Los años 2020, 2021 y 2022 fueron trágicos. Pensábamos que 2001/02 nos habían inmunizado contra las crisis terminales, pero no. Sólo dos décadas después, nuestro bendito país estuvo al borde de una colosal desintegración. Más del 55% de ciudadanos en situación de pobreza (más de 65% de los niños); capítulos más agresivos de uno de los deportes nacionales más injustos: la combinación de inflación con recesión; millones de niños privados de educación eficaz luego de la interminable intermitencia de las escuelas bajo pandemia y todas sus secuelas, y una escalada de crispación social traducida en peligrosos conflictos entre grupos y facciones, estrés generalizado que ponía a las personas al borde del colapso emocional y verdaderas zonas liberadas a bandas del mal vivir en barrios populares. Algunas postales de aquellos aciagos años.
La pandemia desnudó como nunca nuestras flagrantes contradicciones y crónicos defectos. Un país de abundancias y talentos sumido en una resistente desorganización colectiva, aprisionados en sistemas portadores de malos incentivos y encajados en una grieta política y social de fuerte adhesión a partir de su origen en año 2005, cuando la agrupación política dominante comenzó a violentar los límites de la democracia republicana bajo un calculado relato oficial y una praxis despiadada de perpetuación en el poder. Parecía mucho, pero el Gobierno del período 2019 /2023 superó todo lo imaginable. Experiencia única en el mundo: un Presidente, electo por el pueblo, pero nominado por su Vicepresidente. Condicionado y maltratado por los propios y agobiado por la sucesión de errores y desatinos fue sucumbiendo en una desesperante inercia que llegó a poner en riesgo la democracia que tanto costó conseguir.
Con el dolor de más 100.000 argentinos muertos y el beneficio no deseado de habernos hecho tocar fondo, la pandemia fue el disparador de cambios que la mayoría sensata del país ansiaba. Aún aquellos que no lo expresaban, sumidos en el miedo y el apego irracional a históricas consignas, pero que sentían la angustia de vivir en crisis permanente. Con la perspectiva que aporta el tiempo, hoy en el año 2030 podemos advertir con claridad que una energía distinta y especial comenzó a circular por el país, penetrando en la mente y los sentimientos de las personas. No podíamos seguir así, fue el mantra que se expandió como reguero de pólvora. Ya no era posible encajar las piezas de un relato dominante en las últimas décadas, en base al cual todos nuestros males eran producto de conspiraciones, excesos de quienes más tenían o infranqueables bloqueos hacia los proyectos de bienestar popular por parte de supuestos poderes concentrados. Nuestro miserable presente debía encontrar otro tipo de respuestas.
Esa maravillosa energía transformadora se hizo incontenible. Y a medida que la pandemia fue cediendo ante el avance de una lenta e ideologizada vacunación, se fue metiendo en parques y plazas, en bares y clubes, en empresas y organizaciones, en ferias y comercios. Esta vez sí, la cohesión a gran escala parecía venir de una comunión de miradas sobre el trayecto del país y los grandes valores para transformarlo. Ya no en proclamas de verdades absolutas y agresivas etiquetas que solían conectar muy bien con nuestras pulsiones emocionales. Alguna vez la sensatez tenía que hacerse popular.
Ante la derrota en las elecciones de medio término en 2021, el Presidente Fernández, agotado y sin respaldo, se animó a cortar el cepo que lo tenía enrejado a los designios de su Mentora y acordó con la oposición una agenda de emergencia destinada a evitar que el país se hundiera en el caos y la hiperinflación. Como era de esperar, la Jefa y sus seguidores más fieles resistieron, haciendo de la Provincia de Buenos Aires el búnker final. Pero el aura se fue apagando y la irrelevancia se fue apropiando de quienes abusaron del culto a la centralidad. Todo ello fue generando oxígeno y el movimiento ciudadano republicano ganó en lucidez al exigir el cambio de reglas de juego electorales obsoletas y oscuras. Boleta única, financiamiento transparente, límites a la mentira en propuestas de campaña y otros mecanismos se hicieron Ley y prepararon el terreno para elecciones liberadas de las viejas mañas en el 2023.
