un estilo -”Era triste y gentil como un argentino legítimo”, escribió a un amigo el poeta Raúl González Tuñón-; es una lenta pesadumbre que va creciendo con los números de la pandemia, la preocupación sin descanso, la imposibilidad de trabajar, la cantidad de mujeres, hombres y chicos que se guarecen como pueden en cuchas con la protección cínica de los pobrólogos.
Apenas presentado el virus se corrió hacia una asombrosa serie de decisiones ideológicas, todas ellas con cimientos en el aborrecimiento de lo norteamericano, más la división en sectores en pugna por conseguir a sus favoritos en materia de provisión de vacunas.
No quiero referirme a una posición cerril sobre todo lo actuado. Los opositores se han mostrado dubitativos y dedicados a los reñideros de los programas políticos frente a semejante desastre pero, en este punto queda clarísimo que se funcionó mal frente a la pandemia creciente.
Son hechos, y valen más que las palabras, tan abundantes como a menudo desconcertantes.
La ultra politización del plan de vacunas se ha acelerado y no se disimula. Moneda de cambio, y aunque subsisten privilegios para amiguetes y no pocos patanes que ofician de intendentes y aplican dosis a orgullosas ninfas y huríes imaginarias, ya está en marcha la vacunación electoral en serio.
En tanto, nosotros, los comunes, los corderos, no tenemos más que esperar en plazos cada vez mayores a ser vacunados algún día. Somos los corderos de una vacunocracia que toma decisiones y diseña el esquema al respecto con las vacunas asignadas de modo imperial.
Los corderos más inocentes son los solos, los viejos que hacen lo que pueden con los medios tecnológicos para apuntarse, aquellos a quienes no se les explica el beneficio de conseguir inmunización.
Claro que toda vacuna viene bien, aunque no han quedado claro las razones de algunas experimentadas con miles de voluntarios en nuestro país sin que se haya llegado un acuerdo de preferencia por esa causa en tramos sucesivos.
Quién sabe: los corderos no hacen preguntas. Ya que estamos, ¿de dónde “salieron” los corderos? Tal vez una pregunta vana. Originarios, criollos, pongamos europeos. No se puede saber y en realidad no importa. Pero los corderos, nosotros los corderos, aprenden con el tiempo a mirar el panorama: además de la plaga, están la pobreza, el fanatismo, las ideas rancias remozadas como recién descubiertas. Los corderos no salieron de los barcos sino de un gran arca en un mar amenazante. La tormenta perfecta.
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