A partir del siglo XX la intromisión militar estadounidense ha dejado cicatrices profundas y muy malsanas. En la República Dominicana después de la caída del tirano Rafael Leónidas Trujillo, triunfó en las elecciones otro totalitario: Juan Bosch. Pero no pudo asumir debido a un golpe militar liderado por el general Elías Wessin y Wessin quien entregó el poder a un triunvirato civil contra el que a su vez se levantó en armas el coronel Francisco Camaño con el propósito de restituir a Juan Bosch en el gobierno. Fue entonces que el gobierno de Estados Unidos envió cuarenta y dos mil soldados, lo cual desembocó en la asunción de otro espíritu autoritario: Joaquín Balaguer, que se instaló en el poder durante veintidós años dejando al país en la más miserable de las postraciones.
En Corea la intervención militar terminó por consolidar el comunismo a raíz de la política de Truman a pesar de las advertencias de Douglas McArthur. En Vietnam luego de años de una sangría enorme en vidas de soldados norteamericanos y otros alegando que se peleaba contra las avanzadas comunistas terminó en que todo el país quedó bajo la égida de ese régimen totalitario. En Irán el gobierno de Estados Unidos finalmente abandonó al Sha y abrió paso a los ayatollah mucho más extremistas que el gobierno anterior con su policía secreta y demás desatinos.
En Nicaragua, tal como apuntan J. R. Whelan y P. Bozell en Catastrophe in the Caribbean el gobierno de Carter “ayudó a los marxistas a obtener el poder total” financiándolos por diversos canales y también William Bowdler -asistente del Secretario de Estado norteamericano- declaró que tenía “esperanza que hubieran otras soluciones similares a la que proporcionaron los sandinistas para aplicarse en El Salvador y Guatemala”. Respecto al primer país la referida financiación iba a manos de las Fuerzas Armadas de Resistencia Nacional y al Frente Popular Farabundo Martí y finalmente el gobierno estadounidense lo designó embajador en El Salvador a Robert E. White quien en su primera declaración pública manifestó que “apoyaría a todos los que con pasión son de izquierda”. En el segundo país, el responsable para asuntos interamericanos del Departamento de Estado, John Bushnell, manifestó que “un cambio en el gobierno guatemalteco era inevitable y que la administración americana [norteamericana] establecerá contactos al efecto de adoptar un método similar al que usaron los Estados Unidos en Nicaragua.” Además, James Cheek ex embajador norteamericano en Guatemala expresó públicamente que la solución para ese país “es un comunismo moderado”.
Iraq se invadió “preventivamente” con el pretexto de la existencia de “armas de destrucción masiva” que nunca se probaron con el agravante de introducir a las huestes de Al-Qaeda que antes estaban fuera de ese territorio tal como lo denunció reiteradamente el congresista y siete veces candidato a Presidente Ron Paul y también por el ex miembro del Consejo de Seguridad bajo tres Presidentes Richard A. Clarke en su libro Against All Enemies donde subraya la “a todas luces contraproducente y costosa guerra en Iraq que además fortaleció el fundametalismo y el terrorismo”.
En Haití durante la administración Clinton también las fuerzas militares estadounidenses invadieron para asegurar la democracia y dejaron la tiranía tal como detallan G. Dempsey y R. Fontaine en America´s Recent Encounters with Nation Building. En Bosnia, dejaron una horrenda guerra civil igual que en Somalía y en Kosovo se anunció la democracia multiétnica y resultó en el esperpento criminal de “limpieza étnica”. En Filipinas, Estados Unidos sostuvo al dictador Ferdinando Marcos y en Indonesia a Suharto de la misma calaña.
En Panamá, el conocido narcotraficante Manuel Noriega recibía ayudas multimillonarias de la CIA entonces comandada por Bush padre a cambio de operaciones clandestinas para detener y torturar a distintas personas consideradas enemigas. Cuando Noriega dejó de obedecer las directivas de la mencionada agencia de inteligencia y ya siendo presidente Bush padre se decidió invadir Panamá a través del envío de veinticinco mil soldados que sin extradición ni formalismo alguno lo secuestraron a Noriega, una invasión que provocó la muerte de tres mil cien inocentes.
Pero, ¿para que este triste inventario? Pues para poner de manifiesto cómo lamentablemente se ha procedido a contracorriente de lo establecido con firmeza por los Padres Fundadores en Estados Unidos, comenzando por el primer Presidente, el general George Washington que en 1795 proclamó: “Mi ardiente deseo es y siempre ha sido cumplir estrictamente con todos nuestros compromisos en el exterior y en lo doméstico, pero mantener a los Estados Unidos fuera de toda conexión política con otros países”. Y cuando enfatiza el cumplimiento en lo doméstico apuntó una y otra vez al aspecto medular de la Revolución: la protección de los derechos de los que habitan en suelo norteamericano. Y esto es lo que desafortunadamente de un tiempo a esta parte no ocurre pues los distintos gobiernos han incrementado sideralmente el gasto gubernamental, el déficit y el endeudamiento público. Ahora Joe Biden ha anunciado el retiro de las Fuerzas Armadas en Afganistán después de veinte años de estar en ese lugar dejando una situación igualmente compleja que cuando ingresaron al terreno con costos grandes de vidas. Se repite el caso aterrador de Vietnam. Celebro esta decisión, lo cual no cambia la oposición a sus otras medidas que agravan lo dicho anteriormente sobre la decadencia de ese país. Ahora solo destaco que la anterior administración de Trump además de haber acentuado lo que dejamos consignado, terminó su mandato con la actitud bochornosa de haber pretendido desconocer las mismas reglas que aceptó para ingresar en la contienda electoral a pesar de que los resultados fueron certificados por los cincuenta estados, por sesenta y un jueces federales y locales (incluyendo ocho designados por él mismo) y por su propio Vicepresidente.
Es pertinente citar dos pensamientos en materia de política exterior en una época bien distinta del Departamento de Estado. Así, en 1821, dijo John Quincy Adams quien entonces estaba al frente de esa repartición: “América [Norteamérica] no va al extranjero en busca de monstruos para destruir. Desea la libertad y la independencia para todos. Es campeón solamente en la suya [...] Sabe bien que alistándose bajo otras banderas que no son la suya, aún tratándose de la causa de la independencia extranjera, se involucrará más allá de la posibilidad de salir de problemas, en todas las guerras de intrigas e intereses, de la codicia, de envidia y de ambición que asume y usurpa los ideales de libertad. Podrá ser la directriz del mundo pero no será más la directriz de su propio espíritu”.
Y también, Henry Clay, ex Secretario de Estado y en ese momento senador por Kentucky, en 1852, manifestó que “Por seguir la política a la que hemos adherido desde los días de Washington hemos tenido un progreso sin precedentes; hemos hecho más por la causa de la libertad en el mundo que lo que las armas pudieran hacer, hemos mostrado a las otras naciones el camino de la grandeza y la felicidad. Pero si nos hubiéramos visto envueltos en guerras [...] ¿donde, entonces, estaría la última esperanza de los amigos de la libertad en el mundo? [...] Deberíamos mantener nuestra propia antorcha brillando en las costas occidentales, como una luz para todas las naciones”.
A todo lo dicho se adiciona el problema suscitado por servicios de inteligencia y la lucha contra el terrorismo. En el primer caso, entidades como la CIA han cometido todo tipo de tropelías. Truman, quince años después de haber creado la institución en 1947 (con la oposición militar), declaró que nunca pensó que esa repartición se utilizaría para “asesinatos, conspiraciones en el exterior, torturas y procedimientos reñidos con la ética más elemental”. En verdad resulta absolutamente contradictorio insistir en que la columna vertebral de una república estriba en la transparencia de los actos de gobierno y, simultáneamente, se establecen aparatos que, por la puerta trasera y en la oscuridad, llevan a cabo actos criminales, inaceptables para cualquier mente civilizada.
Como ha señalado Cesare Beccaria, la tortura es un procedimiento incompatible con la decencia más elemental, constituye el abuso más extremo que se puede hacer a una persona y, además, las confesiones realizadas bajo tormento no son dignas de crédito. Dice el pionero del Derecho Penal que si no se conoce el delito no se puede condenar antes de la sentencia y si se conoce la tortura es superflua.