Cuarenta años después del retorno a la democracia luego de la Dictadura más salvaje de nuestra historia, una coalición macerada a la luz de aquella energía ciudadana que fue cobrando volumen se hizo con la victoria en elecciones con récord de participación. El clamor de superación logró moderar egos y alinear voluntades. Los López Murphy, Espert, Manes y tantos otros que se autoproclamaban cabezas de proyectos colectivos comprendieron que la demanda de la hora era más humilde: ser eslabones de una construcción superior, imperfecta pero posible y moralmente redentora. El Partido Justicialista comenzó a salir de su ostracismo y los dirigentes silenciados por el poder K más los nuevos emergentes comenzaron a darle forma a algo más que la formidable maquinaria electoral sujeta a las impredecibles inclinaciones del líder de turno. Se veían los cimientos de una democracia muy superior a la que conocimos hasta el momento. Pensábamos que cuando ello sucediera, prédicas incendiarias, como las del funcionario del Vaticano Juan Grabois, dejarían de tener eco. Y así fue.
Ese primer Gobierno de la nueva etapa nacional tuvo la frescura necesaria para contrarrestar sus imposibilidades. La reparación no era tarea de shock. Y ya habíamos aprendido que el gradualismo requería precisión de orfebre. Estrategia, comunicación y empatía. Pero también coraje para plantear temas difíciles, habilidad de articular decisiones con otros y austeridad casi obsesiva. Eso fue lo revolucionario: la estoica manera de sostener un Gobierno de transición, con capacidad limitada para resolver tantos problemas, pero con la entereza necesaria para mantener la adhesión popular en los siempre ingratos períodos de cambio. Así llegamos al 2027 y nuevas elecciones ratificaron el rumbo. La luz que se veía al final del túnel se hizo brillante y el proceso de transformación fue encontrando las condiciones para acelerarse en todos los aspectos. La oposición acompañó responsablemente, con matices. Y acuerdos en torno a políticas de Estado pasaron a ser una grata novedad. No hay dudas, había una nueva Argentina emergente. En ella, un derrotero de iniciativas fueron avanzando, logrando desatar verdaderos nudos gordianos que nos sometían al estancamiento y la pobreza.
Hoy, en este 2030 que con tanta incertidumbre imaginábamos, vivimos en un clima cívico renovado, los grupos radicales son expresiones marginales, la economía comienza a amigarse con el progreso colectivo y los proyectos en marcha en el país nos entusiasman como hacía mucho no sucedía. Utopías conversadas en aquellos años de subdesarrollo comenzaron a hacerse viables. Por caso, los sindicatos comenzaron su recambio de liderazgos y un nuevo mindset hace posible vencer las resistencias a diseñar nuevos marcos para los trabajadores del Siglo XXI. Los convenios colectivos de los años 70 dejaron de ser vallas infranqueables y la evidencia de que sin adaptación a las nuevas economías ya no habría trabajadores registrados a quienes proteger. Hasta en el imperio de los Moyano, camioneros, los nuevos vientos comenzaron a abrir posibilidades de entendimiento virtuoso entre el capital y el trabajo.
El presupuesto nacional dejó de ser un adefesio ineficaz adornado con un ritual anual de aprobación legislativa. Pudo desmenuzarse en serio y dejar de ser un coto de caza de ministerios, lobbys y personajes con aspiraciones. La hipótesis resultó ser cierta: había recursos para hacer mucho más de lo que se hacía. Aún con la evidente concentración de la inversión pública en el enorme dispositivo de seguridad social (allí también se avanzó, logrando una verdadera reforma jubilatoria acorde a esperanzas de vida de casi 90 años y barriendo con los famosos regímenes especiales anclados en el tiempo). La reforma impositiva tuvo impronta federal, cronograma cumplible y el digno compromiso de todos los sectores. Progresismo en serio, sin ahogar a la iniciativa privada que crea la riqueza para habilitar luego estrategias no compulsivas de reparto. Ingresos brutos, símbolo del país del delirio impositivo, fue felizmente enterrado. El equilibrio fiscal de un Estado presente dejó de ser una quimera y se fue convirtiendo en un activo de un país responsable. La inflación ingresó en camino descendente de forma sostenida, mejorando especialmente ingresos y salarios de quienes menos tienen. La pobreza y la indigencia salieron de aquellos insoportables picos y nos permiten soñar con fundamentos en la posibilidad de eliminarlas.
