Las crisis puntuales y no recurrentes son inevitables siempre que, como consecuencia de guerras, graves trastornos políticos y sociales, cataclismos o pandemias, se producen cambios súbitos en la población. El surgimiento de una nueva enfermedad muy contagiosa con alta mortalidad constituye este tipo de escenario, suficientemente catastrófico como para provocar importantes consecuencias, entre las que destaca el costo económico en términos de vidas muchas de ellas plenamente creativas, y la mirada con la que las personas en ese momento enfrentan su futuro, la que pasa a dar preponderancia al presente en desmedro del mañana como consecuencia de la incertidumbre por la supervivencia.
El escenario más catastrófico conocido es el descripto por Bocaccio en su introducción al Decamerón, en relación con la peste bubónica que azotó Europa en el siglo XIV. No solo por la pérdida de un tercio de la población, sino por la conducta que los supervivientes adoptaron. Y es que si se extiende la convicción de que existe una alta probabilidad de fallecer a corto plazo, es comprensible que las valoraciones subjetivas se orienten al consumo presente. El resultado en la Florencia del siglo XIV con la peste bubónica fue el abandono masivo de granjas, campos y talleres, y en general el descuido y consumo sin reposición de bienes de capital.
Más recientemente la llamada gripe española provocó en el mundo entre 40 y 50 millones de víctimas a partir de 1918, particularmente entre hombres y mujeres en plena edad productiva, los que se sumaron a los 20 millones de muertos como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, la mitad de ellos civiles.
En contraste y sin pretender menospreciarla, la actual pandemia de COVID-19 generada por el virus SARS-COv-2 ha podido ser manejada en parte minimizando sus peores consecuencias gracias a la tecnología, que en menos de un año puso a disposición vacunas, al rápido descubrimiento de los tratamientos para controlar el virus y a que por destino el virus resulta grave para un 15% de las personas, la gran mayoría en edad de retiro, requiriendo hospitalización un tercio de ellos y causando la muerte a uno de cada cinco hospitalizados graves. Por lo mismo, esta pandemia a diferencia de anteriores, no está teniendo efectos apreciables sobre la oferta de mano de obra. Por otra parte, y acaso por las mismas condiciones, no existen indicios de que se haya producido una modificación sustantiva de la forma en que las personas aprecian su futuro, salvo efectos de corto plazo producidos por los confinamientos coactivos.
Existen sí sectores como turismo, transporte, hotelería y espectáculos que recibirán un impacto más profundo en su estructura productiva, el que probablemente venga a acelerar otros cambios tecnológicos que estaban ya operando y que resultarán en una mejora de la productividad del sector en el mediano plazo.
El peligro estriba en otro lado. Porque a pesar del relativo bajo impacto en términos de salud que está teniendo esta pandemia, la reacción de los gobiernos y las medidas de intervención tomadas han ido a volcarse masiva y brutalmente a intervenir la vida de cada ciudadano. La mayor víctima de los confinamientos no serán los bares, restaurantes ni tiendas cerradas, ni las aerolíneas paralizadas. No será la cultura musical, teatral o deportiva. Ni siquiera será la ruina de la economía. La mayor víctima será la democracia liberal.
La democracia liberal es un logro notable pero frágil. Es un intento de enfrentar el desafío de hacer que los gobiernos respondan ante la gente, al tiempo que se protege la libertad personal. Es una tarea difícil. La gente anhela seguridad y espera que el Estado se la proporcione. Para hacer esto, el Estado necesita amplios poderes sobre sus ciudadanos. Por eso, en las democracias de todo el mundo, el poder del Estado ha aumentado continuamente. También es la razón por la que la democracia liberal es la excepción y no la regla en la historia de la humanidad. Las democracias se subvierten fácilmente y, a menudo, fracasan.
Lo que nos convierte en una sociedad libre es que, aunque el Estado tiene vastos poderes, existen límites convencionales sobre lo que puede hacer con ellos. Los límites son “convencionales” porque no dependen de nuestras leyes, sino de nuestras actitudes. Existen espacios personales en la vida humana que son nuestros, en los que el Gobierno no debe inmiscuirse sin una justificación totalmente excepcional. La democracia liberal se quiebra cuando las mayorías asustadas exigen la coerción masiva de sus conciudadanos y reclaman la invasión de nuestros espacios personales. Estas demandas se basan invariablemente en lo que la gente concibe como bien público y reclaman, entonces, que el despotismo es de interés público.
Muchas personas creen que está bien el ejercicio del poder despótico por un tiempo, porque, cuando termine la crisis, el poder se retracta. Pero no sucede así. No se puede entrar y salir del totalitarismo a voluntad. Porque una sociedad libre es una cuestión de actitud, está muerta una vez que la actitud cambia. Una sociedad en la que el control opresivo de cada detalle de nuestras vidas es impensable, excepto cuando se piensa que es buena idea, está en problemas tanto mientras los controles estén en su lugar como cuando se levantan, porque la nueva actitud permitirá que vuelva a suceder lo mismo siempre que haya suficiente apoyo público.
Esto está lejos de ser un problema nuevo. Conforme la variante del famoso dicho de Lord Acton de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, los gobiernos no ceden fácilmente los poderes coercitivos cuando la necesidad ha pasado. Por caso, las tarjetas de racionamiento de comida duraron en Europa hasta ocho años terminada la Guerra. Y en el caso de Estados Unidos el presidente Biden, no contento con modificar la integración del Senado incluyendo nuevos estados para capturar su voto, está amenazando con ampliar la Corte Suprema socavando la independencia judicial y destruyendo su y la de sus decisiones.
COVID-19 no es único. Habrá otras epidemias, incluso peores. Otros temas plantearán dilemas similares, desde el terrorismo y el cambio climático hasta la obesidad y la censura de opiniones políticamente incorrectas. En este tiempo se ha cruzado un umbral. Y ya tenemos un ejemplo llamativo. La vacuna, que se suponía que haría innecesario el bloqueo, se ha convertido en una razón para mantenerlo en vigor. Como ahora hay una ruta de salida, no importa qué tan lejos esté. Millones de personas, que prácticamente no corren ningún riesgo, están en prisión domiciliaria. Esto se hace principalmente porque un régimen selectivo de controles sería demasiado difícil de aplicar por parte del Estado.
La libertad no es un valor absoluto, pero es de importancia crítica. De todas las libertades, la libertad de interactuar con otros seres humanos es quizás la más valiosa. Es una necesidad humana básica, la condición esencial de la felicidad y la creatividad humanas. Sin dudas existen situaciones extremas en las que los controles opresivos sobre la vida cotidiana pueden ser necesarios y justificados. El COVID-19 es serio, pero no está ni cerca de esa categoría. Está dentro de la gama de peligros con los que siempre hemos tenido que vivir y lo seguiremos haciendo.
No existen atajos milagrosos para salir de una crisis tan grave como la actual. Aunque los gobiernos y autoridades se esfuercen por presentarse ante la ciudadanía como sus salvadores haciendo cosas aparentemente beneficiosas, ahora, como antes, saldremos adelante como resultado de nuestro esfuerzo individual y colectivo, tratando de realizar con creatividad nuestros proyectos vitales en los resquicios de libertad que, a pesar de todo, sigan abiertos.
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