Eugenio Bulygin, decano de la democracia

El juez y profesor falleció este martes, a los 89 años. Académico, jurista, participante directo de nuestra historia institucional, mentor y acompañante: tal vez ninguna imagen pueda captar todos los matices de un ser humano como él

Este martes falleció Eugenio Bulygin, de quien quizás el lector no haya escuchado hablar nunca o sólo haya escuchado hablar a medias. Podríamos intentar describir a Eugenio con una larga lista de sus hitos y cualidades, méritos y títulos, la cual probablemente desbordaría los límites de esta nota como desborda nuestra propia memoria. Nada de ello llegaría sin embargo a pintar un cuadro completo de su persona. Probablemente, ninguna imagen pueda captar todos los matices de un ser humano como Eugenio: académico, jurista, participante directo de nuestra historia institucional, mentor, acompañante, persona. De todos modos, haremos el intento.

Eugenio Bulygin fue abogado, juez y profesor universitario en Argentina y el mundo. Nacido el 25 de julio de 1931 en Jarkov, actual Ucrania, llegó a Argentina en 1949 con su familia luego de escapar primero de las purgas de la URSS y luego de la Segunda Guerra Mundial en Austria. Se graduó en Derecho en la Universidad de Buenos Aires en 1958, universidad que ya no abandonaría nunca. Primero con un doctorado en Derecho; luego, como profesor y titular de cátedra. Una vez Eugenio dijo: “La mejor manera de aprender es dar una clase, porque ahí uno se da cuenta de todo lo que no sabe”.

En los años 80, luego del retorno de la democracia, fue elegido por Raúl Alfonsín como Decano Normalizador de la Facultad de Derecho de la UBA. Formaba parte de un grupo de filósofos fuertemente comprometidos con la democracia y su restauración, los cuales ocuparon roles institucionales muy importantes en aquella década de rearmado de la Argentina. Bajo su mandato, la Facultad de Derecho acompañó la transición de la sociedad desde la dictadura hacia la democracia, realizando su propia transición interna de la sujeción a la autonomía, de una facultad signada por el autoritarismo y el dogmatismo hacia aquella a la que Bulygin y su círculo aspiraban como pilar de la democracia restaurada: una comunidad académica activa, crítica e independiente. Se expulsó a la policía de los pasillos; se recrearon los claustros; se cambió el plan de estudios por uno que da libertad al estudiante; se le hizo el juicio académico a profesores impuestos por la dictadura, algunos de ellos simpatizantes del nacionalsocialismo.

Los filósofos analíticos como Eugenio fueron parte de aquellos perseguidos y hostigados durante la seguidilla de dictaduras militares que sufrió la Argentina. Durante la última, cuando directamente se les prohibió investigar dentro de las universidades, Bulygin y otros colegas, como Genaro Carrió, Carlos Alchourrón y varios más, fundaron la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico (SADAF). Fue en SADAF donde este grupo de filósofos comenzó a planear modos en cómo restaurar la democracia. Antes, Alchourrón y Bulygin habían fundado a finales de los años 60 un seminario de lecturas filosóficas con el propósito de ser echados, manu militari, de la universidad intervenida. Los militares no se percataron, y así dio inicio el actual Seminario Permanente de Lógica y Filosofía del Derecho (dirigido hasta hoy por Bulygin mismo, y por los profesores Hugo Zuleta y Juan Pablo Alonso). Algunas personas consideraron que estos filósofos perdían el tiempo “con fríos juegos con la lógica”. Dejamos a criterio del lector determinar cuán inútiles y fríos fueron, en realidad, esos “juegos”.

Eugenio Bulygin fue además uno de los filósofos del derecho más importantes del siglo XX y de este joven siglo XXI, y uno de los fundadores de la escuela analítica de análisis lógico del derecho en Argentina y el mundo (con especial énfasis en Italia y España). Para ponerlo en pocas palabras: Eugenio fue una estrella de las grandes ligas la filosofía del derecho. Recibió un Premio Konex, además de otra larga lista de reconocimientos, y no pocos doctorados honoris causa. Junto con Carlos Alchourrón, escribió uno de los libros más influyentes de los últimos 50 años en el ámbito, “Sistemas Normativos”, editado por Mario Bunge, A.J. Ayer y Karl Popper, entre otros.

Sus trabajos (en soledad o con Carlos Alchourrón) han tenido además una enorme influencia, tanto en la academia como en la práctica. En la academia, mucho de lo que se ha hecho en las últimas décadas en el mundo latino ha sido un desarrollo o una crítica de su obra. Pocos teóricos, sino los menos, le han sido indiferentes. En la práctica, han dado herramientas muy finas y punzantes para clarificar qué hacen y dicen los jueces, qué se entiende por derecho, cómo pueden identificarse los problemas que hay en los sistemas jurídicos, entre otras. Nadie que trabaje en esas áreas puede desconocer dichos aportes; ni puede tampoco desconocerse cómo su pensamiento ha influido en tantos otros que luego se transformaron en profesores, abogados, jueces y miembros de Gobierno.

La marca indeleble que Eugenio Bulygin ha dejado en muchos de nosotros no sólo tiene que ver con sus inconmensurables aportes académicos, sustantivos y metodológicos, a la teoría del derecho. Tiene que ver también con sus inmensos aportes personales a la formación y el crecimiento, personal y académico, de una gran cantidad de personas entre las cuales tenemos la fortuna de encontrarnos. No es ninguna sorpresa que, en relación con esa marca académica, nuestras intuiciones filosóficas sean muy cercanas a prácticamente todas las que Eugenio ha propuesto. Esa marca personal, por su parte, se manifiesta en tres de los más grandes aprendizajes que hemos recibido para la academia y la vida: que hay que ser suave en las formas pero firme en el mensaje; que todo puede ser muy lindo, pero estar completamente equivocado; y que la forma más sincera de halago no es realmente la imitación, sino la crítica.

Hemos tenido la inmensa fortuna de conocer directamente a Eugenio y compartir con él sólo un par de décadas de su larga vida. Sin embargo, él vivirá en nuestros recuerdos, nuestros trabajos y nuestra memoria de sus palabras, su obra, su sentido del humor, su voz característica, su acento particular, su insistencia por las copas y vasos llenos, sus ojos penetrantes. A partir de hoy, los que vengan después de nosotros ya no podrán seguirlo conociendo de manera directa; pero prometemos, para decirlo en palabras de Bertrand Russell y como le hubiera gustado a Eugenio, hacer que puedan seguir conociéndolo por descripción.

Hasta pronto, Eugenio.