No hay margen para una nueva frustración

Nuestra única guerra es contra la pobreza, y se gana generando empleo

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La pobreza en la Argentina
La pobreza en la Argentina llegó al 45,2%

El dato duró poco en el prime time de los medios; se naturalizó enseguida y se digirió rápido. Un 45,2% de pobreza y 10,6% de indigencia en el cuarto trimestre de 2020. Si bien el INDEC mide sobre 22 conglomerados urbanos, haciendo una proyección sobre el total de la población calculada en 48.4 millones, 21.8 millones están bajo la línea de la pobreza y 5.1 millones son indigentes.

Si miramos el conurbano bonaerense, principal aglomerado del país, los números empeoran drásticamente. Allí la pobreza alcanza el 54.1% -6.7 millones de personas- y la indigencia alcanza al 15%, lo que representa 1.8 millones de personas que no pueden siquiera acceder a los alimentos básicos.

Los números empeoran todavía más si analizamos la pobreza infantil. En Argentina el 62,5% de los niños y adolescentes son pobres, mientras que el 15,8% es indigente. Si llevamos estos números al conurbano vemos una realidad aún más cruel: el 71,4% son pobres y el 20,9% son indigentes. Para dimensionar esto tenemos que tener en cuenta que el promedio se saca incluyendo las localidades y barrios de clase media y media alta, por lo que no es difícil concluir que hay localidades donde la pobreza infantil está por encima del 80% y barrios puntuales donde está por encima del 90%.

Aunque los números sean impactantes, podrían ser mucho peores sin las políticas sociales y de transferencia llevadas adelante por el Gobierno Nacional y los gobiernos provinciales. De acuerdo al INDEC, sin los subsidios (ATP, IFE, Potenciar, Alimentar, etc) la pobreza alcanzaría al 49% a nivel nacional y al 58% en el conurbano; pero el salto dramático se daría en los números de indigencia, que pasarían al 17,2% a nivel nacional y al 22,7% en el conurbano bonaerense.

En síntesis, sin las políticas sociales habría 3.2 millones más de indigentes. 3.2 millones de personas que no podrían siquiera acceder a la canasta básica alimentaria.

Ante la magnitud de la tragedia, ningún otro tema debería despertar el interés ni ocupar el tiempo de quienes tienen responsabilidades de gestión.

Las políticas sociales se han mostrado efectivas hasta cierto punto. Podemos ver el vaso medio lleno y señalar que gracias a las políticas de transferencia y asistencia, 3.2 millones de personas no son indigentes; pero también podemos ver el medio vaso vacío y concluir que pese a la red de asistencia social más grande de nuestra historia y más grande del continente suramericano, 5.1 millones de personas pasan hambre.

Aun ponderando los aspectos positivos, la contracara de semejante esfuerzo fiscal es un déficit que caotiza la macroeconomía y nos condena a convivir con endeudamiento, inflación, presión tributaria récord y brecha e inestabilidad cambiaria; factores que atentan contra la solución al problema que planteamos, la creación de empleo.

Y es en este punto donde aparecen diferencias, matices y contrapuntos que complejizan la conducción del proyecto hacia buen puerto. Ante la injusticia social, emerge naturalmente en quienes abrazamos la doctrina Justicialista la voluntad de transformar la realidad, de salir en auxilio inmediato de los compatriotas que están sufriendo y que, sin dudas, no pueden esperar un ciclo de crecimiento de la economía.

Sin embargo, con una economía debilitada, un Estado exhausto y volúmenes de pobreza estrafalarios, la máquina redistribucionista no funciona: no llega a todos los que la necesitan al tiempo que daña al aparato productivo del que todos necesitamos.

Nuevos planes sociales, ampliación de los montos transferidos, ampliación de subsidios a la energía y al transporte, trabas a las exportaciones y otras medidas en ese tono pueden moderar los números de la pobreza, ralentizar temporalmente la inflación y camuflar los efectos de la crisis, que tarde o temprano emergerá en toda su magnitud.

Evidentemente, pese al esfuerzo sin igual llevado adelante en medio de la pandemia, con dos programas impensados para un país de desarrollo intermedio como el nuestro -IFE y ATP- los altos números de pobreza e indigencia se explican por dos causas: falta de trabajo y salarios bajos.

