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La situación social de nuestro país es escandalosa, hace años, por diversas razones, y nadie duda que se vio empeorada por la pandemia durante el último año. Como sociedad hemos fracasado sistemáticamente en el abordaje y la resolución de la pobreza: Estado, academia, empresas, y organizaciones sociales, por supuesto con distinción de responsabilidades.
Como escribe Francois Dubet en ¿Por qué preferimos la desigualdad?: “Las personas no buscan las desigualdades, pero sus elecciones las engendran, las generan”.
Hay fuentes que estiman que los trabajadores de la economía popular son aproximadamente 7.000.000: son trabajadores, que muchas veces de una manera compleja y desordenada se disponen a generar la mayor cantidad de ingresos posibles, que nunca llegan a ser suficiente. Menos por elección y más por marginación, es una táctica de supervivencia. La estadística tradicional los define como “informales” (aunque puede no serlo necesariamente).
No es una estrategia, no es la salvación de nada. Es una realidad muy dolorosa para nuestros compatriotas que no tienen empleo formal, ni pueden ser considerados como emprendedores.
A esta economía, definitivamente hay que modificarla, no podemos ni justificar, ni idealizar; solo transformarla, debe evolucionar si queremos un mundo sin el nivel obsceno de desigualdad que tenemos.
Existen dos posturas, en general contrapuestas, que creen ser las únicas: por un lado quien piensa que debe sostenerse su situación de dependencia estatal recibiendo subsidios sin una fecha de finalización (incluso sin solicitar contraprestación de ningún tipo); y por el otro, la idea meritocrática de quien cree que simplemente deben estudiar, para poder integrarse al mercado laboral, que se trata de una cuestión de voluntad personal.
Inicialmente, creemos que ambas posturas son razonables, es decir que tienen parte de razón: habrá personas a quien el Estado deba subsidiar, y habrá otras, que podrán incluirse en el mundo laboral del sector privado.
Por supuesto que dichos programas de transferencia deberían suceder, aunque transformados: deben ser universales, temporales y segmentados, poniendo foco en la libre elección (con contraprestación obligatoria), la terminalidad educativa y la intermediación sana, con gestión local de recursos. Los trabajadores de la economía popular son millones, y necesitan el apoyo del Estado.
Pero el punto clave, está en dilucidar cómo esta economía popular puede evolucionar, a partir de formación, organización y asistencia técnica, en Economía Social: donde los trabajadores son los dueños, y por lo tanto quienes toman las decisiones y asumen la responsabilidad total de los éxitos y fracasos.
Deben apoyarse y sostenerse los lazos sociales que hoy caracterizan a la economía popular, incluso, podríamos decir que encarnan los trabajos del futuro, es decir aquellos que son necesarios para el equilibrio socio ambiental: reciclaje, producción agroecológica, cuidados, entre otros.
Es menester no subestimar a los trabajadores de la economía popular: la comunidad y el mercado pueden organizar “cadenas de valor” para articular con el mercado tradicional, las organizaciones pueden brindar asistencia técnica y financiamiento, y el Estado generar marcos regulatorios .
Esto también implica un nuevo abordaje de la responsabilidad social empresaria, que integre cadenas de abastecimiento, y genere impacto social potenciado.
Volviendo a Francois Dubet: “Lo cierto es que la lucha contra las desigualdades supone un lazo de fraternidad previo, es decir el sentimiento de vivir en el mismo mundo social”.
La tarea comienza por diferenciar las estrategias (ninguna es la salvación, ni la única receta posible): casos de subsidios necesarios, casos de vínculo con el mundo del empleo, y la enorme posibilidad de fortalecer a los actores de la Economía Social para lograr trabajo genuino, desde unidades productivas organizadas y solidarias con fundamental impacto social.
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