Miro un buen rato la cara ancha y huesuda de Aleksandr Lukashenko. La cara de un hombre que mide 1.90 y tiene 64 años. Sus rasgos se cruzan entre un boxeador eslavo con un no sé qué de José Alperovich. Es el presidente de Bielorrusia y gobierna desde hace veintiséis años, con cuatro elecciones que nunca dejaron de considerarse claramente fraudulentas para bien de la clase obrera, ¿no es cierto?
La más recientes han provocado protestas que el buen Alekasndr, en el cumplimiento de su deber de mantener el orden y la unidad del pueblo proletario, ha asfixiado con un poquito de tortura, desapariciones y miles de detenidos. Un soñador que puede conmover a los espíritus delicados, no deja de sostener que ha de mantenerse la época dorada en que la revolución bolchevique se incorporó sin más a la Unión Soviética. Qué tiempos aquellos, criatura Lukashenko.
Aún hoy suele calzarse una gorra con forma de plato y vistosos adornos militares a juego con un traje superpoblado de medallas que relucen en el pecho para celebrar efemérides de la época soviética y sus héroes. De todos modos es hoy aliado fiel a Putin que, más pragmático, lo acompaña como suele decirse hasta la puerta del cementerio, pero no entra: “Quien recuerda a la era soviética tiene corazón. Quien quiere reponerla no tiene cabeza”, sostuvo el presidente ruso, testigo del Sputnik en la competencia especial y ahora vendedor de una vacuna con la misma palabra (“compañero”) que la Argentina ha comprado.
Puede ver el visitante de varias ciudades bielorrusas estatuas gigantes de Lenin y de Stalin, “Koba” por mote cariñoso en la familia de aquel feroz promotor de la colectivización y la industrialización forzosa al costo de millones de muertos, como los cinco millones en Ucrania literalmente puestos a morir de hambre por negarse a dejar sus pequeñas propiedades para el Estado.
La guerra
Cierto es que él mismo contribuyó a parar a la bestia alemana después de la Operación Barbarroja lanzada por Hitler hacia el Este europeo, que avanzó con arrolladora y terrorífica resolución aniquilando aldeas enteras al mando del general Guderian. Hitler, necesitaba “espacio”, esclavos y posteriormente exterminio para señorear la raza superior.
Hasta el ataque, Stalin y Hitler habían firmado un tratado de no agresión. El avance alemán fue de tal salvajismo -el terror más absoluto era el plan y encontró resistencia como se podía- que todos los hombres fueron ahorcados y pendieron de los balcones y postes en cada pueblito.
Alejandrito, nuestra criatura encantadora, tenía cuatro años cuando el Reich fue derrotado. La guerra se había llevado cincuenta millones de seres. Entonces Bielorrusia pasó a integrar la URSS. La presencia nazi significó destrucción absoluta: no quedó nada de la milenaria Minsk, su capital, como tampoco de varias ciudades de este país sin orillas con vecinos tales como Lituania, Estonia, Rusia, Ucrania y Polonia.
Ha de anotarse que Bielorrusia proveyó de colaboracionistas durante de ocupación alemana, numerosos de ellos criminales de guerra que fueron luego enjuiciados y condenados a muerte. Casi sin transición, llegaron los rusos, su ingeniería social implacable, la estatización de todo, la pobreza, una siniestra burocracia, la delación como forma perversa de convivencia.
Alejandro a veces pasea en un yate fantástico por el Mar Negro, con amarradero en Sochi, que es lindísimo, en compañía del mismísimo Putin, solitos, para hablar de sus cosas y pareceres.
Lukachenko, el grandote, ha de afirmar que Navalny -el adversario de Putin, el pequeño- no fue para nada envenenado y que, recuperado, está merecidamente en la cárcel.
Y no es imposible que Vladimir felicite a su aliado por mantener siempre la KGB con la mismas siglas y un escudo provisto de hoz y martillo. El Comité para la Seguridad del Estado cuenta con un gran edificio que se distingue en la plaza principal de Minsk, desde donde se vigila a quien vive en el país.
No niega Putin que sirvió como espía registrado para la KGB en Dresde justo en el pico de la Guerra Fría. Pero, cuidado: las protestas por subestimar la pandemia, la nomenklatura en el gobierno con sus privilegios y la orden de expulsión al exilio de un número llamativo de mujeres (las periodistas más notorias son mujeres), sumado al escándalo mundial del forzoso aterrizaje de la línea low-cost Ryanair por medio de cazas para detener a un blogger que viajaba allí, enemigo de Lukashenko, han hecho que las cosas estén calientes. Al pobre Alejandro, la criatura, no la dejan en paz: ni siquiera le permiten obligar a un avión a bajar sin que se le vengan encima.
Maradona
No podemos dejar a un lado la presencia en su momento de Maradona en territorio de Alejandro -déjenme Alejando ya, en confianza- como director técnico del Dinamo de Brest. Un capítulo más de la vida en gran medida enigmática de Diego. Estuvo solo tres meses después de su paso por Dubai, todo un plan, todo un viaje, para un “toco y me voy”. Se llevó, sí, el anillo de diamantes que le regalaron tasado en 300.000 dólares que hoy está en manos de Gianina ¿Se habrán visto Lukashenko y Maradona? Es muy posible: Diego sentía debilidad por los dictadores, fuente a su vez de negocios.
Episodio pasajero, raro, Diego Maradona ha partido en medio de sospechas, denuncias y procesamientos. Una lástima. No hay razón, en cambio, para sentir lástima por Alejandro. Todo lo contrario. Enderezará a los revoltosos y seguirá adelante en dirección a su extrañísimo camino: hacia el futuro del pasado. El último dictador de Europa no se rinde.
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