Quién es la economista internacional más consultada por el papa Francisco y Alberto Fernández

Se llama Mariana Mazzucato, es catedrática de la Universidad de Londres y autora del libro “El valor de las cosas”. Críticas al sector financiero y apoyo a la participación del Estado en la orientación de la economía

Guardar
Mariana Mazzucato, la economista internacional
Mariana Mazzucato, la economista internacional es elogiada por el papa Francisco y Alberto Fernández

En los últimos meses la opinión y los papers de Mariana Mazzucato, catedrática en Economía de la Innovación y Valor Público de la Universidad de Londres (UCL), se han convertido en material de consulta de varios gobiernos y centros de estudios de todo el mundo. A pocos días de cumplir 53 años, esta economista egresada de las universidades norteamericanas de Tuft y Princeton ha puesto sobre la mesa una cuestión política que divide aguas en medio de la pandemia: cuál es el rol del Estado y qué grado de participación deberían darle los gobiernos a la intervención estatal orientada hacia una mayor innovación productiva.

El centenario principio de subsidiariedad estatal, alabado y denostado en miles de trabajos académicos, (y desarrollado con una gran racionalidad pragmática en 1991 por el Papa Juan Pablo II en su Encíclica Centesimus Annus), recobró un fuerte protagonismo en medio de la emergencia sanitaria. En este sentido, Mazzucato apuesta a que el Estado motorice la inversión pública y privada, además de ejercer con más eficacia su poder regulatorio tradicional.

El propio Papa Francisco ha recomendado la lectura de la obra de Mazzucato, concretamente de su libro “El valor de las cosas”, en el que formula fuertes críticas al sector financiero por la crisis de 2008. “Se han hecho muchas cosas estúpidas en nombre de la creación de valor cuando en realidad lo que estaba ocurriendo es que esas compañías estaban acaparando beneficios que no les correspondían”, sostiene la economista nacida en Roma, nacionalizada estadounidense y residente en Londres.

Mazzucato suele citar en sus escritos y entrevistas al académico Karl Polanyi, un filósofo y abogado nacido en Austria y formado en Hungría, que se enfrentó en la primera mitad del siglo pasado a las ideas del profeta del liberalismo austríaco, Ludwig von Mises. En 1933 en pleno ascenso de Adolf Hitler al poder, Polanyi se radicó en Londres y comenzó a estudiar en profundidad la obra de John Keynes. Desarrolló desde entonces, y hasta su muerte en 1964, una crítica esencialmente política contra los dogmas del liberalismo económico ortodoxo y las teorías de los mercados autorregulados.

En “La gran transformación”, su obra más famosa publicada en 1944, dos años antes de emigrar a Estados Unidos para enseñar en la universidad de Columbia, Polanyi sostiene que, “el camino hacia los mercados libres fue abierto y mantenido abierto gracias a un enorme aumento en un continuo intervencionismo centralizado y controlado. Los administradores tenían que vigilar constantemente el sistema para asegurar que funcionaba libremente”.

En 1944 también sería publicado “Camino de servidumbre”, un libro que se transformó inmediatamente en la biblia del credo liberal. Su autor fue Friedrich Hayek, el principal discípulo de von Mises, que en 1931 se había trasladado a la London School of Economics para presentar los principales postulados de la Escuela Austríaca. En simultáneo, el presidente demócrata norteamericano Franklin Roosevelt lanzaba el New Deal, su gran legado económico inspirado en la doctrina keynesiana y basado en la ayuda estatal dirigida tanto a la producción de bienes y servicios, como a la asistencia social destinada a paliar los daños producidos por la debacle financiera de 1929.

Los efectos negativos de la crisis socioeconómica derivada de la pandemia pueden reverberar en los del crac de Wall Street. Y las fórmulas políticas para trascenderlos reflejan la visión de Keynes para abordar ambas situaciones. El notable pensador inglés formado en Cambridge surfeaba en esos días entre los revolucionarios “que todo lo ven mal, y para quienes el único remedio es un cambio violento”, y los reaccionarios “que consideran que todo experimento innovador es arriesgado”.

Un suceso académico de alto impacto y de gran importancia histórica para el futuro desarrollo de la economía política ocurrió en París en 1938, en el marco de un encuentro organizado por el periodista estadounidense y destacado teórico de la comunicación, Walter Lippmann. Un año antes Lippmann había publicado el ensayo The Good Society (titulado en español como “Retorno a la libertad”), texto en el que formulaba fuertes ataques contra las corrientes ideológicas fascistas que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial, las que renegaban de la tradición republicana y liberal surgida a partir de la Ilustración.

Del llamado “Coloquio Lippmann”, reunido en París en agosto de 1938 y que sirvió de germen para la creación de la Sociedad Mont Pelerin en 1947, participaron alrededor de treinta de los más eminentes economistas, sociólogos y académicos europeos de la época. De los encuentros surgió el concepto de “neoliberalismo”, acuñado por el epistemólogo y filósofo francés Louis Rouigier. Los académicos querían revisionar el concepto del liberalismo a la luz de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y la debacle financiera de la bolsa de valores de 1929. En este sentido, Rouigier escribió que “ser liberal no es de ninguna manera ser conservador en el sentido de mantener privilegios resultantes de la legislación pasada. Es por el contrario ser esencialmente progresivo en el sentido de una perpetua adaptación del orden legal a los descubrimientos científicos, a los progresos de la organización y de las técnicas económicas, a los cambios de estructura de la sociedad, y a las exigencias de la conciencia contemporánea”. La antítesis con los populismos de izquierda y derecha salta a la vista. Más aún con los supuestos progresistas que ignoran las sistemáticas violaciones de los derechos humanos que ocurren en China, Rusia y Venezuela.

Volviendo a los postulados económicos de Mazzucato y a su visión sobre los límites de la intervención estatal, la economista afirma que el Estado debería orientar a la economía, haciendo la inversión inicial necesaria pero también regulando el proceso para asegurar que los ciudadanos se beneficien. En materia de políticas de salud señala que, “esto implica garantizar que las patentes no se usen en forma abusiva y que el precio de los medicamentos refleje el financiamiento estatal subyacente, para que el contribuyente no termine pagando dos veces”.

Ahora bien, abonar la discusión sobre el rol del estado en la economía con las singularidades políticas y sociales que presentan los distintos países no implica de forma automática que haya que reinventar el capitalismo, único sistema que, aún con sus fallas, ha sido el único capaz de promover el desarrollo y el progreso de las naciones. La inversión estatal en educación y tecnología, la conciencia moral y práctica sobre la necesidad de atacar las consecuencias del cambio climático, junto a la transparencia en el uso de los fondos destinados al gasto social son las condiciones básicas necesarias para que toda república democrática que se jacte de tal sea sustentable en el largo plazo.

La pérdida de productividad y valor en una empresa privada la pagan los accionistas, y también los consumidores por la menor oferta. La de las cuentas públicas ineficientes y deficitarias se pagan con más inflación y baja del poder adquisitivo de la mayoría de los habitantes. Si a esto le sumamos el constante aumento de impuestos distorsivos que impiden la inversión y la creación genuina de puestos de trabajo, la discusión sobre el rol del estado termina siendo sólo un tema más para una charla de café. Y el progresismo tan declamado, la fórmula perfecta para avanzar más rápidamente hacia la pobreza.

SEGUIR LEYENDO

Guardar