Sentimientos sobre el terruño y espíritu cosmopolita

La fertilidad del ser humano por cultivarse está en proporción directa a la posibilidad de contrastar sus conocimientos con otros. Y sólo es posible la incorporación de fragmentos de tierra fértil, en el mar de ignorancia en que nos debatimos, en la medida en que tenga lugar una discusión abierta

Jorge Luis Borges

Me inspiró el tema de esta nota periodística una pregunta del mayor de mis nietos varones en cuanto al significado y posibles reacciones frente al canto del himno nacional. En el contexto de este interrogante, debe subrayarse en primer lugar que es natural el afecto que se tiene por el lugar donde uno nació, se crió y donde los ancestros vivieron, tuvieron sueños y lucharon por sus ideales. Muy cierto y natural a menos que los recuerdos hayan sido de sufrimientos y permanentes situaciones desagradables. Los que han debido expatriarse por ocurrencias penosas siempre sienten el llamado del terruño, sus costumbres y códigos. De todos modos, una cosa son los lugares cercanos y otra bien distinta son declaraciones grandilocuentes y altisonantes como expresar intenso amor en sentido literal y no meramente metafórico por la totalidad de la tierra de un país pues esto es tan desafortunado y vacío como sostener que se ama tal o cual continente, tal o cual océano, tal cual isobara de presión atmosférica o al universo. En este sentido es también de interés destacar que las cercanías y las coincidencias son muchas veces mayores con algunos habitantes de otros países que con los del propio que abrazan hábitos que contrastan abiertamente con las reglas de conducta propias.

En esta línea argumental debe uno estar alerta al uso y abuso de la expresión “patria” que si bien remite a tierra de los padres muchas veces se emplea como una herramienta de agresión hacia lo foráneo en lugar de limitarse a ponderar lo ponderable del lugar donde uno habita. Este es el sentido por el que Juan Bautista Alberdi subrayó en su célebre discurso a graduados en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en 1880 que “el entusiasmo patrio es un sentimiento peculiar de la guerra, no de la libertad” donde condena a quienes se llaman libres “sólo porque dejaron de emanar del extranjero” y así “sus individuos, más que libres, son los siervos de la patria” es decir, como apuntó el autor en esa conferencia, de los aparatos estatales.

Por eso es que Alberdi insistía que, en lo que originalmente se denominó la independencia de nuestro país, “dejamos de ser colonos de España para ser colonos de nuestros gobiernos”. Por eso es que en lo personal prefiero festejar la verdadera independencia argentina el primero de mayo que celebra la jura de nuestra Constitución liberal de 1853, es decir, cuando institucionalmente se estableció el respeto recíproco que permitió a nuestro país un progreso moral y material al abandonar tiranías, caudillajes e intentos fallidos de organización nacional, lo cual fue la admiración del mundo civilizado hasta que retornamos a la barbarie con las sandeces de lo “nacional y popular”, el “vivir con lo nuestro” y otras manifestaciones trogloditas.

El valor del cosmopolitismo es trascendental puesto que pone de relieve la consideración y el aprecio de todo lo noble no importa su procedencia ya que el fraccionamiento en naciones descentraliza y federaliza y evita el inmenso peligro de la concentración de poder en un gobierno universal, de lo cual para nada se sigue que los países estén cercados por aduanas impenetrables. Muy por el contrario las fronteras abiertas y hospitalarias constituyen una demostración de civilización, de respeto recíproco y del consiguiente progreso. Y no es que no deban mantenerse y cultivarse las buenas tradiciones en diversas regiones, se trata de comprender que la cultura implica un proceso de permanentes donaciones y recibos para músicas, arquitecturas, comidas, conocimientos científicos, modas y equivalentes. Para ilustrar este tejido y entretejido, en el caso argentino atuendos como la boina y las bombachas de los gauchos fueron importados de los más remotos lugares europeos. El proceso evolutivo va seleccionando y reseleccionando pacíficamente diversos planos de lo humano, en cuya situación lo único descartable que debe ser combatido es la lesión a los derechos de las personas.

