Como parte de las actividades en torno a un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo, un sector del partido gobernante publicó la “Proclama del 25 de Mayo”. En dicho texto, dejando de lado los fuegos de artificio y las adjetivaciones, se solicita, en concreto, que se posterguen los pagos a Organismos Internacionales, Club de París y FMI, hasta que se supere la emergencia sanitaria, y que los fondos que se pudieran ahorrar o que pudiera recibir la Argentina por el incremento de capital del FMI se destinen a paliar los efectos de la Pandemia, en particular sobre los sectores más afectados.
En rigor de verdad, lo que se “exige” en el documento, es lo que los acreedores están dispuestos a otorgar. En efecto, nadie le está reclamando al gobierno argentino que pague los compromisos que vencen este año (aunque el gobierno, por ahora, los sigue pagando). Lo que se le pide al gobierno argentino, o a la Argentina como país, es que, simplemente, presente un programa, una hoja de ruta, un plan, que permita, al menos en teoría, inferir que la Argentina utilizará estas facilidades de pago para ordenar su macroeconomía, y efectuar las reformas estructurales necesarias para salir del estancamiento y deterioro socioeconómico actual, creciendo y generando las condiciones necesarias para conseguir financiamiento voluntario en el mercado de capitales global y así atender los compromisos reestructurados. Eso en el mejor de los casos. En el peor (para nosotros), apenas nos piden que “cuidemos las formas” y al menos presentemos lo mínimo requerido para justificar las prórrogas. El mundo sabe que no podemos pagar y toma en cuenta el atenuante de la pandemia y sus consecuencias, en un país que no tiene vacunas suficientes para apurar la protección de su población. Los líderes globales (si tal categoría existe) están hoy más preocupados porque avance la inmunización y evitar así mutaciones peligrosas que amenacen la efectividad de las vacunas, que por cobrarle la deuda a la Argentina.
De manera que, insisto, dejando de lado los componentes “campaña electoral”, los firmantes del documento reclaman lo que, de todas maneras, va a suceder. Por las buenas, en el contexto de una negociación para postergar los acuerdos definitivos o bajo un programa light de transición. Por las malas, con un default a usar como anacrónica bandera política en las elecciones de noviembre.
Pero más allá de la anécdota del documento, la política oficial lleva en su centro, a mi modesto juicio, una gran confusión en varios planos.
El primero y obvio, parte de la idea de que postergar el arreglo de la deuda, mejora la situación interna, en particular de los sectores de menores ingresos. Pero sucede que la Argentina no tiene los fondos necesarios para pagar, ni está “ahorrando” para hacerlo. De manera que postergar un acuerdo, no libera recursos para ser gastados en otros fines, porque esos recursos no están. Por el contrario, un buen acuerdo, permitiría bajar la elevadísima tasa de riesgo actual implícita en la cotización de los bonos de la deuda reestructurada, facilitando el acceso al crédito externo de las empresas radicadas en la Argentina, o al menos, reduciría la tasa de retorno que se le pide a un proyecto en la Argentina facilitando alguna inversión adicional.
Adicionalmente, reinsertarse civilizadamente en la comunidad financiera global sería un buen coordinador de expectativas, anticipando “el día después”, de manera de dar la señal de que el necesario reajuste de la macro argentina post pandemia surgirá de un programa bien diseñado y ordenado, y no de las idas y vueltas del día a día, a merced de las volatilidades del mercado.
El segundo plano para considerar es la fantasía oficialista (y no sólo oficialista) de que la falta de un buen programa macroeconómico puede sustituirse por intervenciones micro en los mercados.
Como siempre cuento -disculpas- la Argentina presenta hoy un gasto público impagable, y debe recurrir a un sistema impositivo asfixiante. Esta situación era previa al incremento de gasto COVID y, por supuesto, por mal diseño y, sobre todo por mala gestión, la situación se agravó. La mayor recaudación proveniente de los impuestos a la exportación (por la suba del precio de la soja y el maíz) y del impuesto a la riqueza, y la gran licuación transitoria del gasto que está realizando la inflación (impuesto regresivo si los hay) ha permitido, en estos meses, reducir transitoriamente el déficit fiscal. Pero con más subsidios a los precios de los servicios públicos y más gasto compensatorio COVID (sin reducir otros), más transferencias a la Provincia de Buenos Aires, más gasto electoral en el tercer trimestre y alguna compensación salarial y jubilatoria para reducir, al menos en algo, la licuación inflacionaria, sumado a los intereses de deuda en pesos a pagar, el déficit financiero del año difícilmente sea inferior a los 2,5 billones de pesos. A eso hay que agregarle el déficit del Banco Central (pago de intereses de las Leliqs) no inferior a otro millón de pesos. Es decir, un déficit consolidado de 3,5 billones de pesos (para tener una idea de magnitud, equivalente al 80% de los depósitos a plazo fijo de todo el sistema financiero argentino) que, para evitar un mayor desborde inflacionario, terminará incrementando aún más el stock de deuda del Banco Central. Y esto en un contexto en donde la demanda real de dinero está cayendo (la contracara de la mayor inflación y la tasa de interés negativa) y dónde el Tesoro enfrenta dificultades para refinanciar de manera “voluntaria” su deuda a tasas, plazos, o condiciones razonables.
La reciente y discutida medida, de permitirle voluntariamente a las entidades financieras reemplazar parte de los encajes que pueden hacer en Leliqs, por títulos públicos se inscribe en esta dificultad de colocar deuda que enfrenta el Tesoro. Pero estamos ante otro plano de la confusión. Los bancos, para comprar esos títulos, cancelan leliqs (es decir el Banco Central emite pesos y se los pasa a los bancos). Los bancos luego toman esos pesos y compran títulos públicos. El Estado toma esos pesos y paga gasto. Los que reciben el dinero, toman esos pesos, los gastan y, al final del día, esos pesos terminan en la forma de depósitos en los bancos. Finalmente, las entidades toman esos pesos y vuelven al Banco Central, o compran títulos y así sucesivamente. Una calesita de miles de millones de pesos que nadie demanda. Como se trata de una medida voluntaria, es probable que los bancos no utilicen todo el margen que tienen, aún sacrificando rentabilidad, por sus propios límites internos de riesgo. Obviamente, todas estas maniobras son posibles mientras no retome el crédito al sector privado, dado el escaso crecimiento de la actividad.
Pregunta para el amable lector y la amable lectora, ¿alguien puede creer que esta avalancha monetaria y de deuda interna que se está acumulando se arregla con controles de precios, prohibiendo las exportaciones de carne y midiendo la altura de las góndolas?
En síntesis, el tema no es la proclama del 25 de Mayo, la cuestión es que la superstición de creer que la macro no importa, que puede lograrse la pesificación forzada y que la inflación se maneja desde la Secretaría de Comercio hace cada vez más complejo el problema y su solución.
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