Casi veinte años después, la foto se repite en Ezeiza. Familias enteras, parejas millennials, profesionales, estudiantes y emprendedores, por nombrar algunos, deciden irse con poco -o nada- del país. No los impulsa la ilusión, sino la frustración. La angustia de carecer de un horizonte en la tierra donde nacieron, crecieron y se desarrollaron. Atrás quedan los afectos, el asado, los mates, el barrio, el club, la calidez… En fin: atrás queda Argentina.
Con razón, la clase media vuelve a dejarnos. Como en el 2002, el futuro es un lugar remoto que queda en otro país. Lejos de acá. Pero más allá del dolor y la impotencia, la imagen invita a pensar qué es lo que nos está pasando, qué errores cometimos y, en especial, qué tipo de sociedad queremos; la ciudadanía que anhelamos constituir para afrontar los retos de la era del conocimiento.
Para empezar, necesitamos un tejido social realmente progresista. ¿A qué me refiero? A una sociedad que defienda los derechos humanos -del pasado y ¡también del presente!-, condene cualquier atropello a sus libertades individuales y, sobre todo, sea responsable de sus acciones. En otras palabras, eso que el filósofo Karl Popper llamaba “sociedad abierta”: una comunidad libre, educada y lista para ser protagonista en la era del conocimiento.
Los argentinos necesitamos recuperar la valentía. Somos creativos, competitivos y trabajadores: para nosotros el mundo debe ser una oportunidad, no una amenaza. Hay que perder el miedo y abrirnos de manera estratégica, claro, pero de ningún modo podemos dejar que nos gane la inseguridad y el aislacionismo. Debemos asumir la agenda del siglo XXI –economía digital, medioambiente, inclusión social e igualdad de género– y convertirnos en el mascarón de proa de la región. Que Argentina vuelva a ser esa nación que corre los márgenes de lo posible y genera futuro donde no lo hay.
También necesitamos una sociedad con memoria. Como quedó demostrado el 24 de marzo pasado, la mayoría de los argentinos se apropió del “Nunca más”, un concepto que representa un marco de valores que defendemos colectivamente -una posibilidad que se agradece en estos tiempos inflamables. Ahora lo que nos falta es hallar un destino compartido. Agregarle una lógica aspiracional a ese espíritu reivindicativo. ¿Cómo nos vamos a insertar en el mercado global post-pandemia? ¿Qué modelo de educación pública vamos a promover? ¿Qué vamos a reconocer de nuestros pares? ¿Qué vamos a repudiar? Solo por mencionar algunos de los interrogantes que constituyen la convivencia de cualquier país serio.
Y acá debemos hacer una autocrítica. No podemos seguir aplaudiendo o relativizando la “viveza criolla”. Como quedó en evidencia con el Vacunatorio VIP, el “amiguismo” es letal. Miles de jubilados y pacientes de riesgo esperando sus dosis mientras unos privilegiados se salteaban la fila y accedían a la inmunidad. Tiempo de recapacitar. Tiempo de crecer. Tiempo de castigar el atajo y promover –sin culpa– la cultura del sacrificio y el respeto a las normas. De una vez por todas, la legalidad le tiene que torcer el brazo a la trampa.
En relación al vínculo con los otros, debemos comprender la importancia de la tolerancia. El mundo se bifurca entre los países que escogen un modelo autocrático y los que optan por la democracia. Hay que elegir un camino. Los argentinos siempre fomentamos el pluralismo por una cuestión histórica: estamos hechos de diferencias; somos una mezcla de pueblos originarios con inmigrantes italianos, españoles, suizos, holandeses, alemanes, peruanos, bolivianos y venezolanos. En pocas palabras: negar la libertad de pensamiento es negar nuestro ADN.
Aceptar la postura del otro no implica sumisión ni mucho menos debilidad. Es simplemente entender que la democracia está garantizada en la fragmentación de la verdad. Precisamente, eso es lo que la hace tan valiosa. Solo en los regímenes totalitarios hay una realidad única y granítica que baja desde arriba sin ninguna posibilidad de objeción. Decía José Ingenieros que “un ideal no es una fórmula muerta, sino una hipótesis perfectible”. Entonces, se trata de defender nuestras convicciones, pero también de aceptar críticas. De ese “ida y vuelta” está hecho un espíritu cívico dinámico, maduro y virtuoso.
Que Ezeiza vuelva a ser un vehículo para vivir una experiencia laboral, académica o de disfrute, no una salida de emergencia; que sea una opción, no una consecuencia de la desesperación o la desilusión. Nuestro desafío es invertir el flujo migratorio: “tentar” al mundo y que deseen venir a progresar a la Argentina. Antes, claro, hay que plantar bandera. Quedarnos a defender los valores que hicieron grande a nuestro país y devolverle la esperanza a los miles de compatriotas que se están yendo.
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