Por ejemplo, hay católicos que en misa cantan a voz en cuello aquello de “toma mi mano hermano” pero ni bien se filtra la llama nacionalista la concordia muta en feroz agresión con el vecino. Los himnos patrios no siempre ayudan a la pacificación de los espíritus por eso en donde autores primero gestaron las bases del liberalismo como es el caso de Inglaterra han preferido no tener himno. Claro que el himno si no tiene letra de ataque y escaramuza no es perjudicial en sí, pero a veces hay otras canciones que a algunos nos mueve más a la fraternidad. En mi caso cuando vivimos en el extranjero con mi mujer nos conmovía más “Adiós pampa mía” y en general siempre me ha producido un sentimiento de reverencia y emoción con el espíritu libre la parte coral de la Novena Sinfonía de Beethoven cuya letra fue escrita por Friedrich Schiller titulada “Oda a la libertad” pero como fue censurada por su gobierno se transformó en “Oda a la alegría” que luego de la caída del Muro de la Vergüenza Leonard Bernstein dirigió esa sinfonía frente a orquestas de distintos países en la Puerta de Brandenburgo, ocasión en la que repuso la parte coral en su versión original.

Desafortunadamente el veneno nacionalista hoy hace estragos en muchos lugares del llamado mundo libre con las xenofobias características y la maldita exacerbación del amigo-enemigo que se busca en contiendas religiosas, etnias y nacionalidades fabricadas por espíritus fanáticos lo cual es necesario detectar al efecto de revertir esa tendencia malsana.

Como decimos, últimamente ha recrudecido un aire que amenaza por esparcirse por todo el planeta. Una ráfaga envolvente que arrastra un pesado tufillo, ya conocido y de triste memoria. Se trata del nacionalismo. Se trata de una regresión cultural. La fertilidad del ser humano por cultivarse está en proporción directa a la posibilidad de contrastar sus conocimientos con otros. Y sólo es posible la incorporación de fragmentos de tierra fértil, en el mar de ignorancia en que nos debatimos, en la medida en que tenga lugar una discusión abierta. Se requiere mucho oxígeno: muchas puertas y ventanas abiertas de par en par.

Como queda dicho, la cultura no pertenece a tal o cual latitud, es el resultado de innumerables aportes individuales en el contexto de un proceso evolutivo que no tiene término. En este sentido reiteramos que aludir a la “cultura nacional” es tan desatinado como referirse a la matemática asiática o a la física holandesa. La cultura no es de este o de aquel lugar y mucho menos se puede atribuir a un ente colectivo imaginario. No cabe la hipóstasis. La nación no piensa, no crea, no razona y no produce nada. El antropomorfismo es del todo improcedente. Son específicos individuos los que contribuyen a agregar partículas de conocimiento en un arduo camino sembrado de teorías y refutaciones que enriquecen los aportes originales.

El nacionalismo pretende establecer una cultura alambrada que hay que preservar de la contaminación que provocarían aquellos aportes generados fuera de las fronteras de la nación. Así se considera que lo autóctono es siempre un valor y lo foráneo un desvalor, con lo que se destroza la cultura para convertirla en una especie de narcisismo de cavernarios que cada vez se asimila más a lo tribal que al espíritu cultivado, que es necesariamente cosmopolita. Por otra parte, de haberse seguido el criterio de la “preservación cultural” no hubiéramos pasado de la época de las cavernas, y muchos de los que declaman acerca de la necesidad de defenderse de la “aculturación” no lo estarían haciendo en el lugar donde lo hacen, puesto que de seguirse ese criterio a sus abuelos o bisabuelos no se los hubiera dejado entrar en el país en cuestión.

También como dejamos consignado, el afecto al “terruño”, a los lugares en que uno ha vivido y han vivido los padres, el apego a las buenas tradiciones y el mantenimiento de autonomías y derechos, es natural e incluso necesario para el progreso, pero distinto es declamar un irrefrenable amor telúrico y un relativismo epistemológico que siempre discrimina contra lo que está más allá de una artificial frontera política. Las fronteras, lejos de ser un proceso natural, son fruto de fenómenos geológicos, de guerras, conquistas, acuerdos entre partes beligerantes y acontecimientos similares.