Ante esto, todo el trabajo del gobierno nacional debe ser enfocado a fortalecer y potenciar la producción y generar empleo. Cada Ministerio, cada Subsecretaría y cada Dirección Nacional, cada organismo descentralizado y cada oficina pública debería preguntarse si la decisión que se está por tomar, la resolución que se está por emitir o el programa que se va a presentar ayuda de algún modo a la producción nacional y al trabajo. Siendo brutal puedo asegurar que en el escritorio de cada funcionario debería haber un cartelito diciendo “si lo que va a hacer no crea empleo, no lo haga”.

No se trata de ningún modo de simplificar el problema ni de caer en un voluntarismo exasperante, sino de construir una mística, un relato y una épica en torno a una causa: el empleo. Quizás no sea suficiente, pero es un consenso interno que tarde o temprano deberemos alcanzar para construir un punto de partida común.

Si no contemporizamos el “Peronismo de los Subsidios y de los Derechos” con el “Peronismo del Trabajo y las Obligaciones”, probablemente no terminemos siendo ni uno ni otro, ya que el reloj de arena se ha dado vuelta y el 2023 está ahí, a centímetros.

No hacerlo sería un crimen político, ya que no se trata de lanzarse a una aventura a lo desconocido sino de hacer lo que ya hicimos a mediados del siglo pasado y lo que han hecho muchos países del mundo. Tenemos las capacidades nacionales que nos permiten construir un programa de desarrollo económico. productivo, educativo y social para los próximos 20 años.

Somos capaces porque tenemos los cuadros políticos, la gobernanza en el territorio y el Partido más importante de la historia argentina que nos permiten ganar sustentabilidad estratégica.

Somos capaces porque tenemos el desarrollo científico-tecnológico en diversas áreas clave: agroindustria, energía, telecomunicaciones, industria metalmecánica, metalurgia, química, bioquímica y aeroespacial entre otras.

Somos capaces porque tenemos una clase obrera medianamente formada y un sistema educativo deficiente pero extendido, sobre el que se pueden sentar las bases para el siglo XXI.

Somos capaces porque tenemos recursos naturales suficientes; nada extraordinario, pero sí suficiente. Somos capaces porque estamos en un continente de paz, sin guerras ni conflictos étnicos o religiosos.

Somos capaces porque tenemos el ejemplo de las provincias que llevan adelante ambiciosos planes de desarrollo para crecer, agregar valor y generar empleo, como Misiones, San Juan y La Pampa entre otras.

Según la Universidad Nacional de la Defensa -UNDEF- “las capacidades nacionales marcan el rumbo de hacia dónde queremos ir y qué es lo que queremos ser, dándole relevancia a aquellos temas que son parte del desarrollo y la integralidad del país”.

¿Alguien tiene dudas de que somos capaces?

En estos días se cumplieron dos años del momento en que Cristina Fernández de Kirchner conmoviera al sistema político con el anuncio de la fórmula acompañando a Alberto Fernández. En ese video de casi 13 minutos se destacó una frase que explicaba semejante decisión: “Esta fórmula que proponemos es la que mejor expresa lo que en este momento en la Argentina se necesita para convocar a los más amplios sectores sociales, políticos y económicos también”.

Tras cuatro años de endeudamiento y fuga, de ataques sistemáticos a los sectores productivos y de empobrecimiento generalizado de la población, se imponía la necesidad de un acuerdo económico y social para la producción y el trabajo. En el aire se respiraba la idea de que en esta etapa el esfuerzo estaría en fortalecer al sector privado, robustecer nuestra economía y generar empleo para “ordenarle la vida a la gente”.

Ese contrato electoral sigue vigente y es más necesario que nunca. Ni la pandemia, ni la intransigencia opositora, ni algunos actores económicos que operan descaradamente, ni los desbordes judiciales deben hacernos caer en la tentación de entrar en una escalada de la que no podremos salir victoriosos.

Nuestra única guerra es contra la pobreza, y se gana generando empleo. No podemos permitirnos una nueva frustración que sumerja a la Argentina en el peor de los infiernos.

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