La economía ya no funciona en base al consumo artificialmente impulsado. Hay una misión productiva y exportadora en marcha que cada día depende menos de los productos del campo. El potencial argentino se va abriendo camino a fuerza de constancia e inversiones. El mundo, una vez más, nos va acompañando. Para exportar hay que importar sin reglas arbitrarias. Tampoco se requiere inmolarse frente a todo lo que el mundo puede ofrecernos. Estrategia, acuerdos sectoriales, reglas claras. Todo se va logrando al salir de ese diálogo de sordos entre aperturistas y defensores de la industria nacional. Ambas cosas se combinan, como en el mundo. No éramos marcianos. No todo era defender a Tierra del Fuego. Podíamos superarlo si la buena política era capaz de construir acuerdos, derribar prejuicios ideológicos y resistencias de una parte ruidosa del tan mentado círculo rojo. Este motor abre mundos. El más virtuoso: empleo genuino después de tanto tiempo de carecerlo. Además de miles de trabajadores independientes, Pymes y emprendedores. Por primera vez, comienza a funcionar en escala los tantas veces anunciados programas de conversión de parados con subsidios a trabajadores registrados. El famoso empalme vuelve a poner a miles de argentinos en el centro de la cultura del trabajo.
Las buenas nuevas se multiplican. Tanto que hasta nos asustan. La Justicia deja de ser un terreno de disputa de la política agonal. Concreta de una vez por todas su transformación para brindar servicios de justicia en tiempo y forma. El Consejo de la Magistratura ya no hace locuras y se amplifican los Jueces nombrados en concursos transparentes. Y una perlita: magistrados y fiscales aceptan pagar Ganancias, reconociendo que el país merece dejar a un costado los derechos adquiridos y la impoluta teoría de la intangibilidad de sus salarios. La seguridad se profesionaliza en todos los frentes. Ni garantismo ni bizarra mano dura. Efectividad dentro de la Ley, con datos, inteligencia y respeto por los derechos humanos. No era tan difícil salir de esa trampa conceptual que perjudicaba tanto al ciudadano común y era caldo de cultivo para narcos y bandoleros.
La educación avanza a paso firme en su modernización. Ya no se discuten obviedades. Formación de docentes, nuevas tecnologías, medición de aprendizajes y otros mecanismos indispensables para formar personas para el Siglo XXI ya no son solo discursos sino políticas respaldadas por todos. Los docentes cambian resignación por entusiasmo. Los sindicatos ya no pueden ejercer poder de veto a toda innovación. Directores de escuelas de todo el país pasan al centro de la escena, con herramientas e incentivos para acelerar buenas prácticas y transformar vidas desde sus instituciones. Crecen los terciarios enfocados en los nuevos trabajos, se multiplican las opciones para el aprendizaje de habilidades digitales y también emocionales, el sistema se impregna de proyectos y el movimiento maker penetra relegando al arraigado ejercicio de la reivindicación y la queja permanente. La matrícula universitaria es sintomática de este zeitgeist nacional: decrecen abogacía, psicología y contaduría, y explotan las ingenierías, ciencias de la vida y otras carreras innovadoras. La cultura emprendedora y de la responsabilidad frente a las circunstancias se convierten en los compañeros ideales de tantos derechos que supimos conseguir.
Las batallas que tantas veces dimos por perdidas comienzan a ganarse por la vía legítima, esa que viene de la construcción paciente y sensata. No de los decretos, las imposiciones o el culto acrítico al iluminado conductor de turno. Hasta los distintos segmentos de las clases medias argentinas aceptan sin enojo que las tarifas de servicios públicos deben tener precios reales que cubran sus costos. Y que pagarlas es parte del esfuerzo cotidiano, que muchas veces requiere la privación de algún otro consumo más placentero. Y las tarifas sociales están alineadas a la línea de pobreza. No hay laberintos a sortear, funcionan para quienes las necesitan. Sin burocracia y punto.
Volvamos al presente. Parece demasiado esta Argentina posible del 2030. Una mágica expresión de deseos si nos paramos en la tremenda realidad de este 2021 y sus perspectivas inmediatas. Pero no es para nada imposible, sobre todo si apostamos por esa especie de ley histórica que indica que la energía transformadora puede hacerse imparable cuando tocar fondo conmueve a los actores, derriba resistencias y abre camino a las nuevas ideas. Pero no podemos esperar pasivamente. Resistir la crisis con empatía, movilizarnos para acompañar la germinación de lo nuevo, recuperar el optimismo hacia el futuro. Cuando Barack Obama buscaba herramientas para convocar a la sociedad norteamericana a superar la crisis del 2009 encontró en la frase del antiguo Pastor de su Iglesia, Jeremiah Wrigth, el concepto apropiado: la audacia de la esperanza. No se trataba de esperar y desear el bien, sino de movilizar los espíritus y dotar a la esperanza de la osadía, el coraje y la narrativa apropiadas para que las mayorías tan golpeadas pudieran abrazarla. De eso se trata. Esta vez, no se nos puede escapar. Soñemos con un 2030 distinto y militemos con determinación la audacia de la esperanza que abra el camino.
SEGUIR LEYENDO: