El 14 de abril, cuando escuchamos que se suspendía la presencialidad de las clases, sabíamos que no iban a ser quince días. En aquel momento muchos nos preguntamos, si hoy estamos gastando estos cartuchos, cuando el clima acompaña y las escuelas aprendieron a organizarse y a manejar el cuidado, ¿qué haremos más adelante cuando es claro que el pico va a subir aún más? Nos sorprendíamos que a la mañana dos ministros nacionales indicaran un camino a seguir, acordado con los ministros provinciales, y a la tarde la decisión más importante tomada por el presidente ante el aumento de la circulación del virus fuera la suspensión de las clases. Hoy, después de dos semanas, ya no nos sorprendemos de nada. Estamos ante la política educativa del “vamos viendo”.
Es evidente la enorme responsabilidad que le cabe a quienes aceptan ponerse al frente del rumbo de la educación de este país, con un sistema educativo federal muy diverso social y geográficamente. Pese a que hubo un presidente que sostuvo en 2001 que no era necesario el Ministerio de Educación, porque no tenía escuelas, hoy más que nunca entendemos esa necesidad. ¿Cuál es el rol de este ministerio hoy? Administrar la complejidad educativa a la altura de lo que merece el momento. Es muy triste ver, como en todo el año 2020, que la planificación está ausente.
La política educacional de la pandemia fue y es la política de la improvisación. En abril o mayo de 2020 no se pensó el lugar de la educación en las decisiones tomadas, lo que podría justificarse por desconocimiento de la epidemia. Pero en agosto, no sólo no se comenzó a pensar en una futura apertura; ni siquiera se decidió la apertura de las escuelas para ver cómo estaban luego de tantos meses de estar cerradas. En diciembre, cuando comenzaron con mucha discusión algunas burbujas, no se planificó cómo iba a ser el regreso en 2021. De hecho, recién a fines de enero “apareció” el problema de las malas condiciones de los edificios. Pero lo más grave es que en febrero de 2021 no se pensó en dos tiempos: cómo revertir la pérdida del 2020 y cómo prepararnos para la segunda ola, que todos sabíamos que llegaría. Sí, es complejo, pero era posible sin necesidad de seguir creando comisiones.
Pero la política educativa de la pandemia cayó en el peor de los lugares, en la disputa política. El Gobierno decidió salir de la conversación razonable que sucedía en el Consejo Federal para tensar la situación social de la pandemia con la educación en el medio, como forma de disimular la impotencia de la Provincia de Buenos Aires para administrar su cruda realidad. Con toda la experiencia del 2020 en la mochila, este déja vu tiene una diferencia: en 2020 era “salud o economía” y hoy es “salud o educación”. Definir opuestos es la forma de gobernar.
¿Que deberíamos estar discutiendo hoy desde una política educacional razonable? Por un lado, recuperar a la educación del terrible 2020. ¿Cuántos chicos no iniciaron las clases este año? El Ministerio diseñó en noviembre pasado un sistema de seguimiento de trayectorias del cual no hay datos oficiales. Se habla de un millón, pero no conocemos ni podemos hacer un seguimiento porque no hay un sistema de información público, transparente y actualizado de estudiantes a revincular. ¿Se está discutiendo entre autoridades y entre docentes en cada escuela qué propuesta pedagógica ofrecer para priorizar e integrar contenidos y poder recuperar aprendizajes perdidos? No alcanza más de lo mismo. Era la oportunidad de atender situaciones muy heterogéneas con proyectos necesariamente innovadores. Estas son las cosas que se deberían estar discutiendo y definiendo. Nada de esto sucede.
A la vez, se sabía que la segunda ola estaba por llegar. Hemos visto al mundo planificar bajo el criterio de intermitencia. Que un país hubiera suspendido la presencialidad unas semanas era un punto de un proceso planificado que no se vio con detenimiento. Y, además, en muy pocos países las escuelas estuvieron cerradas tantas semanas como en el nuestro. La idea de “lo último en cerrar es la escuela” es inteligente: significa que en épocas de altos picos se cierra todo y luego, recién entonces, se suspenden las clases presenciales. Es inútil cerrar la escuela como una medida aislada, donde padres trabajan, chicos circulan para su cuidado y adolescentes socializan en lugares públicos o privados. Lo que ha quedado demostrado es que se cierra la escuela porque es lo único que se puede cerrar, sin sustento pedagógico ni sanitario, y sin balancear los supuestos beneficios con los enormes perjuicios.
Planificar la segunda ola era acordar criterios: tomar la menor unidad geográfica posible, ya que el AMBA no es la unidad para comprender la distribución y organización escolar; priorizar grupos específicos (jardín, primaria, educación especial) en caso de suspensión temporal de la presencialidad; comunicar estas decisiones de forma clara y con compromiso de cumplimiento. Y ante la situación extrema de tener que suspender las clases por unos días, el 2020 también nos enseñó que no había que volver a cerrar las escuelas con candado.
En estos dos tiempos que demanda una buena gestión educativa en pandemia estamos muy lejos de lo esperado. No estamos pensando cómo recuperarnos de la catástrofe de 2020 ni tampoco haciendo una administración inteligente del funcionamiento escolar en esta segunda ola. Este fracaso de la política educativa es fiel reflejo de la pobre gestión de la pandemia. O peor aún, la pobre gestión de la pandemia usa de escudo a la educación.
Necesitamos acuerdos con racionalidad y sin cálculo político, desde una mirada aguda del hoy y estratégica del mañana. La educación está en el tapete. La sociedad se ha dado cuenta, tomó nota y hoy exige públicamente el cumplimiento de un derecho esencial de quienes más quieren, sus hijos. Salgamos de la improvisación para que nunca más la educación quede en el último lugar de las prioridades.
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