“Soy la Constitución Nacional y quiero contarles que estoy triste y desilusionada”

En su día, fecha en que nació en 1853, una reflexión de cómo la misma Carta Magna reflexionaría sobre su vigencia y el respeto con que los gobernantes siguen sus preceptos

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La Constitución Nacional Argentina
La Constitución Nacional Argentina

“Soy la Constitución Nacional, y quiero contarles que estoy un poco triste y desanimada. Sé que muchos de ustedes no me conocen; otros sí, pero no saben para qué existo, con qué objetivo nací y cuál es mi rol en la vida política e institucional de nuestro país. También sé que si bien algunos pocos lo conocen, desconfían de mi utilidad e importancia.

A su vez tengo muy claro que para la mayoría de los gobernantes soy un obstáculo, porque los limito y porque regulo el ejercicio del poder que ejercen. Supongo que es por eso que no quieren ni leerme, porque podría generarles algún cargo de conciencia. Sin embargo, a pesar de permanecer siempre callada, de vez en cuando siento la necesidad de expresarme, de decir lo que pienso, de ejercer la libertad de opinar que tan fervientemente consagro y concedo a todos los habitantes.

Fui concebida en el año 1853, para organizar jurídica y políticamente la Nación, para limitar el poder de quienes deben conducir sus destinos (es decir, de los gobernantes) y para dar a todos los hombres derechos y libertades. He sido muy benevolente en este sentido, porque he preferido asegurar derechos más que imponer obligaciones a los habitantes. De hecho solo obligo a la gente a votar, a que cuide el medio ambiente, y a armarse en defensa de la patria en función de lo que las leyes dispongan. Fuera de estas obligaciones, solamente fui exigente con los gobernantes, para evitar que se excedan en el ejercicio del poder, y terminen violando los derechos que creí necesario reconocer a los gobernados.

Según los constituyentes que me crearon, mi existencia serviría para constituir la unión nacional, para afianzar la justicia, para pacificar al país internamente, para lograr un sistema de defensa frente a las agresiones externas, para promover el bienestar de todos y para lograr que la libertad sea una realidad y no una quimera. Sin embargo, desde el comienzo todo me resultó muy difícil: los representantes de las catorce provincias que existían en 1853, no se pusieron de acuerdo, en la ciudad de San Nicolás –lugar en el que se reunieron para tomar la decisión de crearme-, y Buenos Aires terminó peleándose con el resto, motivo por el cual no participó de mi elaboración y nacimiento.

El pobre Urquiza, que tanto me había anhelado, tuvo que ejercer la primera presidencia constitucional sin poder gobernar a Buenos Aires. Después, finalmente, la hermana mayor se sumó al proyecto nacional, me quiso conocer en 1860, me revisó, y me actualizó un poco, añadiéndome algunos contenidos que me sirvieron para ser un poco más federal que antes.

Me conozco a mí misma y sé de la importancia que debería tener en la vida política de la Argentina, aunque a veces creo que solo yo la percibo; pero nunca fui soberbia, por el contrario, admití que mis conceptos podrían quedar desactualizados con el tiempo y consideré conveniente crear un mecanismo para que los gobernantes, con un amplio consenso, pudieran modificarme y mejorarme. Pues lo hicieron seis veces más después de 1860, y presiento que algunos cambios que me han hacho fueron mezquinos y decididamente perjudiciales.

A pesar de cumplir hoy ciento sesenta y ocho años de edad, nunca me ha sido fácil ser la vedette del ordenamiento jurídico y la base de la organización política de nuestro país. Es que si bien jamás me sentí agredida de palabra, ni cuestionada en cuanto a mi superioridad con relación al resto de las normas, he percibido, en cambio, indiferencia y desinterés por parte de los sucesivos gobiernos a la hora de hacer cumplir mis directivas. En realidad son contados los casos de quienes siguieron estrictamente mis postulados.

En público todos los gobernantes me alaban y elogian con entusiasmo; dicen que soy la “ley de leyes”, y hasta proclaman la importancia de mi vigencia, pero luego no percibo la misma energía para acatarme.

Además hay algo que me aflige profundamente: la indiferencia con la que también ustedes, los ciudadanos, me tratan. Es cierto que muchos no han accedido a la educación básica, y que quienes lo logran, no reciben la instrucción cívica que un buen ciudadano necesita para valorar la razón de mi existencia. Es evidente que eso me juega en contra, a pesar de ser la educación uno de los derechos civiles que más fervientemente quise asegurarles a todos los habitantes, desde mi artículo 14.

El problema no es solamente la ignorancia, porque muchos de quienes han podido conocerme tampoco parecen ver claramente por qué es necesario que se respete mi vigencia. Es muy doloroso sentirse innecesaria y darse cuenta que muchas cosas andan mal, en la Argentina, a raíz del desconocimiento que gobernados y gobernantes tienen de mi contenido. ¿Acaso alguien se ha acordado alguna vez de que cada 1ro de mayo es mi cumpleaños?

El Congreso de la Nación, órgano al que muchas veces le encomiendo la tarea de reglamentar mis mandatos, en el año 2003 sancionó la ley 25.863 mediante la cual se declaró al día 1 de Mayo de cada año, como el día de la Constitución Nacional, conmemorando mi nacimiento en 1853. Fue un reconocimiento tardío, pero llegó. Sin embargo, a pesar que esa misma ley encarga a las autoridades educativas de todo el país la realización de jornadas tendientes a recordar ese día, casi nadie lo hace, y permanezco siendo una ilustre desconocida para la mayoría.

He sufrido el agravio de haber sido archivada durante varios años: desde 1930 hasta 1983, pasaron cincuenta y tres años, de los cuales viví en cautiverio durante veintitrés. Fueron tiempos difíciles, en los que fui denostada y maltratada por gobernantes inescrupulosos que se atribuyeron los derechos del pueblo y gobernaron en su nombre, sin que éste los haya elegido. Pero debo tener la honestidad suficiente como para reconocer que mi prestigio no aumentó demasiado en períodos de democracia.

La Constitución Nacional de 1853
La Constitución Nacional de 1853

Sé que nací para vivir eternamente, pero el dolor de no ser lo que debería, va socavando mis fuerzas, porque el olvido y la indiferencia son, muchas veces, peor que el ataque directo y despiadado. Pero eso no sería nada, si no fuera porque percibo que el funcionamiento de las instituciones se deteriora con la misma velocidad con la avanza mi congoja. Para colmo, durante la última “operación” a la que fui sometida, en 1994, verifiqué, con contenida indignación, cómo se inyectaban en mi seno tumores cancerígenos, obligándoseme a autorizar al presidente de la Nación a ejercer facultades del Congreso, y a éste, a delegarle a aquel las propias. ¡Justo yo, que en 1853 había advertido a los legisladores que si hacían semejante cosa cometerían un delito cuya pena sería la de quienes traicionan a la patria!

Sé que el tiempo es limitado para los mortales e ilimitado para los países y sus instituciones, por eso no puedo permitirme perder las esperanzas. Hay nuevas generaciones que aún pueden valorarme y rescatarme, y para ellos sueño.

Sueño con un país en el que los gobernantes acrediten su idoneidad -la que les exijo en mi artículo 16 para que puedan acceder a los cargos públicos-, demostrando que me conocen íntimamente, con lujo de detalles, y que acatan mis directivas con total convicción.

Sueño con un país cuyos habitantes me tengan como texto laico de cabecera; en el que los maestros me muestren orgullosamente a sus alumnos; en el que éstos reconozcan la importancia de mi plena vigencia, y las autoridades me evoquen en cada aniversario de mi nacimiento.

Sueño con que cada 1 de mayo, la gente celebre el Día del Trabajador, pero que además tenga claro que es mi día, y que para evocarme también sea feriado.

Sueño con todo eso, pero no quiero ser pesimista. Confiaré en el futuro, en las nuevas generaciones, porque al fin y al cabo soy la Constitución Nacional, y dejando de lado por un instante la modestia, tengo la plena convicción que lo mejor que le puede pasar a este país, es que todos mis sueños alguna vez se hagan realidad.

Le pido a Dios, a quien en mi preámbulo he calificado como “fuente de toda razón y justicia”, que nos conceda a los argentinos esa posibilidad. ¡Ojalá que así sea, por hoy y por siempre!”

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