El objetivo de Juan Domingo Perón de lograr el desarrollo atómico de la Argentina fue una tarea constante durante sus dos mandatos presidenciales, que tuvieron lugar entre el 4 de junio de 1946 y el 16 de septiembre de 1955, día en que se produjo el golpe de Estado en su contra llevado adelante por la llamada Revolución Libertadora. En este sentido, el titular del Poder Ejecutivo ordenó en 1950 la creación de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) como institución dependiente de la Presidencia de la Nación, cuyas funciones primarias eran coordinar, promover y controlar todas las investigaciones nucleares realizadas en territorio argentino. La ambición del manejo de la energía nuclear por parte de Perón tenía lugar en un complejo escenario geopolítico. Finalizada el conflicto bélico en 1945, el líder del Justicialismo apostó a una política exterior independiente (Tercera Posición) en el marco de la naciente guerra fría que había comenzado a enfrentar a los Estados Unidos con la Unión Soviética.
Desde principios del siglo XX hasta el involucramiento total de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial a partir de los sucesos de Pearl Harbour en diciembre de 1941, sólo existían tres centros universitarios internacionales en los que se llevaban adelante investigaciones académicas y prácticas en torno al desarrollo atómico: Cambridge (Inglaterra), Gotinga (Alemania) y Copenhague (Dinamarca). No obstante, en octubre de 1941, el presidente demócrata Franklin Roosevelt ya había ordenado en secreto la puesta en marcha del Proyecto Manhattan compuesto por tres miembros de las fuerzas armadas y dos científicos, cuyo fin último era la fabricación de una bomba nuclear. Estados Unidos tuvo el monopolio del armamento nuclear hasta el año 1949, cuando el gobierno de Rusia logró llevar adelante su primera detonación atómica, en tanto que Gran Bretaña lo lograría en 1952 y Francia en 1960.
En el libro El secreto atómico de Huemul su autor, Mario Mariscotti, señala la estrecha relación que el físico de origen checo Guido Beck mantuvo en la ciudad de Leipzig con el creador del principio de incertidumbre y Premio Nobel de 1932, el alemán Werner Heisenberg. Beck, de origen judío, llegó a la Argentina en mayo de 1943 invitado por su par mendocino Enrique Gaviola.
Este conocía los problemas de Beck con el régimen nazi a través de James Frank y Max Born, dos profesores suyos cuando estudiaba en Alemania. El científico cuyano realizaría su doctorado a instancias de ambos, siendo evaluado por Albert Einstein, con quien mantuvo una estrecha vinculación profesional hasta la muerte del creador de la Teoría de la Relatividad en 1955. Treinta años antes el genio de la física había visitado la República Argentina junto a su esposa Elsa, oportunidad en la que pronunció doce conferencias en el Colegio Nacional Buenos Aires, en la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y en las universidades de Buenos Aires, La Plata y Córdoba.
Un mes después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en agosto de 1939, Einstein le remitió una carta al presidente norteamericano Franklin Roosevelt expresando que, “en el curso de los últimos cuatro meses se ha hecho probable que podría ser posible el iniciar una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por medio de la cual se generarían enormes cantidades de potencia y grandes cantidades de nuevos elementos parecidos al uranio. Ahora parece casi seguro que esto podría ser logrado en el futuro inmediato”. En los años previos al ascenso de Juan Domingo Perón al poder, Enrique Gaviola era director del Observatorio Astronómico de Córdoba, y según cuenta su amigo y discípulo Alberto Maiztegui, su energía y visión estratégica lo llevaron a crear la Asociación Física Argentina en agosto de 1944 junto a Guido Beck.
La entidad nucleaba a las principales figuras nacionales en la materia, destacándose entre otros, José Balseiro, Mario Bunge, Héctor Isnardi que dirigía el Instituto de Física de la Universidad de La Plata y José Westerkamp. En esos momentos Argentina se mantenía neutral en la contienda mundial, hasta que finalmente el 27 de marzo de 1945, tras fuertes y continuadas presiones de los Estados Unidos y de Inglaterra, el presidente de facto Edelmiro Farrell le declaró la guerra a Alemania y Japón. El 6 y 9 de agosto de ese año, el presidente norteamericano Harry Truman ordenaría el lanzamiento de las bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y de Nagasaki.
En julio de 1948 Gaviola, que había conocido brevemente a Heisenberg durante su paso académico por la ciudad alemana de Gotinga, le comunicó a Beck su intención de invitar a la Argentina al renombrado científico alemán para hacerse cargo de la creación de un instituto radiotécnico que dependería de la Armada nacional. Heisenberg, por entonces de 45 años, aceptó la invitación, pero las alarmas se encendieron de inmediato en Washington y en Londres por la confusa actitud que éste desarrolló con su par danés, Niels Bohr, durante la reunión que mantuvo en octubre de 1941 en Copenhague.
