Es propio de los seres vivos (los “animados”) el comunicarse entre sí y con el entorno. No importa que, según la clasificación aristotélica de las “animas” –vegetativa, sensitiva y racional- se trate de un vegetal, un animal (no racional) o un humano (animal racional), todos nos comunicamos, aunque, en la dimensión de lo creado y en lo que al momento conocemos, la perfección de la comunicación se encuentre en el humano.
La comunicación es un bien. Podría decirse que es el bien y no solo un medio para lograrlo: es, o se acerca a ser, el bien en sí mismo, en el cual todos los bienes serán alcanzados. El “bien común” de la “polis” (siempre debemos recurrir a Aristóteles, el clásico maestro del pensamiento occidental) es un bien comunicativo, el que, al comunicarse, se distribuye. Para los cristianos, el bien supremo al que el ser humano aspira, la “salvación”, consiste en la contemplación cara a cara de Dios, es decir, la comunicación eterna con la divinidad.
Precisamente, en la tradición judeo-cristiana, el camino hacia la salvación comienza con la “revelación”, es decir, la comunicación gratuita por parte de Dios al hombre de las verdades necesarias para llegar a la develación (comunicación) definitiva de Su “rostro”: de la verdad, del bien y de la belleza, que son los atributos del ser, todos ellos comunicables.
El paciente y tolerante lector se preguntará sobre la razón de esta introducción entre filosófica y teológica (claro que sin mayores pretensiones). Mi objetivo es sólo resaltar que la comunicación, desde su nivel más elemental hasta su nivel más alto (porque el hombre posee las tres animaciones: sensitiva, vegetativa y racional) es una realidad humana esencial.
Para clasificar las edades de la civilización los historiadores suelen recurrir a acontecimientos de una potencialidad transformadora tal que sirven como hitos o mojones para indicar el límite entre la vieja y la nueva era o “Edad histórica”. Así, la Edad Moderna habría comenzado con el descubrimiento de América (sin duda un fenómeno revolucionario comunicacional) pero no podemos olvidar que la invención de la imprenta ha sido un fenómeno comunicacional revolucionario, ocurrido también en los finales del siglo XV. La imprenta sentó las bases para el tránsito revolucionario liberal que culminó con la Revolución Francesa, precisamente el mojón limítrofe, comúnmente admitido, entre las edades Moderna y Contemporánea, esta última en la que todavía estamos.
La imprenta de Gutenberg significó la posibilidad de conocer y de difundir las ideas por un medio más sencillo, expansivo y menos costoso, que el de los copistas. Podríamos decir que la “globalización” (con los límites de la época) del libro, ha sido otra maravilla comunicacional, que ha servido a la democratización del conocimiento, como lo fueron en su momento las Doce Tablas romanas y las Dos Tablas mosaicas, que permitieron el conocimiento público de la ley y por tanto, la defensa de la libertad y el logro de la vida virtuosa.
Más arriba mencioné que todavía estamos en la Edad Moderna. ¿Realmente es así? ¿Lo estamos todavía?
Creo que ya ha comenzado otra Edad histórica, pendiente de bautizar y de fechar. ¿Cuál ha sido, en este caso, el “acontecimiento mojón”? Para algunos podría ser la finalización de la Segunda Guerra Mundial, o la caída del imperio soviético (con la demolición del Muro, como, en el caso de la Revolución Francesa, con la demolición de La Bastilla), para otros, la primera explosión atómica en Hiroshima, o la llegada del hombre a la luna. Pienso que para muchos será la apertura al público de la Internet (¿con la World Wide Web, en 1991?). Si fuese así, la nueva era podría muy bien ser nominada como la Edad de la Internet, o mejor, la Edad de la Comunicación Global.
Por nuestra propia naturaleza (el hombre es una animal social y político, decía Aristóteles) la necesidad de comunicarnos es casi tan fuerte como la necesidad de respirar. Recordemos al Robinson del Siglo XXI, el personaje encarnado en Tom Hanks (“Náufrago”), que en gran medida sobrevive gracias a una pelota (resto del mismo naufragio) que el mar había depositado en las playas de la isla. Dibujando en aquella un rostro humano, dio creación a un “compañero” (“no es bueno que el hombre esté solo”, sentencia el Génesis al recordar el momento supremo de la Creación) a quien llamó “Wilson” y cuya, precisamente, compañía le resultó tan indispensable que casi se ahoga por evitar su pérdida durante el aventurado viaje de regreso a la civilización. Con Wilson nuestro Robinson encontró a un sujeto con el que dialogar, discutir los planes de salida de la isla, informarle acerca de esos y otros proyectos; en fin, con un sujeto, siquiera pasivo, de su esencial actividad comunicacional.
La internet es nuestro Wilson, con la enorme ventaja que no es sólo pasiva, sino activa. Tal reciprocidad (activa y pasiva) es lo propio de la comunicación, en igualdad de importancia. Con la internet recibimos y brindamos información, dialogamos, hasta, según algunos pronostican, podremos transmitir no solo noticias y conocimientos, sino energía, abaratando notablemente (con costo marginal casi cero, sostiene Rifkin) el transporte de la misma. También podremos producir -fabricar objetos- en red. Si estos pronósticos se hacen realidad en escala suficiente, se provocaría una extraordinaria revolución económica y política. La propiedad de los medios de producción ya no sería de los dueños del capital (incluyendo aquí al “Estado empresario”) sino de todos los que estamos comunicados. Ya no discutiríamos acerca de la “plusvalía”. Todos seríamos proletarios y propietarios (a la vez) del principal medio de producción de la riqueza: la comunicación.
¿Es posible dudar que se trataría del comienzo de una nueva Edad histórica?
La comunicación (la red y sus agregados, derivados, consecuencias) sería un bien común, un “common”, como los bienes en común anteriores a los procesos de acumulación de capital iniciados a partir del Siglo XVI y que llevaron, permitieron o facilitaron el derrotero capitalista de la revolución industrial (al que le faltó, y le falta, mayor comunicación de la riqueza -mayor “derrame”- para perfeccionarse).
La internet podría ser así sometida a un régimen jurídico novedoso, que todavía hay que construir, en gran medida inspirado en el clásico servicio público. ¿Podría ser un servicio público donde su titular no fuese la Administración sino la misma red, solo protegida y no gestionada, por el Estado? Si bien no podemos saberlo todavía, podemos imaginarlo con deseo, como si conversáramos con Wilson acerca de nuestro retorno al hogar que siempre nos está aguardando.
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