El fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación por el conflicto entre el Gobierno nacional y el porteño, en torno a la facultad del primero de suspender el dictado de clases presenciales en la Ciudad de Buenos Aires, provocó una virulenta reacción de parte del oficialismo.
La reacción más moderada provino del presidente Alberto Fernández quien se mostró como un firme partidario del estado de derecho, pero indicó que le apenaba ver “la decrepitud del derecho convertido en sentencias”.
Otros miembros del oficialismo fueron menos contemplativos con la decisión de la Corte Suprema. La diputada nacional del Frente de Todos Paula Penacca calificó el fallo como un “atropello a la democracia”. El recientemente designado ministro de Justicia, Martín Soria, afirmó al respecto: “Que un par de jueces, que vaya a saber quién y cómo los eligieron, se entrometan en este tipo de decisiones, insisto, en medio de la segunda ola, récord de contagios, récord de muertos con las terapias intensivas casi al borde del colapso, la verdad que me llama muchísimo, poderosísimamente, la atención. Yo no sé si llamarlo golpe blando, creo que si no es eso está muy cerca”.
En la misma línea, la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner escribió en su cuenta de Twitter: “Está muy claro que los golpes contra las instituciones democráticas elegidas por el voto popular, ya no son como antaño”.
Es decir, parte de la dirigencia oficialista, la vicepresidenta incluida, considera que la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación fue un acto equivalente a los golpes de Estado que en el pasado perpetraban las Fuerzas Armadas en nuestro país.
Este tipo de reacciones no deberían tomar a nadie por sorpresa. Para el kirchnerismo, los medios y los tribunales son los ejecutores de una nueva modalidad de golpes de Estado. En diciembre de 2012, frente a un fallo adverso en la larga batalla librada por el kirchnerismo con el grupo Clarín, la entonces presidenta Cristina Fernández Kirchner afirmaba: “Cuando a algunos les fallan los fierros mediáticos intentan construir fierros judiciales”. Y agregó que “algunos dicen que con cuatro fallos (de la Justicia) se cae el Gobierno”.
En la lógica del kirchnerismo, el ‘lawfare’, esto es el uso de los tribunales como una herramienta a disposición del establishment económico para frenar los cambios históricos promovidos por los “gobiernos nacionales y populares”, es una versión moderna del ‘warfare’ (los fusiles de la boca de los cuales brotaba el poder según afirmó alguna vez Mario Firmenich) de las Fuerzas Armadas en el período 1930-1983.
Independientemente de la inexactitud de esta interpretación de la historia -para el caso la incorporación de la clase obrera fue en la Argentina fruto de la tarea del secretario de Trabajo y Previsión Social de un gobierno de facto-, la utilización a la ligera del concepto de golpe de Estado, agregando adjetivos tales como ‘blando’, ‘judicial’, ‘mediático’ o ' legislativo’, no solo es en la mayoría de los casos inadecuada, sino que es también riesgosa.
¿Qué es un golpe de Estado? Un problema frecuente con términos en política es que: 1) no suele haber consenso sobre su significado; 2) pueden de hecho admitir múltiples significados; 3) tienen una carga valorativa, tanto positiva como negativa; y 4) la misma palabra que utilizamos como categoría de análisis es a la vez parte del discurso político. En relación a la categoría de ‘golpe de Estado’, todo esto ha sido excelentemente tratado en un trabajo de Andrés Malamud y Leiv Marsteinstredet, quienes justamente muestran los riesgos de -para usar una expresión popular en la redes sociales- ‘ponerle golpe de Estado a todo’. Típicamente un golpe de estado involucra entonces la remoción del jefe de Estado por parte de otra agencia estatal (las Fuerzas Armadas, los jueces, el Congreso) utilizando un medio ilegal.
¿Pueden el Congreso o el Poder Judicial dar golpes de Estado? De acuerdo a la definición mencionada claramente podrían hacerlo. Es más, ha ocurrido en otros países de América Latina. Como muestra el trabajo de Malamud y Marsteinstredet algunas decisiones de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, tal como la quita de poderes a la Asamblea Nacional en 2017, bien podrían caer bajo la categoría de ‘golpe de estado judicial’. Pero como señalan los autores, dado que el beneficiario de esta maniobra fue el presidente Maduro, estaríamos más bien ante un ‘auto-golpe’. Idénticamente podría decirse que algo similar ocurrió en Nicaragua cuando una sentencia judicial descabezó a los partidos opositores a Daniel Ortega en 2016, para colocar a figuras afines al presidente, y seguidamente expulsar de esos partidos a los diputados opositores, quienes así perdieron sus bancas en el legislativo.
¿Ha habido golpes legislativos? En un trabajo publicado en 2019, el politólogo argentino Aníbal Pérez Liñán sugiere reservar este término a cuando el Poder Legislativo legitima la destitución del presidente por parte de las Fuerzas Armadas, como ocurrió en 2009 en Honduras. Si tal como sostienen algunos analistas las destituciones presidenciales por medio del procedimiento del ‘impeachment’ o algún sucedáneo del mismo (la declaración de insania para el caso) fueran golpes de estado, entonces los países de América Latina habrían literalmente vivido los últimos 40 años de ‘golpe en golpe’.
Los fallos judiciales adversos que tanto en el pasado reciente como en las últimas semanas dieron lugar a la denuncia de un ‘golpe blando’ por parte del kirchnerismo no parecen ajustarse en modo alguno al concepto de golpe de estado. Más bien apuntan a restarle legitimidad a decisiones judiciales que no se ajustan a los deseos de la coalición gobernante.
Esto no debería sorprender a nadie por cierto. Casi un año antes de asumir como vicepresidenta, en su disertación ante el ‘Primer Foro Mundial del Pensamiento Crítico’, Cristina Fernández de Kirchner señaló en una interpretación un tanto antojadiza tanto de la historia como de la filosofía política: “Esta división entre Poder Judicial, Poder Legislativo y Poder Ejecutivo data de la Revolución francesa (…) De ahí surge la idea de gobernar un país con tres poderes y, además, uno que es vitalicio, que es el Poder Judicial, rémora de la monarquía”.
La constante denuncia de supuestos golpes de Estado -dada nuestra trágica historia durante el siglo 20- es peligrosa. Tal como ha señalado Pérez Liñán, la principal amenaza para la supervivencia de la democracia tanto en el siglo pasado como en este no ha estado ni en el Poder Legislativo ni en el Judicial, sino más bien en los presidentes extremadamente poderosos, capaces de eliminar los frenos y contrapesos propios de la democracia representativa y suprimir la competencia política.
América Latina atraviesa un difícil momento fruto de tendencias que preexistían a la pandemia -como la creciente insatisfacción con el funcionamiento de la democracia y la desconfianza hacia sus instituciones- y que esta ha profundizado tal como lo muestran las recientes elecciones presidenciales de Perú y Ecuador o el surgimiento de liderazgos como los de Jair Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador o Nayib Bukele. Más aún, la pandemia ha favorecido la delegación de facultades en el Poder Ejecutivo. Si la preocupación por la salud de la democracia es genuina cabría reparar más bien en los riesgos que entraña la concentración de poder en el Ejecutivo, que el funcionamiento de los frenos y contrapesos propios de la democracia.
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