El kirchnerismo, abanderado del estatismo, ha sido responsable en sus anteriores gestiones de la mayor migración de la escuela pública hacia la privada.
Ahora, de regreso al gobierno, milita el cierre de las aulas en nombre de una defensa de la vida que los resultados de su estrategia ante la pandemia desmienten, y pregona una virtualidad que sabe insuficiente y defectuosa, cuando no directamente inaplicable en una amplísima franja social: funciona de modo tan desigual que no hace más que ampliar la brecha educativa.
La suspensión de clases presenciales fue una herramienta necesaria en los picos de la pandemia. La usaron casi todos los países, de modo temporario cuando no hubo más remedio. Pero curiosamente, un Gobierno enamorado de los récords y las comparaciones estadísticas, olvida consignar que Argentina es el país que más tiempo aplicó esa restricción. Por facilismo.
El oficialismo actual ha sido activo en la degradación de la escuela pública, que solía ser un poderoso motor de promoción social en la Argentina. La responsabilidad por la decadencia actual no recae en un solo gobierno, pero en el caso de esta administración la distancia entre lo que se dice y lo que se hace es extrema: evidencia la hipocresía de creer que mejor que hacer es decir -la calle a eso lo llama verso- y que por lo tanto con el relato basta. No importa si los resultados de su política son opuestos a lo declamado.
Son tan poco serios en esto como Mauricio Macri, que tiene que tomar clases para saber quién fue Sarmiento. Pero en ellos hay mayor hipocresía porque son los campeones del Estado nacional y popular. Mientras que del ingeniero nadie esperó nada en esta materia, los actuales funcionarios ponen la vara bien alta y luego se arrastran por debajo.
Desde 2003, a lo largo de toda la gestión kirchnero-estatista, la matrícula de las escuelas privadas no paró de crecer. En 2015, por ejemplo, de cada 100 alumnos nuevos en el sistema escolar, 66 se inscribían en escuelas privadas y sólo 34 en la educación pública.
Este crecimiento se dio por la migración hacia el sistema privado de sectores populares; clase media y clase media baja especialmente, ya que las clases altas, con excepciones, hace tiempo venían optando por la escuela privada. Hubo una leve reversión de esa tendencia con la crisis del 2001 y, más recientemente, en 2018, y seguramente se repetirá ahora, pero no por una mejora de la educación estatal, sino por la recesión económica.
Los motivos de esta migración son conocidos: no es la idea de una mejor calidad educativa. En la escuela estatal casi nunca se cumplen los 180 días de clase obligatorios, no se completa el calendario escolar ni se compensan los días perdidos. No es sólo por los paros docentes; también es muy elevado el ausentismo. En el nivel secundario, el sistema de suplencias es tan burocrático que cuando falta un docente simplemente hay hora libre.
El kirchnerismo hizo obligatoria la escuela secundaria. Como título, es muy bueno. En la práctica, la inclusión educativa se hizo en detrimento de la calidad. Una falsa inclusión.
El primer peronismo implicó una promoción social basada en la igualdad de oportunidades y en el talento. Muchos obreros e hijos de obreros alcanzaron grados de participación política y decisión nunca vistos. Aquel peronismo instituyó una aristocracia del talento, que no reconocía privilegios de cuna, ni de fortuna ni de apellidos. Un obrero podía ser ministro o embajador.
El kirchnerismo promueve una igualación hacia abajo, una dadivosidad que no alienta el esfuerzo ni premia el talento. El derecho a estudiar se convirtió en el derecho a pasar de grado, en el derecho al título, aunque no se verifiquen aprendizajes. Eso no es promoción social, sino demagogia.
A la meritocracia malentendida del PRO, le opusieron el paternalismo: que el pobre esté en la escuela aunque no aprenda. Menos días de clase, menos contenidos, menos exigencia, menos disciplina; son pobres, no vamos a pretender que aprendan, es la idea subyacente.
Por eso hoy no se alarman por un cierre de aulas que ya dura más de un año. Por eso ayer inventaron un secundario degradado en contenidos -el plan FINES- para los pobres. Unas pocas horas de cátedra, dictadas en lugares tan inverosímiles como un club, una unidad básica o la casa de un referente, y donde a los alumnos se les brindaban escasos contenidos y a los profesores un apriete o una trompada si se les ocurría reprobar a alguno.