Se ha dicho que las naciones se han constituido sobre la base de la misma lengua, de la misma raza y de una historia común. Suiza y Canadá son naciones y, sin embargo, los lenguajes que allí se hablan son muy variados. Por el contrario, en América latina la lengua es la misma y, sin embargo, son muchas las naciones que forman este subcontinente. Respecto de la raza, bien se ha dicho que hay tantas clasificaciones como clasificadores. Se trata de estereotipos que no se concretan en el ejemplar “puro”, pero a simple vista se pueden descubrir muchas mezclas en no pocas jurisdicciones nacionales. Tengamos siempre presente que en los campos de exterminio nazi se tatuaba y rapaba a las víctimas para distinguirlas de los victimarios. En realidad Hitler y sus secuaces luego de infructuosas y tortuosas clasificaciones optaron por copiar el polilogismo marxista, esto es, que el burgués y el proletario tendría una estructura lógica distinta sin nunca explicar en qué se diferenciaban de la lógica aristotélica, error garrafal que también incurrieron los criminales nazis con el invento de “arios” y “semitas”. Las diferentes contexturas, color de piel y demás atributos físicos son consecuencia de distintas ubicaciones geográficas puesto que todos descendemos de africanos.

Por último, si se encierra a dos personas dentro de un ropero durante un tiempo se podrá decir que tienen una historia común, pero esto no hubiera sido de esta manera si los ocupantes del ropero hubieran tenido libertad de desplazarse y de recibir aportes culturales de otros lares. Es decir, en la medida en que se arremete contra los movimientos migratorios y se tiene el complejo de inferioridad inherente a la antes mencionada preservación cultural habrá, lógicamente, aunque no naturalmente, una historia común. Si lo que se quiere decir es que hay una historia común en cuanto a los aparatos gubernamentales monopólicos estaríamos frente a una perogrullada. Es en verdad curioso que quienes aluden con más entusiasmo a la “historia común” simultáneamente recomiendan procedimientos coercitivos en materia educativa para que la gente no se salga de brete.

También, tras el nacionalismo, se ocultan interpretaciones erradas sobre temas económicos. Así, se teme a las inmigraciones porque sacarán fuentes de trabajo, sin percibir, en primer término, que no hay una cantidad dada de trabajo por realizar: las necesidades son ilimitadas, mientras que los recursos para atenderlas son limitados. En segundo lugar, la división del trabajo y la consiguiente especialización permiten elevar la productividad conjunta, para no mencionar las tareas que los inmigrantes efectúan y que no son realizadas por nativos. De la misma manera se protege la producción nacional con barreras artificiales sin percibir que se está desprotegiendo al consumidor local y que resulta del todo improcedente referirse a “la invasión” de productos extranjeros o a “bloques” comerciales, una terminología militar que es impropia para quienes sólo desean comprar más barato y de mejor calidad. Obsérvese el espectáculo de gobernantes que junto a ciertos empresarios juegan a un simulacro de librecambio zonal, cuando en realidad, si se compartieran los postulados del comercio abierto, sería suficiente con adoptar un tipo de cambio libre y aranceles cero. Con esto la integración es automática e instantánea sin necesidad de tanto congreso ni de reuniones “cumbre”, con lo que, entre otras cosas, se ahorrarían muchas comitivas, gastos de representación y farragosas negociaciones.

Herder, de Maistre, Hegel, Fichte, Schelling, List y Maurras han sido las inspiraciones más visibles del espíritu nacionalista que desdibujaron y contradijeron abiertamente los antedichos afectos naturales para convertirlos en alaridos de guerra. Albert Einstein ha dicho que “el nacionalismo es una enfermedad infantil, es el sarampión de la humanidad”. Hoy, agazapado tras los más variados ropajes, reaparece el rostro virulento del nacionalismo. Esperemos que esto pueda revertirse para que podamos decir con Borges -no “nuestro Borges”, como dijo algún argentino distraído, sino el Borges universal- que “vendrá otro tiempo en el que seremos cosmopolitas, ciudadanos del mundo como decían los estoicos”, que “el nacionalismo…es una forma de fanatismo y estupidez” y también escribió una sentencia que resume el eje central de nuestros desvelos: “El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo”.

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