Como explica el juez estadounidense Andrew Napolitano, el terrorismo no puede combatirse lícitamente con figuras que pretenden evadir las elementales normas de la Convención de Ginebra como las del “enemigo combatiente” o la del “testigo material”. Tampoco evadiendo principios elementales del debido proceso y lesionando gravemente las libertades civiles al permitir la irrupción a domicilios, escuchas telefónicas e invasión al secreto bancario sin orden de juez tal como lo permite la inaudita Patriot Act, ni espectáculos bochornosos como los que ofrece Guantánamo.
Como una nota al pie, en esta línea de trifulcas agrego una interna muy anterior que es habitualmente incomprendida y mal estudiada para lo cual es menester dejar de lado la mente anquilosada del conservador y repasar dos pensamientos de Albert Einstein: “la mente es como un paracaídas, solo funciona si se abre” y “es un milagro que prevalezca la curiosidad en el sistema escolar formal”. Debe precisarse que, en 1860, los estados del Sur considerados independientemente eran la tercera nación del orbe en cuanto a su capacidad económica debida principalmente a sus equipos agrícolas, vías férreas y ríos navegables sin que se helaran en invierno. Contaban con el diez por ciento más de ingreso por cabeza que los estados del Norte, pero se hacían cargo de las tres cuartas partes de las cargas tributarias. Eran “la vaca lechera” de Estados Unidos tal como lo explicaba el New York Times de la época y lo confirmaba el Times de Londres. Es muy importante consultar la correspondencia, por ejemplo, de Lord Acton con el General Lee en la que el primero escribe el 4 de noviembre de 1866 desde Bolonia que “la secesión me llenó de esperanza, no como la destrucción sino como la redención de la democracia [...cuyos] defectos y abusos la Constitución de los Confederados expresa y sabiamente pensaba remediar [...] Lo que se ha perdido en Richmond me entristece mucho más respecto de mi regocijo por lo que se salvó en Waterloo”.
Efectivamente, la Constitución de los Confederados incluía la limitación del gasto público y los gravámenes, no permitía la reelección consecutiva y eliminó la expresión “welfare” que tantos dolores de cabeza e interpretaciones varias produjo. Contrariamente a lo que se piensa, la confrontación no fue por el tema de la esclavitud sino para deshacerse de los pesados privilegios y canonjías de los empresarios del Norte -los primeros en importar esclavos de África- tal como lo documentan, por ejemplo, autores como Thomas J. Di Lorenzo y Jeffrey R. Hummel. Por su parte, Thomas Sowell muestra cómo a esa altura las fugas de esclavos eran muy repetidas y los movimientos de emancipación estaban muy adelantados y que la productividad es infinitamente mayor con el trabajo libre que el esclavo, que las desmotadoras habían reemplazado mano de obra y, sobre todo, la generalización de préstamos a esclavos para comprar su libertad lo cual revelaba la confianza en el reintegro del principal y los respectivos intereses.
Por último, es pertinente señalar en este contexto que miles de millones de dólares detraídos de los contribuyentes se destinan a comunidades en la que los gobiernos empobrecen a sus ciudadanos a través de políticas de controles de precios, reformas agrarias compulsivas, empresas estatales y regimentaciones absurdas. Como consecuencia de estas medidas, naturalmente se produce una fuga de los mejores cerebros que buscan otros horizontes y una estampida en los capitales que apuntan a refugios más seguros. La abundante documentación de múltiples casos, pone a todas luces en evidencia la inconveniencia de esta política. Economistas de la talla de Anna Schwartz que escribió la historia monetaria estadounidense con Milton Friedman proponen la liquidación de instituciones como el Fondo Monetario Internacional y Peter Bauer -el célebre profesor de la London School of Economics- sostiene que los países del Tercer Mundo son una creación de las instituciones estatales de crédito. Tal vez la obra más ilustrativa de lo que venimos marcando en esta materia sea la de Dambisa Moyo –africana, doctora en economía por la Universidad de Oxford- cuyo título Cuando la ayuda es el problema pone al descubierto los graves desaciertos que provocan los organismos internacionales financiados coactivamente con el fruto del trabajo de los contribuyentes. En la misma línea argumental es muy recomendable el estudio del libro de Melvyn Krauss titulado Development without Aid.
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