No sé de qué me sorprendo. Pero me sorprendo. Vuelvo a aquel domingo de hace pocos domingos. La misma náusea, el mismo amargor a la altura del pecho, el mismo apuro de tener que usar la primera persona del singular para publicar esta nota. Como aquella publicada sobre la muerte de Mauro.
La muerte sigue siendo en mí una convicción resistida. Ya se sabe que va a ocurrir. Sin embargo, con solo negarla con las palabras, con los deseos y, envidio a los que pueden, con las oraciones, opera un instante heroico en el que no existe. No es cierto que se pueda morir un ser querido. Y, parece que, por una fracción de segundo, eso ocurre. No es verdad, piensa uno, que se vaya a morir un tipo que hizo bien muchas de sus cosas. Y lo inevitable luce congelado.
Fantaseé con que Miguel Lifschitz no iba a morir el mismo día en que Roderick Mac Lean, un amigo y nexo siempre eficiente con la información de mis pagos, me dijo “estamos haciendo fuerza todos” y cuando vi el “fuerza Miguel” en las redes. Pensé que no se iba a morir. Ahí me enteré de sus jóvenes 65 años, mandé mensajes a su esposa, pregunté por sus hijos. Como si saber más del día a día cotidiano de un político que hizo del perfil bajo personal un estandarte, ayudara en la recuperación. Creí que esta plaga siniestra no se iba a meter con tantos pedidos de recuperación. Tantos pero tantos, de todos lados, clamorosos. Otra sorpresa más de un Lifschitz poco afecto al estruendo social. Pero él hacía ruido y yo creía que, entonces, no se podía morir. Un rato de imbecilidad confesada, lo sé.
Respeté esa idea (¿prejuicio?) de que un periodista no escribía halagos, menos en memoriales, de un político. Quizá sea ese el mejor de mis recuerdos. Contradecirme. Porque Lifschitz lo merece. Lo merecía. Abandono mi columna escrita por la mitad en la que me congratulaba por no haber sido alumno de derecho de un Presidente que atropella los códigos, desprecia la división de poderes, grita adjetivos por no tener un solo sustantivo serio que esgrimir. Miguel lo merece.
La política pierde a un tipo valioso. Prefiero no recurrir a ningún alambique ideológico y recordarlo como lo que fue: Miguel Lifschitz fue el prototipo de un buen intendente. Ya sé que fue gobernador, que se supone es más, diputado, negociador de candidaturas presidenciales, ya sé todo eso. Pero él fue un gran intendente. Los libros hablan de gestionadores eficientes de las democracias de proximidad, pero eso es demasiado rebuscado. Él era un intendente como se espera que se sea un intendente. Rosario sabe de qué hablo. Alumbrado, barrido, limpieza, conocimiento de la ciudad, recorrida por las calles, barrios, cunetas, cloacas, hospital de emergencias HECA, iluminación de espacios públicos. Pago mis impuestos para vivir mejor, es el reclamo. Lifschitz estaba del otro lado del mostrador para esos pedidos. Atendido por sus dueños.
No tuvo el beneficio de las arbitrariedades del calendario porque no fue el primer intendente socialista de Rosario, ni el primer gobernador de ese partido, ni el primer presidente del partido no porteño. Lo fueron sus antecesores, cosa que le significó un ahorro de energía declamativa para dedicarse a hacer. Hacer. El verbo que mejor debía conjugar.
Recuerdo una discusión acalorada con él (de las cientos que tuvimos, duras muchas) en el aire de Radio Dos Rosario en donde, como cronista, yo le exigía que se pronunciara sobre la reforma judicial a nivel nacional y la pelea ideológica de entonces. Lifschitz me dijo: “Si no le molesta, la seguimos en otro momento porque ahora tengo que negociar con las empresas de colectivos que amenazan con cortar el servicio de transporte público”. Y sin embargo, Miguel no le escapaba a la definición política. Prefería ejercerla administrando esa ciudad, su ciudad, que conocía de memoria.
No creo que en las muertes que resaltan vidas inspiradoras. Milito en las vidas con ejemplos que inspiran. Con las contradicciones de las que vive cada persona. Porque Lifschitz, cómo no, las tuvo. Altos y bajos, claros y menos, decisiones admirables y sapos digeridos en la fauna de la política. Sin embargo, sé que escribiendo esta nota demasiado temprana (la vida no es una carrera de merecimientos pero no está bien una muerte tan temprana) las mezquindades de pésimos administradores que gritan, retan, amenazan, se auto definen como el estado de derecho, rumian enojos porque se los controla, una marca liftchiana (ya mismo merece el adjetivo) les debería hacer más incómoda su obcecada capacidad de errar y no ponerse colorados.
Una pena, Miguel. Aunque será un símbolo que en los tiempos de descrédito de los que se animan a la cosa pública, el recuerdo sentido, amargo y sincero de tu muerte, de todos los sectores, representa mucho pero mucho. Como tu obstinación por hacer.
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