Comparten la concepción de clase que dicen combatir: una educación de segunda o tercera categoría para los que justamente más instrucción y aprendizaje necesitan.
Con la pandemia, se superaron a sí mismos. Un año sin clases presenciales, con la ficción de una continuidad pedagógica que sólo existió para una minoría privilegiada. Un año entero sin unificar criterios ni exigencias como para garantizar que todos los chicos recibieran la misma enseñanza.
El que crea que la virtualidad implicó que los alumnos siguieron teniendo clases vía zoom, con profesores del otro lado de la pantalla, exponiendo, explicando, luego controlando y evaluando el aprendizaje, ya puede ir saliendo del error. Muy pocas escuelas hicieron eso. En muchos otros establecimientos la virtualidad se limitó a una plataforma donde los maestros dejaban contenidos, indicaciones, tareas. El chico que no tenía en casa un adulto disponible y preparado para ayudarlo, ¿qué puede haber aprendido?
Más aún, en los barrios hoy llamados “populares”, donde la virtualidad es una entelequia, ¿qué continuidad educativa hubo, cuando el contacto con la escuela se limitó a pasar a buscar un cuadernillo con indicaciones?
En todo este tiempo, ¿qué comité de crisis educativa fue instituido por las autoridades para analizar cómo seguir? ¿Qué dispositivo de evaluación han preparado para medir las consecuencias de este cierre? A imagen y semejanza del Gobierno nacional, que libró la guerra contra el “enemigo invisible” sin convocar a un consejo de posguerra que prevea soluciones para los terribles efectos de la cuarentena en todos los frentes, tampoco el Ministerio de Educación de la Nación convocó a los especialistas para escuchar sus ideas.
Ignoramos qué se proponen hacer, si no ahora -están catatónicos-, al menos cuando concluya esta crisis, para compensar el enorme desamparo en el que dejaron a varias generaciones de niños y adolescentes. Existe gente que está pensando en ese problema; faltan los vasos comunicantes con quienes deben tomar las decisiones. Por poner un solo ejemplo, Gustavo Zorzoli, ex rector del Buenos Aires, reconociendo que “los estudiantes no podrán recuperar entre 1 y casi 2 ciclos lectivos en términos de conocimiento” -algo de lo que el Gobierno no parece enterado- propone un rediseño del currículum que se concentre en las asignaturas más duras, como lengua y matemática, “privilegiando por sobre todo la lectura, escritura y comprensión de textos”. O sea las herramientas que facilitan el estudio de cualquier otra materia.
En la Argentina de hoy, 63 por ciento de los menores de 14 años son pobres. En el conurbano bonaerense son el 73 por ciento. Pero para el gobernador Axel Kicillof el problema es que no se repartieron computadoras. En el fondo tienen la misma concepción que Macri, para quien la calidad educativa es sinónimo de “computación e inglés”.
Afirmar que no hubo continuidad pedagógica en los barrios más humildes del conurbano porque la anterior gestión no distribuyó suficientes computadoras es desconocer la realidad que se pretende gobernar. El Presidente canceló las clases presenciales con el argumento de que generan movilidad y un mayor uso del transporte público. Habría que preguntarle qué colectivo toman los chicos de la villa para ir a la escuela. En todo caso, tuvieron tiempo de sobra para repartir laptops si creían que ese era el problema. Para por ejemplo formar equipos móviles que recorran los barrios más necesitados para sostener el vínculo con la escuela y la continuidad de la enseñanza.
De paso, ¿alguien conoce a la Ministra de Educación de la provincia de Buenos Aires?
La tragedia educativa que hemos vivido quizás tenga un resultado positivo: cuando se mida el desastre pedagógico causado, tal vez eso ponga fin a la imbecilidad pedagogista que sostiene que el niño aprende solo, que el maestro es nada más que un guía, cuando no un obstáculo; en fin, toda la sarta de teorías de moda que niegan la esencia de la enseñanza que es la transmisión de conocimiento.
En el primer mes lectivo del año 2021, apenas un 18,3 por ciento de las escuelas primarias públicas tuvieron un cien por ciento de presencialidad, según un estudio del Observatorio Argentinos por la Educación. El Inadi, en vez de denunciar esta discriminación, se puso a hacer campaña contra la Educación. Una conducta que cuesta calificar.
