Los casi veinte años de guerra en Afganistán representan una tragedia sobre otra. Aunque desencadenada con buenas intenciones tras los ataques del 11 de septiembre, la guerra que recién acaba termina donde comenzó: con los talibanes gobernando el país o al menos muy cerca de estarlo. Próximamente, Afganistán podría convertirse nuevamente en un Emirato islámico, como aquel que existió entre 1996 y 2001. Volvería a ser una entidad repartida y gobernada entre jefes tribales, guerreros y jurisconsultos, desechando a la basura cualquier expectativa occidental de modernización y liberalización.
El 14 de abril el presidente Joe Biden anunció la difícil y controversial decisión que ninguno de sus predecesores quiso asumir: ni siquiera Donald Trump, por demás renuente a longevos compromisos militares. Si bien este también quería retirar a Estados Unidos de Afganistán, durante su gestión Washington alternó entre enviar más tropas y minimizar la huella en el terreno, perfilando últimamente una salida para mayo de este año.
Biden, en contraste con Trump, anunció la retirada sin vueltas, sin especificar condiciones, y sin detallar la posibilidad de futuras negociaciones. Lo hizo en un discurso de minuto y medio de duración, marcando posteriormente que la salida final coincidirá, precisamente, con el aniversario del 11-S. Como expresara lacónicamente, la guerra no iba hacia ningún lugar. Y lo cierto es que ya nadie tiene respuestas o escenarios factibles en mente como para proyectar un Afganistán estable y funcional, mucho menos próspero y democrático.
Como podría suponerse, los esfuerzos veinteañeros por pacificar la situación afgana han tenido un costo inmenso. Desde la perspectiva estadounidense, la guerra se llevó la vida de más de 2.300 soldados y tuvo gastos por más de 980 mil millones de dólares. Pero desde la óptica afgana, en la contienda murieron más de 64.000 agentes de seguridad, contando los soldados y policías entrenados o financiados por Estados Unidos.
Según indica un observatorio de la Universidad Brown, entre 2001 y 2019 han muerto más de 43 mil civiles debido al conflicto. La Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA) pone el mismo número en los 100 mil e indica que últimamente los talibanes y los insurgentes son los mayores responsables por el desenfreno contra civiles. De algún modo, estos números, aunque imprecisos, adelantan el desasosiego panorámico que está por venir.
Para empezar, las riñas intestinas afganas escapan del simple binomio entre una insurgencia militante y un Gobierno centralizado. Desde que se celebraran las primeras elecciones en 2004, tras la invasión estadounidense, ningún dirigente ha estado libre de controversia y ningún liderazgo ha tenido objetivos claros y contundentes por fuera de comprar tiempo en el poder.
En general, la política afgana se caracteriza por escasa participación electoral y nula transparencia institucional. Ya sea por falta de interés o de seguridad, una gran parte de los votantes se abstiene de sufragar o no tiene medios físicos para hacerlo. Solo el 25% de los votantes registrados participó de las últimas elecciones en 2019. Asimismo, como era de esperar, en un país tan dividido en matices etnolingüísticos como lo es Afganistán, el voto estuvo fraguado en líneas sectarias.
Ashraf Ghani, presidente desde 2014, ganó en Kabul, en el sur y en el este del país, en áreas habitadas predominantemente por pastunes como él. Por otra parte, el líder opositor, Abdullah Abdullah, considerado un tayiko, obtuvo la mayoría en el oeste, norte y noroeste, en aquellas provincias dominadas por etnias minoritarias como la suya, además de uzbecos y los hazara.
Las elecciones dejaron como resultado dos presidentes, cada uno de ellos reclamando el poder y acusando al otro de cantar victoria ilegítimamente. Con este trasfondo y las bases de apoyo entredichas, en mayo de 2020 se llegó a un acuerdo para compartir el mando y (mal que mal) aparentar reconciliación. Asumiendo que esto fuera posible, Abdullah quedó encargado de las infructuosas negociaciones con los talibanes, quienes se oponen categóricamente a todo sistema político ajeno a la ley islámica (sharía).
