Nuestra comedia

Tiene su centro en una obstinada repetición de todo. Nuestro orgullo es la divisa “no tenemos que envidiar a nadie”. Es de rigor comparar y hacerlo en busca de la amenazante inferioridad

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(EFE/Demian Alday Estevez)
(EFE/Demian Alday Estevez)

Nuestra comedia. Sí, la de la Argentina, donde vivimos. ¿O acaso en las fechas patrias no se pone todo el mundo en los programas de televisión una escarapela? Claro que sí. Es parte de nuestra comedia, un ejemplo: henchido el corazón de cada uno atraviesan las solapas y telas variadas con el alfiler correspondiente. Todos, todas y todes. Al día siguiente se tiran, que son centavos, pero se ha sentado en esas horas una identidad.

Solo que la identidad es difusa, inasible. Se apoya en la ciudad opulenta -con unos cuantos seres en la calle como suelo y como techo el cielo, cómo ignorarlo-, o los habitantes de perfil más bien telúrico y raigal que se ven postergados por el puerto y sus privilegios. Que así se manifiesta una discusión que viene de ideas rancias, viejas, clavadas en las mentes por obra de lecturas no pocas veces disparatadas -no importa- y consignas que un día, como el señor Samsa que legó a su genio Kafka, con algunas pequeñeces y diferencias, amanecieron iluminados y revolucionarios. Les crecieron barbas épicas, dejaron en ardiente metamorfosis el tweed y la gomina y se dispusieron a cambiar el mundo. Le gustase (el mundo, digo) o no: los mañeros y reticentes, al paredón. Que la discusión continúa, con omisión de hechos espantosos y nada lejanos, es trivial: lo importante es repetir lo mismo sin descanso. Nuestra comedia tiene su centro en una obstinada repetición de todo. Nuestro orgullo es la divisa ”no tenemos que envidiar a nadie”: en nuestra comedia es de rigor comparar y comparar en busca de la amenazante inferioridad, bestia depredadora que nos acecha desde siempre.

Una pequeña teoría que he logrado -quizás otros, no es improbable- expone como tesis que la comedia es triste. Si uno ve comedias en el cine, la teoría encuentra su tesis en que las situaciones lo hacen reír a uno a fuerza de amores frustrados y ridiculizados, fantasías de riqueza y felicidad que naufragan, tropiezos, fracasos. Graciosísimo a menudo, pero al otro lado de la medalla tristísimo. Woody Allen entero es así. Genial, hay poco para discutir, pero pesimista. Diálogos y gags memorables, pero amargos: el mal gana, la dicha posible es una necesaria poesía del final infeliz. Diría que la única comedia pura y de goce pleno es “Una Eva y dos Adanes”, el gran Billy Wilder con Marilyn en estado de gracia y sexualidad ingenua.

Así en la comedia como en la Argentina. Encontrarse con un diario de los cincuenta o los sesenta es como leer el diario de hoy. Siempre los mismos problemas. El precio de la carne -el empresario gremial del rubro es Alberto Williams, ya de gran fama a la espera cada año a los periodistas y sus preguntas-, el dólar, la inflación, la indignación política del “coloniaje”, la falta de vivienda mínima y humana, la tropilla de intelectuales que con frecuencia justifican la violencia y la azuzan.

Ni los gobernantes ni los ciudadanos advierten esa historia sin fin, una comedia que se verifica triste. Y empieza a dar la rueda gigante de los parques de diversión aburrida, invento para melancólicos. De vuelta los precios y sus contrales en los que nadie cree -aumentan siempre-, como tampoco se cree en los discursos también repetidos, con guiones polvorientos y con fecha de vencimiento garantizada. La comedia escondida en la tristeza -nuestro pequeño teorema- se parece cada vez más a la vida diaria de nuestra realidad.

Habrá que cambiar de argumento. Si no lo hacemos y nos damos cuenta, podemos dejar la categoría de países a la de lugares olvidados. El tiempo vuela.

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