Particularmente canallesca en esta crisis fue la conducta de los gremios docentes más afines al Gobierno. En todo este tiempo no hicieron sino poner trabas a la vuelta a clases. No surgió de ellos ninguna idea, no se les escuchó un solo grito de alerta, no se ofrecieron a paliar de alguna manera este desastre…. nada. Hasta la hija de Roberto Baradel mostró más conciencia que el padre.
Ni hablar de la UBA. Aparte de garantizar presencialidad cero en sus facultades, la extendieron a los colegios que de ella dependen -Carlos Pellegrini, Nacional, etc- y que van camino a dejar de ser de excelencia gracias a la desidia de estos funcionarios universitarios.
El vaciamiento educativo no pasa sólo por una menor cantidad de contenidos y una menor exigencia, sino por la suplantación de unos contenidos por otros; algo en lo que también el progre-kirchnerismo se muestra especialmente activo: cada vez se cede más espacio a seudomaterias que no son aprendizajes universales, parte de la herencia cultural que la humanidad ha ido transmitiendo de generación en generación y a la que todo niño tiene derecho. Esa es la función de la escuela: poner al alcance de todos el acervo cultural de la humanidad y de cada Nación.
En cambio, se promueve la bajada de línea. El propio Ministro de Educación masacra el idioma pretendiendo hablar “inclusivo”; en una escuela en serio reprobaría castellano. Esta deformación fue admitida por varias facultades. Difícil imaginar mayor degradación.
Otro ejemplo es la ESI (Educación Sexual Integral). La ley que la fija como contenido obligatorio existe desde 2006 y se aplica, contra lo que sostienen los militantes del género. ¿Cuánto tiempo de clase es necesario para explicarle a un niño cómo se gestan los bebés y a un adolescente cómo protegerse de venéreas y de consecuencias no buscadas en una relación sexual? Una charla de dos horas. Una vez o un par de veces al año. ¿Qué pretenden enseñarles los que quieren convertirla en una materia, los que hablan de una enseñanza transversal, o sea, presente en todas las materias? Hasta la geografía tiene que tener perspectiva de género... No es broma.
Un legislador de la provincia de Buenos Aires propuso dos horas de clase por semana. Definía así el objetivo de la ESI: “La erradicación de la opresión, la explotación y la violencia en las relaciones entre las personas, y como parte de ellas las relaciones sexuales, requiere de un proceso de transformación donde los propios oprimidos y violentados tomen conciencia de su situación y sean los protagonistas de esa transformación”.
Quieren sustituir por completo a los padres y que los chicos sean sexólogos. Desconocen la psicología más elemental. No todos los niños son iguales, no todos maduran en el mismo momento. La sexualidad no es una ciencia exacta. ¿Cuánto hay de experiencia personal, íntima, que cada uno hará a su modo y a su tiempo? ¿Qué quieren formatear?
En paralelo con esto, se promueve el desenraizamiento cultural, la iconoclasia con figuras del pasado que pueden ser criticadas pero cuyo rol no puede ser negado o reducido a un solo aspecto; se deslegitima el origen de la Nación a través de un juicio constante al pasado.
Un paroxismo se alcanzó en los festejos del Bicentenario, cuando se privilegió a unos actores en detrimento de otros, con un espectáculo que tuvo más de (anti) estética hueca que de hondura cultural.
Pan y circo. Un show light para evocar algo tan profundo como el nacimiento de la nación. Con el mismo espíritu, hoy se privilegia el fútbol y no la educación. Se prohíben las misas, pero no los partidos. Se clausuran las aulas, pero se deja marchar y cortar calles. Hicieron hacer un informe a un grupo de científicos del Conicet que concluye que “las escuelas abiertas causan internaciones y muerte”. Las escuelas causan muerte.
Menos historia, más ideología de género. Menos lectura y comprensión de texto, pero más jerga inclusiva-deformante de nuestro idioma. En vez de formar argentinos quieren formar ciudadanos de no se sabe dónde.
En una nota reciente, el historiador francés André Larané, reflexionando sobre el asesinato del maestro Samuel Paty por un extremista religioso, y la fragmentación social que hizo posible semejante drama, decía: “No es invocando nuestro régimen político [la República] que inculcaremos a los jóvenes franceses e inmigrantes el ‘deseo de vivir juntos’ (Ernest Renan) sino transmitiendo el amor a Francia, a sus habitantes, a sus paisajes, a sus letras y a sus artes, a su historia y a sus héroes”.
No importa cuánto se repita que “la Patria es el otro”, des-educar es des-argentinizar.
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