En la semana que pasó, la soja -principal producto de exportación de la Argentina- tocó su máximo en siete años. Si bien las cantidades exportadas sufrirán una merma por razones climáticas, los precios récords de nuestras materias primas agropecuarias de exportación permitirán un incremento de los ingresos de divisas, respecto del año pasado, calculado en cerca de 10 mil millones de dólares. Esto en materia de flujos comerciales. Mirando los stocks, los argentinos acumularon ahorros en dólares dentro y fuera del sistema, hablando en números redondos, por más de 200.000 millones de dólares entre 2004 y 2021, para tomar la “era moderna” (en números redondos 100.000 millones corresponden a la “fuga de capitales” del período 2004-2015). Finalmente, las cuentas nacionales indican una posición neta de activos contra pasivos externos de unos 115.000 millones de dólares a fines del 2020. En otras palabras, la Argentina, como un todo, es acreedora neta del resto del mundo. Si un marciano, que supiera de economía, aterrizara en nuestro país y se enfrentara con estos números, jamás podría definir que el principal obstáculo para el desarrollo argentino, como se escucha habitualmente, es la restricción externa y la falta estructural de dólares. Como diría un expresidente uruguayo: “Estamos embuchados de dólares”.
Evidentemente, en la Argentina no faltan dólares, en todo caso, le faltan dólares al Estado, no a los argentinos. Y le faltan dólares al Estado, porque los sucesivos gobiernos han estafado a los tenedores de pesos que se niegan a recibir esos pesos a cambio de sus dólares, al precio que pretende el Banco Central, y sólo le venden, por obligación, lo mínimo posible. O hacen operaciones marginales de corto plazo en pesos, aprovechando los períodos de precio del dólar artificialmente contenido, para volver luego a su posición dolarizada original, y canalizar así sus ahorros.
Un pequeño ejemplo de la estafa: a finales del 2017, con 100 pesos se podían comprar 5 dólares. Al principio del gobierno del presidente Fernández, se podían comprar con esos 100 pesos, 1 dólar con 70 centavos. Hoy, tomando un tipo de cambio libre a 150 pesos, 100 pesos compran 66 centavos de dólar. Es decir, el peso se devaluó 87% en tres años, o el dólar aumentó en pesos, más del 680%. Y todo esto en un contexto internacional de debilidad del precio del dólar.
Este marco de estafa no se ha modificado en los últimos meses. Al contrario, el descalabro macroeconómico, surgido del mal manejo de las consecuencias económicas de la primera ola de la pandemia, nos ha puesto, como conté la semana pasada, en un rango de inflación mensual en torno al 4% y las presiones sobre el gasto público de la primera ola electoral y la segunda ola sanitaria no harán más que agravar el panorama, más allá de alguna reducción transitoria de la tasa de inflación en mayo o junio y el rebote de la economía comparado con los malos meses del segundo y tercer trimestre del año pasado.
En efecto, se viene la segunda ola del descalabro macroeconómico, y como en el caso sanitario, podría llegar a ser peor que la primera.
Me explico.
En primer lugar, la explosión monetaria para financiar el gasto COVID del 2020 fue parcialmente compensada por la baja monetización “heredada” de la política de emisión cuasi cero del final del gobierno de Macri, y por la demanda de pesos por motivos precautorios ante la incertidumbre frente a las consecuencias de los confinamientos estrictos del otoño invierno 2020. Ahora, es probable que la emisión monetaria para gasto COVID sea menor, porque habrá menos confinamientos de derecho o de hecho, pero la demanda de dinero está cayendo, y la gente ya sabe que después de algún período de tranquilidad artificial, el precio del dólar libre reacciona al alza, más cuando la tasa de interés en pesos es negativa y la única alternativa de inversión está en los instrumentos ajustados por inflación que tienen el problema de su duración (90 días mínimo en los depósitos a plazo fijo) o de su relativa sofisticación (si se trata de bonos públicos ajustables). Además, con menos ajuste tarifario que el previsto en el presupuesto, parte de la eventual menor emisión por COVID, será compensada por mayor emisión por subsidios económicos.
En segundo lugar, la emisión monetaria para comprar los dólares del Balance Comercial no es neutral. Es cierto que aumentan las reservas del Banco Central (aunque menos que los dólares que se compran, porque hay pagos de deuda, porque habrá que liberar algo la demanda de importaciones para no paralizar la economía, y porque se seguirán usando dólares para intervenir en los mercados supuestamente libres), pero no es menos cierto que esa compra de dólares no responde a una actitud voluntaria del sector exportador. Los productores de exportables reciben pesos, pero luego quieren dólares.
En tercer lugar, ya la emisión monetaria tiene un capítulo “endógeno” muy elevado, el pago de los intereses de la deuda remunerada del Banco Central (Leliqs principalmente) que obliga al Banco Central a emitir o a colocar más Leliqs.
Con los tres conceptos juntos, la emisión bruta “viaja” a una velocidad de dos dígitos mensuales.
Con este cuadro, el uso del precio del dólar como ancla de expectativas, pierde efecto. Al contrario, genera más expectativas de inflación futura, porque, al final del día, la dinámica de esta situación en el balance del Banco Central con las reservas (activo) creciendo poco y las Leliqs (pasivo) aumentando mucho, sólo se arregla “licuando” el pasivo. Eso es más devaluación y/o problemas en el sistema bancario.
Cabe agregar, además, que durante la primera ola del descalabro macro, todavía existía la esperanza de un acuerdo rápido y estabilizador con el FMI. Ahora, luce que no habrá, en el corto plazo, un buen acuerdo con el FMI para anclar expectativas.
En síntesis, se viene la segunda ola del desastre macro y podría ser peor que la primera, aún, como mencionara, con más dólares para financiar importaciones y con el eventual rebote de la economía, por menores restricciones a la actividad, comparado con el año pasado.
Salvando las distancias, en la política económica ocurre lo mismo que en la política sanitaria. La gravedad macro exigiría un gran consenso político para encarar un verdadero cambio de régimen que deje atrás estas décadas de estancamiento, desinversión, alta inflación y pobreza. Como eso no está disponible, el Gobierno se conforma con reducir marginalmente, y por un rato, la tasa de inflación, apelando, entre otras zonceras argentinas, a congelar el precio de los celulares y a limitar las exportaciones de carne.
Del mismo modo, la gravedad sanitaria exigiría un gran acuerdo político para sacar el tema COVID de las chicanas electorales, y tener un plan agresivo en materia de testeos, protocolos, aislamiento, búsqueda internacional de vacunas, y esquemas de vacunación utilizando los centros especializados, etc. etc. (y otro diseño de gasto público para reducir lo superfluo y aumentar el gasto COVID sin presionar tanto sobre el déficit y la emisión). Pero como eso no está disponible, el Gobierno decide cerrar las escuelas en el AMBA y perseguir el virus sólo de noche. Para agravar la situación, al igual que en la política monetaria, la política epidemiológica tiene rezagos, cualquier medida que se tome hoy, recién tendrá efecto en unas semanas.
En síntesis, estamos frente a la segunda ola de la pandemia y la segunda ola de los desequilibrios macroeconómicos, aplicando recetas que nada tienen que ver con la gravedad del diagnóstico, mientras el Gobierno trata de surfear su primera ola electoral. Demasiadas olas para un bote con remeros descoordinados.
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