Desde hace ya unos cuantos meses los medios de comunicación vienen dando cuenta del aumento de las estafas electrónicas llamadas phishing e incluso en las últimas semanas también vishing, todos nombres que de a poco vamos reconociendo como habituales y que no son más que una estafa común y corriente.
El delincuente engaña a su víctima -generalmente por teléfono-, obtiene algunos datos sensibles con los cuales después opera sus cuentas, obtiene un crédito preaprobado por el banco y luego transfiere el dinero sin dejar mayores rastros.
El número de estas estafas ha crecido verdaderamente de manera exponencial y a diario nos encontramos con nuevos casos. Al mismo tiempo, observamos que los bancos han comenzado con campañas de advertencia hacia sus clientes, indicando que no cedan sus claves a nadie y que desde esas entidades jamás les será requerido ese dato.
Así planteadas las cosas, parecería que la causa del crecimiento de esta modalidad delictiva se debería a un renovado ingenio de los delincuentes o bien a una ola de ingenuidad que nos habría bañado de un día para el otro a los usuarios de servicios financieros.
Sin duda que ello no es así. Se podría culpar a la pandemia, que hoy es la responsable de todo lo que sale mal, pero más bien creo que la responsabilidad es de lo que se hizo mal, a partir de la pandemia.
Esta “tormenta perfecta” que se ha desatado en torno a las estafas electrónicas, sin dudas se ha producido porque se han generado las condiciones ideales para que ello ocurra.
La pandemia obligó a reducir la atención presencial en sucursales y a reemplazarla por medios tecnológicos, lo cual es entendible. Pero la manera en que se implementó ese salto de la presencialidad a la virtualidad es sumamente cuestionable.
Al mismo tiempo en que se modificaban drásticamente las vías para operar con los bancos, las entidades decidieron reducir la atención telefónica con el absurdo argumento de evitar la propagación del COVID-19, aún cuando sus operadores podrían haber estado atendiendo los llamados, aislados unos de otros en las instalaciones del banco o incluso cada uno desde su casa.
Este dato no es menor, los millennials felices pero gran parte de la población se encontró frente a una novedad tecnológica incomprensible para ella, con cuestiones absolutamente desconocidas como puede llegar a ser “generar un token” y sin posibilidad de comunicación con el banco para recibir la adecuada asistencia.
Esa falta de acompañamiento fue el primer elemento de las condiciones para la “tormenta perfecta”, dado que al no tener forma de hablar por teléfono y ser derivados a las redes sociales los usuarios inexpertos en el manejo de esas herramientas cometieron dos errores, el primero consultar en forma pública y el otro confundir cuentas oficiales con apócrifas. Con cualquiera de los dos brindaron públicamente una información exquisita para el estafador: tenían un problema con el banco y no recibían respuesta.
Ese dato, ingenuamente transmitido por el usuario pero que llega a conocimiento público porque le han sido cerradas todas las otras vías de comunicación le permite al delincuente ponerse en contacto con una persona desesperada que recibe su llamada con la alegría de creer que está hablando directamente con “alguien del banco”. Lo que lo lleva a querer solucionar todos sus problemas en ese instante único, raro y de difícil reproducción en el futuro, en el cual tiene al otro lado de la línea a un ser humano empático y preocupado por su situación.
Las deficiencias en la atención al cliente son fundamentales para hacer posible la estafa. Un cliente correctamente atendido y bien informado por parte del banco acerca de las maneras de operar no cae tan fácilmente en estas estafas.
Por otra parte desde los bancos sumaron otros elementos que contribuyeron a esta situación: por ejemplo, la baja de los requisitos para tomar un crédito es realmente notable. Clientes con cuentas sueldo -con lo cual el banco conoce perfectamente sus ingresos- han visto que sobre las mismas se han tomado créditos en los cuales el pago de la primera cuota supera un sueldo entero y las siguientes mucho más de la mitad del mismo.
Más allá de la cuestión estrictamente de seguridad, ¿puede creer el banco al otorgar ese crédito a un solo clic que el mismo va a poder ser pagado? ¿No analizan la capacidad de pago del cliente al momento de otorgar un crédito? ¿De dónde proviene tanta generosidad?
Otra cuestión que genera las mismas preguntas anteriores es la simplificación de la operatoria para obtener un crédito. La presentación de carpetas y carpetas con documentación es cosa del pasado, hoy basta un solo clic y en segundos el dinero está acreditado en la cuenta y a disposición del delincuente para que lo haga desaparecer.
¿Pero de quién es esa urgencia para operar velozmente? ¿Del cliente o del banco?
Sin dudas del banco. Nadie está tan desesperado como para necesitar el dinero en segundos, sin poder esperar siquiera unas horas para que se realicen verificaciones de seguridad. Pero el banco sí tiene interés en que se realice el contrato de manera rápida y sin controles, no solo por la ganancia que la operación le genera sino por los beneficios anunciados en marzo pasado por el BCRA, para aquellas entidades que otorguen créditos a personas y pymes que no tuvieran otros otorgados con anterioridad por algún banco.
Los delincuentes podrían ser menos delincuentes, los usuarios podrían estar un poco más atentos, pero la responsabilidad de los bancos es innegable, simultáneamente pasaron de la atención presencial a la virtual sin ningún tipo de asistencia a sus clientes, suspendieron injustificadamente la atención telefónica en un momento crucial, bajaron los requisitos para acceder a un crédito y simplificaron la operatoria hasta límites insólitos.
Eduquemos al consumidor financiero acerca de las medidas de seguridad que debe adoptar, pero al mismo tiempo sería bueno que desde las entidades bancarias se comiencen a generar condiciones para que la “tormenta perfecta” comience a disiparse.
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