Gaudeamus igitur
Hay cosas que si no suenan no andan bien. El silencio no siempre es salud. Es el caso de las universidades, centros por antonomasia de conocimiento, estudio y diálogo. Las universidades argentinas llevan mucho tiempo en silencio: por lo menos medio siglo. Es un síntoma de crisis prolongada. Es este largo silencio el que ha disimulado el estruendo del silencio actual ante una de las crisis más brutales de nuestra historia reciente.
El fenómeno ha sido señalado adentro y afuera de las instituciones. Hace unos días la especialista Guillermina Tiramonti lo describía, pero pasando de puntillas sobre sus causas. Tendrá sus razones. El asunto no parece estar dando lugar a una discusión seria sobre las responsabilidades y las posibles contribuciones de la universidad en este contexto: ni adentro ni afuera. Porque el silencio no es sólo puertas afuera. Parece que la universidad no tiene nada que decir.
El mutis universitario se convierte en inaceptable por dos aspectos en particular.
Primero, por las contribuciones que los centros científicos pueden hacer respecto de los problemas relacionados con la pandemia. Esto tiene sus motivos: si bien las universidades argentinas son teóricamente centros de investigación y docencia, en la práctica se han concentrado en la docencia, conforme a su modelo profesionalizante. A pesar de que se sostiene cierta actividad marginal de investigación científico-técnica, esta es propia de los organismos especializados.
En segundo lugar, la universidad parece ajena a la brutal batalla política y cultural en torno a la presencialidad de la educación en todos sus niveles. La ruptura explícita del sentido común en torno a la importancia de la educación la sorprende en una actitud pasiva, acrítica y seguidista de una política de gestión de la pandemia que ya se sitúa sin discusión entre las peores del planeta. Parece que no tiene ningún problema con la nueva normalidad (o anormalidad), ni se le plantea un desafío, como al resto del mundo.
Nada que decir
Este silencio puede explicarse (aunque no justificarse: la universidad debería tener una visión integral de la actividad educativa, acompañada de un posicionamiento claro) en razón de que se asume que el tercer nivel puede proseguir sin mayores inconvenientes sus actividades de forma virtual, lo cual es un prejuicio notoriamente falso y engañoso.
No quisiera entrar ahora mismo en esta discusión pero me interesa señalar algunos aspectos que suelen pasarse por alto. En primer lugar, uno propiamente técnico: el déficit de conectividad es similar a otros niveles educativos. La virtualidad es casi una cosa de élites en un país en proceso acelerado de pauperización. Otro actitudinal: las condiciones propias de la virtualidad no favorecen las disposiciones necesarias para los procesos de aprendizaje. Uno relacional: la cancelación de la convivencia universitaria como primera socialización adulta supone un gravísimo déficit para la formación de los jóvenes. Finalmente los problemas que plantean las instancias de evaluación. Se cree que la universidad “sigue”, y no es así.
Pero esto solo puede ser el motivo aparente o la excusa de la capitulación universitaria, no su causa. En este sentido Luciano Román ha señalado la colonización ideológica llevada a cabo por el kirchnerismo en los claustros universitarios, y no le falta razón. Pero es preciso analizar sus aspectos estructurales, que a veces tienen que ver con esa hegemonía y a veces no. Vamos a analizarlo de menor a mayor.
El acuerdo tácito de los claustros
Hay que empezar por señalar una ausencia notoria. El retorno a la presencialidad en los niveles inferiores de la educación hubiera sido imposible sin el activismo de la comunidad de padres a través de su organización padres.org. Fueron ellos quienes, elevándose con autoridad suficiente y capacidad de presión por encima de los intereses corporativos dominados por los sindicatos docentes y el Gobierno nacional, asumieron la defensa y la afirmación del sentido común que está en el origen de la construcción de este país: la educación como instrumento principal de desarrollo personal y social.
En la universidad los padres no pintan. Se asume que los alumnos son adultos y está bien que así sea. El ya citado Román señala la absoluta desmovilización de las agrupaciones estudiantiles: se le escapan algunos aspectos propios de este gremialismo, que nunca promueve una mayor exigencia académica, sino todo lo contrario. Pero más allá de la militancia, los alumnos no pueden trascender su propio interés corporativo, determinado por la universidad como centro de expedición de títulos habilitantes: quieren aprobar exámenes y graduarse a cambio del menor esfuerzo posible. La virtualidad, por muchas razones, reduce esas exigencias. Los alumnos universitarios reconocen que aprenden poco y mal pero en su esquema de costo-beneficio prefieren las clases en casa. Una encuesta reciente en Italia ha sido elocuente en este sentido.
Respecto de los docentes es preciso atender a la configuración actual del claustro. En lo que hace a la designación de profesores universitarios predomina una lógica clientelar: se ha ido formando un vasto ejército de docentes de dedicación simple, es decir, profesionales que por alguna razón complementan su actividad principal con la docencia universitaria. El resultado es un claustro mal pagado, poco comprometido y escasamente predispuesto a asumir plenamente el oficio universitario. Si se suspenden las clases presenciales, tanto mejor.
Los gremios docentes son casos particulares de burocracia sindical. Se trata de organizaciones de choque paragubernamentales/paraopositoras: lo primero cuando gobierna el peronismo, lo segundo cuando está en la oposición. A esta lógica dominante se subordinan sus reclamos, que son principalmente de orden salarial. Cuando no gobierna el peronismo adoptan una modalidad combativa e implacable. Cuando gobierna, todo ajuste salarial o precarización les parece bien. En este contexto político la suspensión de la presencialidad les permite evitar la presión que recibirían de parte de las bases por la brutal destrucción del salario docente.
Finalmente las autoridades, ¿cómo reaccionan ante la pandemia? La universidad pública argentina ha renunciado a guiarse por indicadores de eficacia institucional y función social comprobable. El promedio nacional de egresados en relación con ingresantes es de los más bajos del mundo: en torno al 30% (personajes del oficialismo como Eugenio Zaffaroni y Alejandro Grimson han defendido este enorme fracaso en términos de “políticas inclusivas”). La población con estudios universitarios completos es una de la más baja de los países de la región: apenas trasciende el 20%. En este contexto la preocupación principal de los directivos es la puja por porciones crecientes de presupuesto, sin estar por ello obligados a mostrar resultados o ajustarse a criterios de excelencia. La virtualidad ahorra costos, simplifica la gestión, silencia conflictos y reduce riesgos. Negocio redondo.
Horizonte de crisis y déficit de crítica
Excepciones a este panorama existen, naturalmente. Pero el estado general sigue estas líneas maestras. El sistema universitario argentino es ineficaz, obsoleto, elitista, hiperburocratizado y caro. Y va a peor. Mientras tanto, repite la consigna de la educación universitaria pública, laica, gratuita y de calidad, reproduciendo un complejo ideológico fatal, una falsa conciencia de sí.
La comunidad universitaria parece ignorar o despreciar en forma unánime lo que la define: la universidad es una forma de vida de carácter voluntario y de propósito formativo.
Estoy lejos de las visiones apocalípticas. Pero no puede negarse que el mundo ha entrado en un proceso inevitable de racionalización, al que no escaparán los Estados ni las instituciones públicas. Este reset mundial revelará la prescindibilidad de muchas cosas y se llevará consigo cosas buenas y malas, nos guste o no. Con estas pésimas disposiciones internas, sin siquiera la capacidad crítica de entender su difícil situación, la universidad argentina no parece en grado de responder adecuadamente al desafío.
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