En julio de 1945, y durante seis meses, el gobierno inglés había privado de la libertad a Heisenberg junto a otros diez científicos en una casa de campo cercana a la ciudad de Cambridge por la participación de los mismos durante el nazismo. Gran Bretaña tenía jurisdicción sobre el territorio alemán donde residía Heisenberg en 1948 y enterado de la invitación formulada por el gobierno argentino a través de Gaviola, le prohibió su traslado a Buenos Aires. Churchill y Roosevelt seguían de cerca los trabajos que los científicos alemanes realizaban con el objetivo de producir armas atómicas que pudieran ser utilizadas durante la guerra.
Por ello los altos mandos militares de ambos países, y los científicos que participaban en el Proyecto Manhattan, le dieron gran relevancia al contenido de la reunión celebrada entre Heisenberg y Bohr en octubre de 1941, dos meses antes del ingreso de Estados Unidos a la contienda mundial.
Según la versión que el propio Heisenberg brindó tiempo después sobre el encuentro, la conversación con Bohr giró en torno a “la cuestión de si realmente era correcto que los físicos se ocuparan del problema del uranio en tiempo de guerra, ya que había que contar siempre con la posibilidad de que los progresos en este terreno pudieran causar consecuencias muy graves en la tecnología bélica”. El creador de la mecánica cuántica ya había afirmado públicamente que durante el régimen nazi temió por su vida por las investigaciones que realizaba sobre la cuestión nuclear. Siguiendo con los dichos de Heisenberg, Bohr le formuló la siguiente pregunta: “¿Realmente crees que se puede aprovechar la fisión del uranio para construir armas?”. Su respuesta, que conmovió al físico danés, fue: “Sé que en principio es posible, pero haría falta un inmenso coste técnico, que cabe esperar que ya no pueda realizarse en esta guerra”.
Enterado Bohr de los dichos de Heisenberg decidió escribirle varias cartas en las que intentaba relatar su versión sobre lo conversado en octubre de 1941. Finalmente decidió no enviárselas, y los motivos de tal negativa no han sido debidamente aclarados hasta hoy, a pesar de que la correspondencia se hizo pública en 2002 por decisión de su hijo Aage, que también recibió el Premio Nobel de Física en 1975. Niels Bohr mostró su temor ante los dichos temerarios de Heisenberg, y le escribió: “Tuvo que causarme una fuerte impresión que desde el principio usted afirmase su certeza de que, si la guerra se prolongaba lo suficiente, se decidiría mediante el uso de armas atómicas”.
Resulta por demás llamativo que la reunión entre ambos genios de la física nuclear tuvo lugar casi en simultáneo al nacimiento del Proyecto Manhattan lanzado por el presidente norteamericano, Franklin Roosevelt.
En este sentido, Bohr le escribió a Heisenberg afirmando que al momento del encuentro “yo no tenía ningún conocimiento de los preparativos en curso en Inglaterra y América. Usted añadió, al verme titubear, que tenía que entender que en los últimos años usted se había dedicado casi exclusivamente a este tema, y no le cabía duda de que se podía hacer. Por tanto, me resulta bastante incomprensible que pretenda haberme insinuado que los físicos alemanes harían todo lo que estuviera en sus manos para evitar semejante aplicación de la investigación atómica”.
Prohibido Werner Heisenberg, entra Ronald Richter en escena.
A principios de 1951 Perón afirmó públicamente que el científico austríaco (nacionalizado argentino) Ronald Richter le había expresado que el país ”podía iniciar los trabajos atómicos por el procedimiento que siguen los norteamericanos, pero que para eso necesitaríamos unos seis mil millones de dólares”. Richter había llegado a la Argentina en agosto de 1948 por recomendación del ingeniero aeronáutico alemán Kurt W. Tank, un militar y empresario de alto nivel durante el régimen de Adolf Hitler que dirigió el Departamento de Diseño de la empresa de aviación Focke-Wulf entre 1931 y 1945. El gobierno peronista había contratado a Tank con el objetivo de desarrollar en Córdoba el primer avión a reacción en América Latina, mundialmente conocido como Pulqui. Pocos días después de su arribo y en compañía de Tank, Richter se reunió con Perón y le comunicó la posibilidad de efectuar reacciones termonucleares controladas.
El 24 de marzo de 1951, casi en simultáneo a un exitoso vuelo del avión Pulqui dirigido por Tank, Perón anunció a través de un mensaje leído y transmitido por radio a todo el país que en la Planta Piloto de Energía Atómica en la Isla Huemul, ubicada a 8 kilómetros de San Carlos de Bariloche (y que perteneció a la CNEA desde 1949 hasta 1975), se llevaron a cabo reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica.
