Cuando empezamos con el “holis”, “chiquis”, “matienzos”, “mamis”, “chauchis”, “okis”, pensé que mi limite de pelotudez estaba llegando al 99%, pero bueno... pensé que eso era todo, que Miguel de Cervantes Saavedra había hecho un libro que -por no tener computadora- lo leí a los 9 años de aburrido. Y me marcó el futuro que después una profesora de castellano me lo definió como “lengua castellana”, ya que yo no había entendido un montón de frases por estar escrito precisamente en nuestra lengua madre que, dicho sea de paso, es muy rica en expresiones idiomáticas.
Pero bueno, esa era mi historia. La del pizarrón y la tiza, la del cuaderno Plumitas, la goma dos banderas, la lapicera fuente y la tinta en culi que se repartía en cada salpicadura al mover el banco en el que reposaba mi querido tintero de cerámica. Surtidor de mis mejores frases. Desde “yo amo a mi mamá” al Teorema de Tales, pasando por toda la geografía e historia argentina, mezclándolo con extensas clases de educación cívica donde, ya que estamos, aprendí que el derecho mío termina donde comienza el del otro.
Desgraciadamente me di cuenta que en la biblioteca encontré a mis mejores amigos. Pasando de Descartes a Juan Mondiola y de Vacarezza a Borges sin solución de continuidad pero, por lo menos, aprendí que hay unos tipos que se llamaban incas y no eran los de la lata de tomate. Había otro que se llamaba Hernán Cortés y, no era el de “Cuando un amigo se va”. Y que por más que mire la selva, al único bípedo que vi salir fue a la mona chita.
Por eso quería explicar que en mi época, hace muchos años, donde pasamos nuestra infancia los “bolú” según nuestros hijos, no existía el desagradable Baradel ni jamás se nos hubiese ocurrido acampar en el colegio, tener sexo, pintar las paredes con aerosol ni putear o pegarle a un maestro. La biblioteca era un templo, los dioses, toda esa gente maravillosa que como mágicos fantasmas ocuparon sus nichos regalándonos todo sin pedirnos nada más que no escribamos en el margen.
Hoy, tenés que soportar la síntesis de cuatro palabras sin “s” a la que se reduce el vocabulario de muchos militantes ideólogos juveniles. A veces los escucho hablar y me dan ganas de decirle: “Dale, pibe, tenés como tres mil palabras más para meter. Y ‘vamos’ va con ‘s’ y ‘volver’ con ‘r’”.
Por eso, me gustaría que usted que lee esto me explique qué hago. Si dejo de llamar a la tristeza ‘pena’ y le pongo ‘pene’ a partir de mañana; o si sigo con el vocabulario de la madre patria, que me parió pensando que la chatura y la incultura de aquellos que crecieron en la vagancia, en este momento desde un mediocre poder, adaptan a su promiscuidad intelectual lo que llaman “inclusivo”.
Por supuesto que es terrible. Es el final de una batalla cultural perdida. Porque no solamente no nos parece ridículo lo ridículo si no que hoy me encuentro que semejante payasada se debate en el congreso entre “los pibis” y “los chiquis” con nosotros como espectadores de un desastre semántico irrecuperable. Porque tampoco tenemos aulas, ni clases, ni maestros, ni espacios para avisarle a los que arrancan a estudiar. Más o menos como cuando querés parar un avión al que se le termina la pista y gritarles: “¡No sigan que se van a estrellar!”.
¿Nadie les explicó que sin educación no hay cultura? ¿Que sin cultura no hay futuro? Y así sí se justificaría sin futuro que un montón de ignorantes te ofrezcan un vocabulario corto, simple y accesible para poder ser un hombre mediocre el resto de tu vida. Y olvídate de cruzar la frontera, ya que en todo el mundo civilizado hablan inglés o su idioma o esperanto pero no inclusivo.
Con esto te digo que se te cerrarían las puertas del futuro y del mundo. Y entonces, encerrado en esta cueva de mediocridad, en este relajante agobio de la cultura, vas a poder comprender que los mexicanos vienen de los indios, los brasileros de la selva y los que nos están gobernando, de los árboles. o sea
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