Los talibanes son conscientes de que su momento está llegando. A efectos de acelerar la retirada estadounidense, vienen llevando a cabo una estrategia de tira y afloja. Los ataques contra soldados extranjeros y nacionales no han cesado y, sin embargo, en el último tiempo los talibanes se muestran algo “moderados”, presentando cierta disposición hacia un Gobierno de transición en el cual ellos estén representados. Pero estos compromisos difícilmente tengan asidero en la realidad. Cualquier Gobierno con representación talibán solo acelerará la implosión de la inviablemente fragmentada política afgana.
En Afganistán, a diferencia quizás de Irak o Siria, no existe hipótesis de conflagración sectaria a gran escala. Así y todo, la inoperancia política, la corrupción, y la poca legitimidad gubernamental solo fortalecen indirectamente la causa talibana. Los analistas advierten que, si bien el Gobierno afgano nunca estuvo tan centralizado como ahora, una gran parte de la población se siente frustrada y alienada, reforzando los lazos de solidaridad locales y difiriendo las interrelaciones con los mecanismos públicos y gubernamentales. La historia se repite en este sentido. Los talibanes conquistan porque se enfrentan a políticos y a grupos divididos, sin la voluntad o suficiente capacidad como para frenar la fuerza de la militancia islámica por sí solos.
Efectivamente, en un país tan accidentado geográficamente, y tan segmentado en lealtades locales, los talibanes ya estarían controlando por lo menos el 52% del territorio nacional. Otras fuentes dicen que ya poseen el 61%. A esto, el Gobierno se enfrenta a una parálisis y a duras penas puede ponerse de acuerdo en qué hacer. Indistintamente de quién tenga las riendas del poder, la operatividad del Estado afgano viene dependiendo enteramente del apoyo financiero de Estados Unidos. Por ello, más importante todavía, la retirada estadounidense no hará más que precipitar el colapso; signando el fracaso del del ilustrado, pero también iluso, proceso de construcción nacional (nation building) impulsado por Occidente.
Solo la presencia de una sociedad civil fuerte podría perpetuar cierta estabilidad política, pero —por lo dicho anteriormente—, esto difícilmente sea el caso. Menos considerando que la mitad de la población vive bajo la línea de pobreza. Para el común de los pastores, los progresistas citadinos y los miembros de la élite gubernamental son vistos como elementos externos, antitéticos con su modo de vida. Puesto por Henry Kissinger, frente a estas circunstancias como esta, mientras el ejército convencional pierde si no gana, “la guerrilla gana si no pierde”.
En rigor, se trata de una crónica de una tragedia anunciada, una lección que lastimosamente se aprende nuevamente por la fuerza. Cinismo mediante, en Rambo III (1988) ya se discutía esta problemática. Los cinéfilos recordarán aquella escena en donde el coronel Trautman (Richard Crenna) le espeta a su captor soviético que no ganará la guerra. Le dice que sus enemigos, insurgentes pobremente armados, jamás se rendieron ante nadie, prefiriendo morir antes que cualquier sometimiento. Siempre desafiante, Trautman dice algo clave: “nosotros ya tuvimos nuestro Vietnam, ahora ustedes tendrán el suyo”.
Tras derrotar a los rusos, los freedom fighters idealizados en Rambo se integraron a las filas talibanes y a la red de Al-Qaeda. Gracias al Vietnam soviético, en 1996 fundaron el Emirato Islámico de Afganistán, estableciendo un Estado religioso a la usanza más reaccionaria y retrógrada, sobre todo en lo que a derechos civiles compete. Llevaron a cabo una limpieza religiosa sistemática, castigando severamente cualquier detracción política y cualquier “desviación” moral.
Salvando las distancias entre ayer y hoy, el personaje interpretado por Crenna tenía mucha razón, solo que ahora, irónicamente, es nuevamente Estados Unidos quien aprende por las malas las lecciones de la historia. Sin el apoyo militar directo de Washington, la caída de Kabul podría ser cuestión de tiempo. Con ella, la venida de un segundo Emirato islámico estaría a la vuelta de la esquina.
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