Cuando el 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud otorgó al brote de COVID-19 ´la categoría de pandemia, la dinámica política nacional aceleró su desdén hacia el cortoplacismo y el tacticismo extremo. De este modo se agravó decididamente un problema que no es nuevo en nuestro país, ni es exclusivo de este: la incapacidad de planificar y ejecutar, de manera estable y a lo largo de un plazo prudente, un modelo de desarrollo nacional.
Con el argumento de que las decisiones debían tomarse al compás de la evolución de la pandemia, el Estado, los partidos políticos y el cuerpo social entraron en un funcionamiento cronometrado por el ASPO, sus renovaciones y modificaciones. Los resortes principales del funcionamiento económico e institucional de la Nación se redefinieron cada dos o tres semanas y así transcurrió todo 2020.
La llegada de las vacunas nos redimiría de semejante esfuerzo mientras trabajábamos para preparar el sistema sanitario, aplanar la curva y contener la debacle económica con políticas de transferencia directa como el IFE, la tarjeta Alimentar y el ATP. Sin embargo, ni las vacunas llegaron en el tiempo esperado, ni mucho menos está claro que vayan a ser la solución definitiva a la pandemia. Pero más allá de lo que ocurra con el COVID-19, si logramos superarlo o si tenemos que acostumbrarnos a convivir con el, sus consecuencias estarán ahí, colgando como la espada de Damocles sobre nuestro país, o sobre sus ruinas.
Podríamos dedicar párrafos enteros a describir las dificultades por las que atravesamos. Desde nuestra perspectiva doctrinaria podemos resumirlo de manera sencilla: no somos una patria justa, ni libre ni soberana; que es lo mismo que decir que tenemos un aparato productivo diezmado, 60% de los chicos bajo la línea de pobreza, un sistema educativo en crisis, una criminalidad creciente, un Estado que no controla los principales resortes estratégicos y un sistema de defensa incapaz de afrontar las hipótesis de conflicto del siglo XXI.
Asumir esta realidad es condición necesaria para intentar transformarla. La subestimación de la crisis puede conducirnos, como ya nos ha pasado, a creer que con pequeñas modificaciones de rumbo, con improntas personales o con retoques tácticos se puede detener el deterioro y revertir la curva. El riesgo de hacer retoques estéticos en una casa con serios problemas de cimientos radica en que existe un punto de no retorno en que la misma debe ser demolida y ya no puede ser salvada.
En el centro de la reconstrucción nacional tienen que estar el trabajo, la producción y la educación como temas principales. Y cuando uno define temas principales, necesariamente está diciendo que los otros temas son secundarios. Es realmente complicado decir esto en política, porque la balcanización de los intereses sociales, la diversificación de la demanda y la omnipresencia de las ideas de la globalización, han llevado a la dirigencia y al Estado a decir 50 cosas a la vez y a decir que todas son centrales y fundamentales.
Cuando todo es central y fundamental nada lo es; y ante la debilidad del poder político, la dirigencia ha optado por segmentar el mensaje y tratar de convencer a las audiencias de que “su tema” es la prioridad. Si el peronismo pretende seguir siendo (o volver a ser) el movimiento político que expresa el interés colectivo de los que producen y trabajan, debe encontrar los mecanismos para construir un liderazgo que permita sortear la extrema fragmentación y encolumnar a una mayoría más o menos estable en el camino del desarrollo nacional.
¿Existe esa mayoría estable o es una quimera? Contestar a esa pregunta implica iniciar un camino difícil, primero porque requiere un consenso interno dentro del Frente de Todos sobre el giro que hay que dar en materia económico-educativa y, segundo, porque hay que salir de la grieta para ir a buscar una porción del electorado y del cuerpo social que hoy nos es esquivo.
En materia económica, urge la reconstrucción de la relación entre el peronismo y el empresariado, en particular con los sectores más dinámicos, que es con quienes más dificultades tenemos: el campo y las nuevas tecnologías. Para ello debe ser la dirigencia política (que conduce los lineamientos estratégicos) la que dé señales claras de la voluntad de construir una alianza duradera para capitalizar al sector privado, generar empleo y desarrollar la Argentina. De la política depende el plan de estabilización, el ordenamiento de las variables macro y la definición de los objetivos, todas condiciones necesarias pero no suficientes para incentivar al sector privado a desarrollar planes de inversión a mediano y largo plazo.
Pero más allá del plan de estabilización y de las políticas públicas de promoción y defensa de la producción nacional, la reconstrucción del vínculo necesita un nuevo relato, una nueva épica que incorpore al sector privado como actor de la reconstrucción nacional. Un relato que deje atrás los prejuicios y las diatribas antiempresariales y que reconozca en la tarea de generar valor un aporte fundamental para que nuestro pueblo pueda vivir dignamente. Un relato en el que se celebre más la apertura de una fábrica que la apertura de un comedor comunitario.
También depende de la dirigencia política dar el giro necesario en materia educativa. Con 50% de deserción en el secundario, bajo nivel de aprendizaje, infraestructura escolar deteriorada, déficit formativo del cuerpo docente y escaso acceso a las nuevas tecnologías, difícilmente podamos preparar a nuestros compatriotas para afrontar el mercado laboral del siglo XXI. Los avances tecnológicos, la robotización de la industria y la inteligencia artificial aplicada a la producción no solamente reducen la necesidad de mano de obra, sino que elevan significativamente la calificación necesaria. Este doble fenómeno mundial, menos trabajadores y más calificados, empuja a cientos de miles de jóvenes a realizar trabajos de subsistencia. La magnitud de los cambios necesarios es extraordinaria. Tocar intereses, modificar estructuras, desarmar kioscos y descolonizar mentes implica decisión política y poder para hacerlo. Ese poder no puede provenir de otro lugar que no sea la construcción de esa mayoría estable, de ese “sueño” de sustentabilidad a largo plazo del que tantas veces hemos hablado.
Para ello hay que superar la grieta. La grieta es un lugar cómodo para el round electoral que asegura un porcentaje en torno al 40%; pero por sobre todo, asegura un escudo ideológico tras el cual esconder los desaciertos o los objetivos no alcanzados. Funciona en el corto plazo, pero no lo hará por siempre. Como dejaron de funcionar en 2015 los fantasmas del neoliberalismo y de la Alianza, en algún momento dejará de funcionar la comparativa con el desastre macrista. Sin embargo no todo es desilusión. Las capacidades nacionales de nuestro país están ahí como una brújula que nos marca el camino.
Nuestro país tiene las condiciones para apropiarnos de una parte de la cadena global de valor, para industrializar las materias primas, para desarrollar nuevas tecnologías para el mar y el espacio, para el litio y las energías renovables, para el cuidado de nuestros recursos y la defensa nacional. Argentina tiene con qué y para ello debe recuperar la capacidad de planificar a largo plazo. Finalmente, cuando el COVID-19 deje de ser el tema excluyente, volveremos a enfrentarnos a nuestra realidad. Podemos hacerlo para seguir autoflagelándonos por el desastre en el que vivimos o podemos poner el destino en nuestra manos y volver a ser un país justo, libre y soberano.
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