Al otro día el propio Richter informó que la reacción termonuclear de fusión brindaría energía no contaminante e ilimitada y barata, con costos inferiores en relación al proceso seguido en países extranjeros. Los anuncios causaron gran preocupación (aunque no sorpresa) en los gobiernos de Estados Unidos y de Inglaterra, quienes gracias al accionar de sus servicios de inteligencia conocían con precisión la gran cantidad de técnicos alemanes que llegaron a la Argentina tras la caída del Tercer Reich en mayo de 1945. Además, en medio de los anuncios, Perón le otorgó a Richter un doctorado honoris causa de la Universidad de Buenos Aires.
Pero no todo eran buenas noticias en torno al trascendental anuncio. Richter no estaba dispuesto a que sus supuestos avances en la investigación fueran evaluados por técnicos reconocidos tal como era solicitado por el coronel Enrique González, máximo asesor científico de Perón, además de ser el responsable del financiamiento del Proyecto Huemul. Fue entonces en septiembre de 1952 que Perón designó al físico cordobés de 32 años, José Antonio Balseiro (que tuvo que viajar de urgencia desde Inglaterra donde realizaba sus investigaciones nucleares,) como encargado oficial para la redacción de un informe sobre la viabilidad de las actividades científicas desarrolladas en la Planta de Energía Atómica de la Isla Huemul. Su conclusión fue terminante: “Los conceptos teóricos sumados por el Doctor Richter carecen de los fundamentos necesarios para permitir que se abrigue alguna esperanza de una realización exitosa de sus propósitos tendientes a lograr una reacción termonuclear mantenida y controlada”.
El ansiado objetivo del desarrollo atómico nacional a través del Proyecto Huemul fue cancelado en noviembre de ese mismo año por orden del propio Perón y se desplegó una gran presión sobre los medios de prensa nacionales para evitar la amplificación política del fracaso del proyecto atómico que había resonado en todo el mundo.
Según Mario Mariscotti, ex director del Departamento de Física Experimental de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y Profesor Titular de Física Nuclear en la misma facultad, Richter ignoraba los parámetros físicos dentro de los que, teóricamente, podría producirse la reacción termonuclear en cadena, que requería para ello una temperatura del orden de algunas decenas de millones de grados centígrados. Mariscotti estimó que el experimento nuclear de Bariloche insumió unos 15 millones de dólares de entonces (unos 500 millones actuales), pero a pesar del millonario gasto, el científico se formuló la siguiente pregunta sobre las investigaciones en física nuclear: “¿Hubiera llegado la Argentina a su desarrollo actual si no hubiera sucumbido a las sirenas de Huemul”? En cambio, Enrique Gaviola, que durante el resto de su vida lamentó que el país no hubiera podido contar con el asesoramiento de Heisenberg, afirmó en 1955 que el caso Richter fue una estafa científica, una estafa moral y una estafa económica.
Posteriormente en julio de 1966, durante la llamada Noche de los Bastones Largos, el gobierno de facto encabezado por el General Juan Carlos Onganía, que el mes anterior había derrocado al presidente radical Arturo Illia, había promulgado el decreto ley 16.912 que determinaba la intervención de las universidades nacionales, prohibía la actividad política en las facultades y anulaba el gobierno tripartito, integrado por graduados, docentes y alumnos. El éxodo de renombrados científicos y académicos fue inmediato. Una vez más Argentina atentaba contra su propio desarrollo económico y social de mano de las ciencias y de la educación.
En marzo de 1974 Perón lograría su tercera presidencia, y cien días antes de su muerte, obtuvo un objetivo político importante con la inauguración de Atucha I, la primera central nuclear de América Latina. Cuatro años después, durante la dictadura militar y bajo la dirección del vicealmirante Carlos Castro Madero, por entonces al frente de la CONEA, comenzó a desarrollarse en secreto el proceso de enriquecimiento de uranio mediante el método de difusión gaseosa en el Complejo de Pilcaniyeu, cercano a Bariloche, y dependiente de la CNEA. El INVAP, complejo científico radicado en Río Negro, también aportó personal técnico de primera categoría para el emprendimiento. A principios del año 1979 el presidente Jorge Rafael Videla aprobó un nuevo plan nuclear con el propósito de autorizar el llamado a licitación internacional para la construcción de la central nuclear de Atucha II y de la Planta Industrial de Agua Pesada.
La guerra de Malvinas aceleró las especulaciones de científicos y analistas políticos internacionales sobre las intenciones del gobierno militar argentino en torno a la fabricación de armamento nuclear. La BBC emitió un documental por esos días donde se afirmaba que Argentina y Alemania trabajaban en conjunto en la investigación de tecnología nuclear con fines bélicos. En este marco, se inauguró en mayo de 1983 la Central Nuclear de Embalse en la localidad cordobesa de Río Tercero, cuya construcción se había iniciado durante el tercer gobierno peronista en mayo de 1974.
Finalmente, en noviembre de 1983, un mes antes de la asunción presidencial de Raúl Alfonsín, Castro Madero anunciaba que el país había adquirido el desarrollo tecnológico para el enriquecimiento de uranio. Días después el Washington Post titulaba: “Argentina es capaz de producir cuatro bombas por año”.
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