La pandemia de coronavirus debía llevar al gobierno a ayudar a salvar la mayor cantidad de vidas posibles y solo eso, pero va por mucho más. Se está utilizando la excepcionalidad de la situación para sustraer derechos y libertades a los ciudadanos con decisiones extrajurídicas, en algún caso, y directamente antijurídicas, en otros. Un asalto al sistema de garantías que en un momento podría resultar legítimo con el objeto de frenar la pandemia, pero que en puntos concretos se está convirtiendo en abuso de poder. “Donde acaba la ley”, decía John Locke, “empieza la tiranía”. Lo más preocupante no es el confinamiento de la población, sino el confinamiento de la legalidad.
Durante el 1 de mayo, y después del DNU de Presidencia publicado unas horas antes en el que se extendieron las medidas aplicadas hace dos semanas, entre ellas la restricción de circulación, un operativo ordenado por el gobernador de Buenos Aires cerró los carriles de ingreso a la provincia desde la Capital a pleno día, momento en que no existen prohibiciones de circular, exigiendo a cada uno de los miles de autos que intentaban desplazarse, un permiso que no era necesario y tomando la temperatura a sus pasajeros, cuando se sabe que en la gran mayoría de los casos el Sars-COv-2 no da fiebre, o que se puede tener fiebre por múltiples otras causas. En la práctica significó el bloqueo de la Ciudad de Buenos Aires, como en tiempos de la zanja de Alsina. No hay que ligar estas medidas dictatoriales, propias de un estado de guerra, con la situación epidemiológica, porque esta pesadilla de prohibiciones, salvoconductos y controles policiales no está sostenida ni por la ciencia ni por la evolución del virus.
Prohibir que cuatro, seis o de diez personas se reúnan en un domicilio particular es un número elegido absolutamente al azar ya que “no tiene ninguna evidencia científica que lo respalde”, según la Universidad de Oxford, y así con todo. La propaganda insiste en el número “oficial” de casos detectados, una variable que apenas ofrece información (como confirmaron las pruebas de seroprevalencia), que depende de cuántas pruebas se realicen y que no distingue casos asintomáticos o leves, de graves. Cerrar las escuelas es otra medida inconducente. Entre los cientos de estudios que se han hecho al respecto, destaca el del Instituto Pasteur en Francia que concluye: “En general, los resultados de este estudio son comparables a los de estudios llevados a cabo en otros países, que sugieren que los niños de entre 6 y 11 años generalmente se infectan en un entorno familiar más que en la escuela. El principal hallazgo es que los niños infectados no transmitieron el virus a otros niños, maestros u otro personal escolar”. La inmensa mayoría de medidas gubernamentales no son ciencia sino ficciones políticas epidemiológicamente inoperantes. En efecto, los datos nacionales e internacionales muestran que el virus hace lo que le da la gana de forma natural con o sin estas medidas indiscriminadas, probablemente contraproducentes.
La pandemia de Covid-19 ha convalidado los tiempos tiránicos en los que vivimos. Pequeños dictadorzuelos abusan de su poder o gobiernan contra derecho, pero sobre todo ejercen el poder de modo arbitrario. Y es que el gobernante soberbio no se interesa por el día a día, por el respirar cotidiano de la nación, sino por tomar la medida más arbitraria posible. Hoy es prohibir circular en un vehículo privado o correr solo al aire libre y mañana será otra cosa. Todo es posible cuando de tiranía se trata, o sea, del abuso permanente del poder. Y si no, habría que preguntarle a los miles de venezolanos que están dejando la Argentina con un amargo sabor a déjà-vu. El modelo de referencia política de estos gobernantes es el chavismo y hasta el castrismo, personajes ridículos vistos a distancia, pero que contemplados de cerca dan miedo. Se muestran próximos al pueblo, populistas, para desconsiderar a la mayoría, a la nación entera.
Las dos razones claves para empezar a hablar en serio de un régimen tiránico son claras: el presidente abusa de su poder -y es abusar no atender ni una demanda de los millones de manifestantes que han salido a la calle pidiendo que se los deje trabajar y estudiar a sus hijos- y, sobre todo, gobierna contra derecho –prohibiendo circular, trabajar y estudiar. Estas medidas son fiel reflejo de una faceta de este gobierno, entre otras quizás menos esquizofrénicas, pero que al parecer termina primando. Aún cuando uno pueda estar en contra de estas medidas por encontrar evidencia que las muestran inconducentes, está claro que hay opiniones distintas, que la ciencia no es unánime y que existen muchas personas legítimamente atemorizadas por la aparición de este nuevo virus y que ven al gobierno como la única salvación. Pero incluso en esos casos, lo que resulta inadmisible y no pasa en ninguna parte del mundo con el que vale la pena compararse, es que la autoridad no explique con anticipación y justifique las medidas que se van a tomar, su lógica y los resultados que se esperan alcanzar.
Esto no es gratis. La ilegalidad, la arbitrariedad y el abuso del poder quiebran la legitimidad, la confianza y la seguridad en las instituciones; el marco que hace posible la convivencia conforme a las aspiraciones de cada quien. El desprecio hacia el ciudadano es devuelto con desprecio a la política, a los políticos y a las instituciones. El cinismo y la hipocresía se convierten en ilegitimidad de las instituciones; si se empeñan en tratar a los ciudadanos como niños a los que se puede engañar, éstos, a su vez, los tratarán como niños. Y esta infantilización de la democracia sólo beneficia a los corruptos y a los oportunistas.
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