El conflicto que protagonizan hoy el gobierno nacional y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires posee algunos antecedentes en nuestra historia patria que vale la pena traer a colación.
Salvando las distancias, los antecedentes se remontan a los años posteriores a la batalla de Caseros (1852), cuando hubo un interregno de diez años en los que predominaron los problemas y las guerras civiles entre la provincia de Buenos Aires y la Confederación Argentina.
En 1852 la provincia de Buenos Aires rechazó el Acuerdo de San Nicolás y se negó a participar del proceso constitucional iniciado por la Confederación Argentina. El 1º de mayo de 1853, los diputados de las provincias (excepto los de Buenos Aires), reunidos en Santa Fe, sancionaron la Constitución Nacional. Su objetivo era constituir la unión nacional, afianzar la justicia y consolidar la paz interior.
Lo cierto es que Buenos Aires quedó al margen de la organización nacional. Como provincia se consideraba parte de la nación, aunque inició un proceso de construcción estatal autónomo que se formalizó en 1854 con la sanción de su propia constitución. De esa forma reemplazó su condición política de provincia por la de Estado, se reservó el ejercicio de la soberanía y declaró sus límites territoriales.
Esta división que sufrió la Argentina tuvo su punto de inflexión con la batalla de Pavón, librada al sur de Santa Fe el 17 de septiembre de 1861, que significó el fin de la Confederación Argentina y la incorporación de Buenos Aires como miembro dominante del país.
Esa batalla enfrentó a los ejércitos de Justo J. de Urquiza y Bartolomé Mitre, que chocaron en las orillas del arroyo Pavón, a 40 km al sur de Rosario. El enfrentamiento duró dos horas.
Cuando el ejército de la Confederación logró posicionarse y se predisponía a ganar la contienda, Urquiza, misteriosamente abandonó el campo de batalla.
Hay distintas especulaciones sobre el motivo de la retirada del general entrerriano. Unos lo atribuyen a un tema de salud, un problema renal. Otros, a la desconfianza que tenía del presidente Santiago Derqui y de ser víctima de una eventual traición. Hay quienes sostienen que existió un pacto subyacente promulgado por la masonería argentina, involucrando a Urquiza, Mitre, Derqui y Sarmiento (todos encumbrados masones grado 33), quienes se propusieron bajo juramento poner todo lo que estuviera a su alcance para apaciguar la guerra civil. Este pacto habría sido acordado durante la tenida masónica denominada “Tenida de la Unidad Nacional”, celebrada el 21 de julio de 1860, de la cuál participaron, entre otros, los más arriba nombrados, grandes maestres de la masonería argentina.
Así pues, parte del país pudo apaciguarse, Mitre se convirtió en el hombre fuerte del país y se logró la “unión nacional”. Un año después, el 5 de octubre de 1862 se reunió el Colegio Electoral, eligiendo por unanimidad a Mitre como presidente constitucional de la Nación. Hay que reconocer que los candidatos federales estaban proscritos. Mitre hizo sentir el fuerte núcleo centralista que constituía su gobierno, ocupando los ministerios y buena parte de las bancas del Congreso. Fue la puesta en escena de la Argentina liberal.
Recién en 1994, durante la presidencia de Carlos Menem, se produjo la reforma de la Constitución Nacional 1853–1860. La misma no fue inspirada en la reforma constitucional de 1949 promovida por Perón, la que había incorporado dos capítulos a la primera parte del texto constitucional: el capítulo III, dedicado a los “derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y la cultura”; y el capítulo IV, titulado: “la función social de la propiedad, el capital y la actividad económica”.
La gran novedad de la de 1994 es que mediante el artículo 129 incluido en la reforma, la ciudad de Buenos Aires obtuvo una autonomía que la habilitó a dictar su propia constitución y a tener un gobierno autónomo. Su antecedente se remonta, tal cual relatamos, a 1854, cuando Buenos Aires se había transformado en un estado autónomo y promulgó su propia constitución.
Este híbrido constitucional de convertir a la ciudad de Buenos Aires en autónoma, o sea que no tiene el status de una provincia ni el de un estado, le brindó un carácter excepcional. A tal fin se creó una Convención Constituyente que sesionó hasta el 1º de octubre de 1996, cuando fue sancionada la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires. De esta forma, el Estado nacional se quedó sin su Capital Federal, que había sido cedida en 1880 por la provincia de Buenos Aires para que fuera la capital del país.
Teniendo en cuenta estos hechos históricos, tanto los del siglo XIX, como los del siglo XX, más precisamente los de la reforma de 1994, sin pretender asimilar los sucesos descriptos a lo que hoy nos ocurre, habiendo pasado mucha agua bajo el puente, nos encontramos en una situación de conflicto, de enfrentamiento, de grieta entre dos argentinas absolutamente antagónicas que se encarnan por un lado, en el gobierno porteño, y por el otro, el gobierno nacional con la provincia de Buenos Aires.
Es bueno destacar que el país no está unido pues la mayoría de las provincias no se han sumado a las medidas restrictivas adoptadas por el decreto presidencial DNU Nº 241/2021; solamente cuatro adhirieron al mismo.
Hay disputas judiciales, presentadas en el ámbito porteño, en la provincia de Buenos Aires y otras en la justicia federal. Estas contiendas de jurisdicción y competencia, con resultados controvertidos, están generando mucha incertidumbre en la sociedad y no promueven armonía y menos aún seguridad jurídica.
Lo más gravoso es que en un año electoral, la pandemia está formando parte de la agenda política, algo que no debería haberse permitido, pues es una situación que vulnera le ética pública.
La premisa debería ser que con la salud no se juega, ni mucho menos se manipula. En este caso, es siempre el pueblo quien paga los platos rotos de los fracasos de la política.
Como dicen los clásicos, la política es el arte de lo posible. Y todo arte necesita imperiosamente de artistas, que con su genialidad, creatividad y servicio logren los objetivos para consagrar el bien común a la sociedad.
Como lo decía Leopoldo Marechal: “La patria es un dolor que aún no tiene bautismo y que aún no sabe su nombre”. Si bien estamos enmarañados en un laberinto, lejos de alcanzar la concordia, el diálogo y la pacificación nacional, la solución la debe dar “la política con mayúscula, la política como servicio, que abre nuevos caminos para que el pueblo se organice y se exprese”, tal cual nos enseña el papa Francisco, para que de una buena vez la Argentina se ponga de pie.
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